Crónica de Fernando Lizama-Murphy

El 24 de mayo de 1941 el Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile agradecía al embajador de Alemania con la siguiente misiva:
Tengo la honra de acusar recibo de la nota de Vuestra Excelencia de fecha 23 del presente mes, por la cual ha tenido a bien poner en conocimiento de este ministerio que el gobierno del Reich alemán acordó ofrecer en donación al nuestro el velero PRIWALL, que se encuentra desde comienzos de la guerra en el puerto de Valparaíso. Ruego a Vuestra Excelencia expresar al gobierno del Reich los sinceros agradecimientos del gobierno de Chile por esta donación, que acepta con viva simpatía.
Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, muchas naves de bandera alemana quedaron atracadas en puertos sudamericanos, prácticamente imposibilitadas de moverse. La fragata Prinwall, uno de los más grandes veleros existentes en la época, llevaba dos años anclada en Valparaíso. Uruguay sugirió la idea de hacer un frente común para requisar dichas embarcaciones, pero la respuesta del Reich no se hizo esperar y varios de esos barcos fueron dinamitados o hundidos en los puertos.
Algunos dicen que por influencia de la colonia alemana residente, otros que por la belleza de la embarcación, el caso es que el gobierno de Hitler decidió donar a Chile la Fragata Prinwall, entrada en servicio en 1920. Era un velero de cuatro mástiles, con un desplazamiento de 6.700 toneladas; estaba dedicada, en el último tiempo, al traslado de granos.
Desde que en 1936 se había dado de baja la corbeta General Baquedano, Chile carecía de buque escuela, por lo que a la Armada el regalo le llegó en un momento muy oportuno. Antes de enviar a la hermosa nave a los astilleros californianos para que la reacondicionaran para buque escuela, fue rebautizada como Lautaro.
Como la estiba de la nave excedía el uso que se le daba como nave de preparación de guardiamarinas y grumetes, se decidió utilizar la capacidad ociosa para trasladar carga. Al mismo tiempo serviría de lastre.
Durante su quinto crucero de instrucción, en 1945, la nave trasladaba en sus bodegas salitre para ser desembarcado en el puerto mexicano de Manzanillo.
El 28 de febrero de ese año, cuando la fragata navegaba a la cuadra de El Callao, en la bodega de popa se detectó fuego. La tripulación intentó controlar las llamas, pero sólo disponían de unos pocos baldes de agua madre que habían embarcado en Tocopilla, único elemento disponible en la época para apagar un incendio de salitre. Este producto al quemarse genera más oxígeno, por lo que el fuego se retroalimenta, haciendo casi imposible extinguirlo con métodos convencionales. Además, por los gases desprendidos de la combustión, resulta muy difícil acercarse al origen de las llamas.
Dejemos que un testigo, el subteniente Hugo Alsina Calderón, nos hable, desde la Revista de Marina de enero del 2005, de lo dramático de los primeros momentos:
Comprendiendo la gravedad de la situación y lo innecesario que sería bajar a la bodega, activé la colocación de escalas y cabos para facilitar la evacuación de la gente que se encontraba en el interior de la bodega, salida que cada segundo se hizo más desesperada, debido a la violencia de las llamas y a los gases tóxicos desprendidos del salitre
Junto con el guardiamarina Jorge Skarmeta nos cupo la misión de rescatar tres hombres que asomaron de la inmensa hoguera en que se convirtió la bodega. A un cuarto hombre lo tuvimos en nuestras manos, pero debido a lo resbaloso de su cuerpo a causa de las graves quemaduras que tenía, no pudimos asirlo por ningún medio. Cayó al fondo de la bodega a pesar de nuestros inhumanos esfuerzos por salvarlo. Abajo se oían los más terribles gritos de dolor y desesperación y era tristemente doloroso para nosotros no tener ningún medio para auxiliarlos.
El incendio pronto alcanzó la cubierta y el humo impedía tanto respirar como ver bien. El comandante ordenó abandonar la nave. Las llamas impidieron acceder a todos los botes salvavidas, por lo que solamente cinco, que en conjunto tenían capacidad para ciento veinte hombres, se lanzaron al mar. La nave se sacudía anunciando una pronta explosión, la que, afortunadamente no llegó a ocurrir.
Los tripulantes comenzaron a saltar hacia el océano y a subirse en los botes, insuficientes para todos. Otros alcanzaron a ponerse los salvavidas de corcho.
Hasta las seis de la tarde ayudaba a los náufragos la agradable temperatura del agua, pero alguien sugirió que ese factor podía contribuir a la pronta aparición de tiburones. Su sola mención hizo cundir el pánico entre los más de treinta hombres que se mantenían a flote, sujetos de cualquier cosa que flotara o asidos a los bordes de los botes, que a esas alturas soportaban a más de ciento noventa individuos.
Las pequeñas embarcaciones, cargando el drama del desasosiego, comenzaron a girar en torno al casco de la Lautaro, que continuaba ardiendo. La costa estaba demasiado lejana como para llegar con los medios disponibles y el comandante mantenía la esperanza de que las llamas fuesen vistas desde otras embarcaciones. Se desconocía si los llamados de auxilio, enviados desde el barco antes de abandonarlo, habían sido escuchados.
Durante la noche, la temperatura descendió, se levantó viento y la mar se agitó, complicando aún más a los náufragos, que ya habían consumido toda el agua de emergencia contenida en los botes. Tampoco tenían comida ni medicamentos para curar a los heridos. Al amanecer pudieron ver que desde la nave sólo salía humo, por lo que supusieron que las llamas ya había consumido todo el salitre. Decidieron que un grupo abordara la Lautaro en busca de agua y comida. Pero las puertas de los refrigeradores estaban atoradas por la acción del fuego y la única agua que consiguieron fue la que se utilizaba en las calderas.
