EL PANTEONERO DE SAN TEOBALDO

camenterioSan Teobaldo cumplía dos décadas desde su fundación y la población preparaba las celebraciones. Todos alababan el buen ojo de los fundadores; la palabra carencia no existía en el idioma del pueblo. Ni la enfermedad, la muerte, la religión o la policía habían logrado ubicarlo en el mapa.

Pocos día antes de los festejos, quizás emocionado por su proximidad, falleció de un infarto don Custodio Gómez, egregio fundador de San Teobaldo.

Los funerales carecieron del brillo que imponía la importancia del muerto. Primero, porque como no se practicaba ningún credo, no existían presbíteros que pudieran rezar un réquiem por el alma del difunto ni iglesia donde realizarlo. Y segundo, porque la inexistencia de muertos obligó a improvisar un cementerio y a determinar por sorteo el nombre del panteonero, oficio que nadie quería ejercer, menos aún de tan ilustre habitante.

Mediante el sistema de la pajita más corta, el azar ―aunque muchos aseguraron que la elección estaba arreglada― resolvió que fuera Bruno Rebeco el encargado de la triste misión, partiendo por elegir el lugar en el que se emplazaría el camposanto. Se decidió por la colina para que el finado tuviera una buena vista del pueblo y excavó una fosa profunda para evitar que los zorros le arrebataran el trabajo a los gusanos.

Bruno Rebeco era también conocido como “Bruto Rebestia” por su tremenda fuerza. Superaba en estatura y corpulencia a cualquier boxeador de peso completo y desde su niñez, edad en la que llegó a San Teobaldo junto a sus padres y a todos los fundadores, se hizo imprescindible para todas aquellas actividades en las que la musculatura era necesaria.

Siendo aún adolescente, se casó con Lusitania, hija del panadero. Cuando Bruno trabajaba a pecho descubierto, la niña podía pasar horas admirando sus enormes pectorales. Observándolos, nadie dudaba que ese matrimonio se hiciera y que fueran generosos en descendencia. Pero esta predicción fue errada. Sólo dos hijos fueron el fruto de tan desaforada pasión.

A Bruno, preparar el entierro de don Custodio le demandó bastantes días, por lo que, cuando el cajón desapareció en el agujero en medio de la congoja de todos los vecinos, el fuerte olor a cadáver era perceptible en kilómetros a la redonda. Por algún extraño sortilegio, el hedor se conserva hasta nuestros días, motejando al villorrio con el injusto título de “Pueblo de los Muertos”

De pura pena, no tardó doña Primicia en seguir a su marido, por lo que pronto los teobaldenses volvieron a verter lágrimas en su hermosa colina. Nuevamente la misión recayó en Bruno a quién, desde ese momento, le colgaron el título de panteonero oficial.

Parece que la muerte se atrae a sí misma, porque una peste que asoló la región, no pasó de largo por San Teobaldo. Primero sucumbieron los más viejos, luego los más pequeños, después jóvenes y adultos. Lo concreto es que las muertes aumentaron en forma explosiva, convirtiendo la colina en un sitio pródigo en ramilletes.

Bruno, herrero de profesión, desarrollaba con bastante éxito su trabajo, hasta que asumió, sin pedirlo, la ingrata responsabilidad de enterrador. Desde que su presencia se hizo habitual en el cementerio, excavando tumbas y fabricando ataúdes, el pueblo comenzó a darles la espalda a él y a su familia. Muy pronto lo acusaron de haber sido quien invitó a la muerte a radicarse en San Teobaldo. Injusto, si pensamos que se trataba de un quehacer que él no había elegido y por el que no recibía ni un peso.

Cuando lo veían venir, los vecinos cruzaban a la acera de enfrente. En la escuela, sus hijos eran arrinconados para evitar que la muerte de la que, según los demás niños, eran portadores, se diseminara. Incluso existieron rumores de que Bruno envenenaba el agua del pueblo, como bombero pirómano, para mantenerse activo. También le imputaron la propagación de la peste. Decir Bruno era decir muerte.

Luego que su mujer e hijos, hartos de discriminaciones, abandonaran San Teobaldo, el hombre se encerró en la herrería, prometiéndoles que pronto se les uniría. Pero él sabía que no lo haría, su obstinación lo ligaba en forma indisoluble al pueblo.