A las nueve y media de la mañana, un ruido desde el cielo les avisó que llegaba ayuda. Un avión Catalina de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos los sobrevoló, aunque no pudo amarizar. Sólo les tiró un bote salvavidas, de esos diseñados para cuatros personas, al que se subieron una quincena de náufragos, más un herido. Durante casi tres horas la aeronave intentó ayudar de otra forma a los sobrevivientes, pero no pudo. Antes de abandonar la zona envió un mensaje escrito dentro de una botella, anunciándoles que la ayuda llegaría a bordo de una nave que se encontraba a 110 millas.
El agua se había agotado tratando de calmar a los heridos y la sed apremiaba a los hombres expuestos a un sol inclemente. Nuevamente un grupo abordó a la Lautaro intentando conseguir algo con qué paliar la desesperación y la angustia que ya empezaba a afectar a parte de la tripulación, pero hacia las cinco de la tarde el fuego renació y obligó a abandonar el intento.
Cuando se acercaba la noche se levantó viento norte y el comandante dio orden de formar una fila, atando uno a otro los botes salvavidas. A las nueve comenzó a llover, lo que por lo menos les permitió aplacar la sed. Media hora más tarde, en el horizonte apareció una luz y la esperanza renació. Sin duda se trataba de la nave anunciada por el avión, que venía a su rescate. Pero entonces la intensidad de la lluvia aumentó y se perdió de vista el resplandor que los había llenado de ilusión. Resurgió la desesperación.
Angustiados, lanzaron al aire una de las tres bengalas que tenían a bordo, sin ninguna certeza de que hubiera sido vista por los eventuales rescatadores. Pasado un tiempo, que les pareció eterno, seguían sin tener señales de la misteriosa luz. Dispararon la segunda bengala. Muy pronto recibieron de vuelta señales de luces, que aquellos que tenían linternas, respondieron llenos de júbilo. La ayuda por fin llegaba, a bordo del barco de pasajeros Río Jachal, en cuya popa ondeaba la bandera argentina.
Los curiosos tripulantes se agolparon en la borda de la nave salvadora, gritando entusiasmados: ¡Viva Chile y viva Argentina! Muchos de los sobrevivientes no pudieron contener las lágrimas.
Para asombro de los pasajeros de la nave argentina, luego de que los heridos fueron llevados a la enfermería, los demás marineros, pese al estado calamitoso en el que se encontraban, se formaron ordenadamente en la cubierta para asistir a la lista.
Así se logró establecer que fueron veinte las víctimas fatales del incendio del Buque Escuela Lautaro. Los sobrevivientes, que en su mayoría mostraban heridas de quemaduras por el sol, estuvieron treinta y seis horas en el mar, esperando ayuda.
El capitán del Río Jachal decidió permanecer toda la noche cerca de los restos de la Lautaro, por si aparecía otro sobreviviente. Por la mañana arribó al lugar el transporte Ucayali, de la Armada peruana, al que se trasbordaron algunos marinos chilenos y que ató los restos de la malograda fragata para remolcarlos a El Callao. A ese mismo puerto se dirigió la nave argentina con los demás sobrevivientes, donde fueron desembarcados y acogidos por la Armada peruana, hasta el arribo del Araucano, que se encargó de traerlos de regreso a Valparaíso junto a los restos de los fallecidos en la tragedia. La fragata Lautaro no resistió el viaje y se hundió en El Callao el 8 de marzo de 1945.
El Río Jachal continuó su viaje hacia los Estados Unidos. Regresó a Valparaíso para una escala de unas horas a fines de marzo del mismo año. Mientras a bordo preparaban todo para el pronto zarpe, las autoridades de la nave recibieron una invitación para cenar en el Club Naval del puerto chileno.
Cansados, pensando que a primera hora de la mañana debían zarpar, asistieron no con el mejor ánimo. Los esperaba una recepción en la que estuvieron presentes todos los oficiales sobrevivientes de la Lautaro, que los recibieron con efusivas muestras de agradecimiento. Antes de pasar a la cena de gala en un salón adornado con banderas chilenas y argentinas, la banda interpretó los himnos de ambos países. La cena duró hasta tarde y concluyó con algunos discursos y presentes para los salvadores.
Lo más conmovedor fue un pequeño ramo de rosas, acompañado de una tarjeta que simplemente decía “Una madre agradecida”.
Como trágica coincidencia, sabemos que el Río Jachal se incendió en Nueva York en 1962. Reparado a medias, regresó a Buenos Aires, donde sufrió un nuevo incendio. Fue desguazado en 1970.
Los funerales de las víctimas del Buque Escuela Lautaro se efectuaron en Valparaíso el 17 de marzo del mismo año, en medio de grandes muestras de cariño por parte de los porteños.
Fernando Lizama-Murphy
Don Fernando gracias por sus publicaciones, podria colocar en el parte de «compartir su articulo» la manera de hacerlo mediante correo(mail), por favor.
Ya que me los envio a mi correo para poder leerlos mientras viajo o en tiempos de ocio, de nuevo muchas gracias
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Hecho, Marco. Gracias por tus palabras. Saludos
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Gracias por tan detallado y emotivo relato, mi abuelo fue uno de sobrevivientes de ese incendio.
Estaba buscando un relato para mostrárselo a mi hijo
gracias
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