La herrería se mantenía gracias a esporádicos trabajos que llegaban desde otros lugares. Los paisanos preferían viajar a pueblos cercanos para herrar sus caballos o reparar las ruedas de sus carretas. Para mantenerse, se vio obligado a cobrar a quienes, a regañadientes, le solicitaban el entierro de algún familiar. El hecho que convirtiera la muerte en un negocio aumentó aún más su impopularidad, pero como nadie aceptó ejercer el oficio de sepulturero y menos aún sin remuneración, los habitantes terminaron aceptando sus condiciones. Fue entonces cuando pasó a ser el sepulturero oficial de San Teobaldo, y virtual dueño de la necrópolis local.

Con los años, la colina se fue llenando de lápidas y el bolsillo de Bruno de dinero, pero al costo de una soledad de desierto. Sin mucho que hacer entre entierro y entierro, y apoyado en sus conocimientos de herrería, comenzó a fabricar ataúdes reforzados con láminas metálicas, garantizando una mayor duración. Su fama trascendió de San Teobaldo, transformándose en el más exitoso empresario del rubro funerario de la región. Ahora pagaba a otros para que ejercieran el oficio, limitándose a dar instrucciones y a administrar.

Este éxito, logrado a caballo de la muerte, aumentó los resquemores y las envidias de los teobaldenses, que comenzaron a buscar servicios para morir en otros lugares En medio de murmuraciones, falsas hipótesis y situaciones inventadas, abandonaron definitivamente a Bruno.

Pese a todo, mantuvo su determinación de vivir en San Teobaldo. Como fundador, ¿por qué tendría que irse? Soberbio, como revancha dejó de comprar en el pueblo, viajando en su carroza Studebaker de tercera mano hasta los poblados más cercanos para abastecerse. Pero los años pasaban y la salud le ponía más dificultades para alejarse de su querido pero ingrato pueblo, acercándolo a la colina que trastocara su destino.

La enfermedad dejó en evidencia la parte trágica de su soledad. Necesitaba ayuda que, con humildad, buscó entre los vecinos. Pero ninguna de esas puertas, tanto tiempo cerradas para él, se abrió. Comprendió que la muerte, que había sido sinónimo de vida y bienestar, estaba por llegar y que debería enfrentarla sólo.

Regresó al cementerio, cavó con su pala y con mucho esfuerzo una tumba, a la que le puso una cruz de madera, sin fecha de expiración. Bajo la cruz se leía:

Bruno Rebeco 1916-

Por San Teobaldo

Muero Solo.

En su casa fabricó un cajón sin refuerzos metálicos para que pronto fuera tragado por la tierra. Instaló cuatro ruedas viejas bajo el ataúd, transformándolo en un carretón. En uno de los extremos atornilló un tiro de fierro y se sentó a esperar.

Cuando intuyó que el momento estaba cercano, metió en su peculiar féretro una fotografía en sepia de su familia, una bolsa con alimentos, unas botellas de agua y la pala. Ayudado por su viejo caballo la trasladó hasta las cercanías de la fosa de la colina, le sacó las ruedas y se acomodó en el interior.

A los pies del ataúd, escrito en un trozo de madera, se leía:

Teobaldense: si te ha atraído el olor de mi muerte, ten la gentileza de arrastrar este cajón hasta el interior de la fosa de Bruno Rebeco. Si dispones de tiempo, palea tierra sobre mí, como yo lo hice con tus antepasados. Si te sirven las ruedas, llévatelas.

Como signo evidente de que los tiempos habían cambiado en San Teobaldo, algunos vecinos que concurrieron a visitar a sus muertos encontraron el cajón abierto, con Bruno hediendo y sin sepultar. Quisieron cumplir con el último deseo solicitado en el letrero, ya borroso, pero pudieron hacerlo solo a medias. Habían desaparecido la pala, las ruedas del carretón y el tiro metálico.

2 comentarios en “EL PANTEONERO DE SAN TEOBALDO

  1. RAFAEL PIRLOTO

    TE LO DIGO SIN ANIMO DE DAÑARTE, PARA MI UN CUENTO ES DONDE LOS PERSONAJES DEJA HABLAR EL NARRADOR QUE ERES TU, DONDE EL DIALOGO LO ENRIQUECE, ESO PARA MI ES UN CUENTO. UN SALUDO CORDIAL.

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