EL MOTÍN DE LAS CONVICTAS

La his­to­ria de es­ta mu­jer es ex­traor­di­na­ria. Al­gu­na vez fue muy her­mo­sa. Em­bar­ca­da por un cri­men atroz, con­vi­vía a bor­do con el ca­pi­tán. Po­co an­tes de lle­gar a la la­ti­tud de Bue­nos Ai­res, cons­pi­ró con otras mu­je­res con­vic­tas pa­ra ase­si­nar a to­dos a bor­do, sal­vo unos po­cos ma­ri­ne­ros…

                                                                                                                Charles Darwin

Partiremos diciendo que el título de esta crónica es, en parte, mentira. El motín existió y las convictas también, pero diversas investigaciones han demostrado que los dichos del célebre Darwin no ocurrieron como a él se los narraron. Pese a toda su sabiduría, en este caso se hizo eco de chismes de cantina para describir a Mary Clarke, la principal protagonista de este curioso episodio que se inicia cuando expiraba el siglo XVIII. La historia es distinta, aunque con un fondo de verdad.

En febrero de 1797, 66 mujeres son embarcadas en Falmouth, puerto inglés, a bordo de la fragata Lady Shore. Todas son convictas por haber cometido distintas fechorías tales como robos, mendicidad, prostitución, asesinato, cuyas condenas fluctúan entre siete años y prisión perpetua. Con las cárceles británicas atiborradas, con los Estados Unidos de Norteamérica, que desde que se declararon independientes dejaron de recibir condenados, el triste destino que esperaba a estas damas era la colonia penitenciaria de Botany Bay en Australia.  

Cabe hacer notar que la justicia inglesa, alguna vez muy cuestionada por sus fallos considerados “blandos” por la aristocracia, endureció la mano a tal punto que delitos muy pequeños, como el de una mujer acusada de no devolver una manta que le prestaron, recibían castigos de siete años de prisión. Existe una lista con los nombres de las mujeres y los delitos cometidos, por eso podemos saber que 55 de ellas estaban condenadas a siete años, una a catorce y las diez restantes a cadena perpetua. ¿Por qué? Se puede leer sobre una mujer castigada por robar un pañuelo de seda, otra por robar queso y así, algunos delitos que hoy no merecerían ni la concurrencia a un tribunal. Con los hombres eran más rigurosos aún. Thomas Eccles de 43 años, por robar tocino y pan, fue condenado a muerte.

Mary Clarke, la mujer a la que se refiere Darwin al comienzo de esta crónica, que se convirtió en la más célebre de las protagonistas de este episodio, nació entre 1774 y 1778 y trabajaba en Londres como costurera. Para confeccionar una prenda de vestir hurtó un trozo de tela en una tienda lo que le significó la condena mínima, es decir, un septenio.

Lo otro que se debe destacar es que la colonia penitenciaria de la isla continente, inaugurada en 1787 por Lord Sidney con un “cargamento” de 750 reclusos, recibió a lo largo de sus ochenta años de funcionamiento a más de 160.000 condenados. En la práctica, Australia está edificada sobre las espaldas de presos y sus carceleros.

Lo concreto es que el Lady Shore gobernado por el capitán Wilcock que dirigía a 25 marineros, además de a las reclusas (al parecer algunas viajaban con sus maridos aunque otras versiones aseguran que la legislación inglesa se los prohibía, pudiendo llevar, eso sí, a sus hijos menores), transportaba a dos condenados de sexo masculino y 75 soldados del regimiento de Nueva Gales del Sur. En total, eran alrededor de 170 personas las que abordaron la nave.

El otro hecho que llama la atención es que las primeras mujeres fueron embarcadas en febrero de 1797, los soldados en marzo de ese año y la nave solo zarpó de Falmouth el ¡7 de junio! Es decir, durante tres meses soldados y reclusas convivieron a bordo de una nave cuyas características la hacían muy poco apta para la intimidad, por lo que muy pronto la promiscuidad se hizo presente. Nada extraño teniendo en cuenta que muchas de ellas eran mujeres de vida licenciosa, además que estar al alero de un hombre les significaba protección.

Otro ingrediente de esta historia lo proporciona el hecho de que la mayor parte de las tropas del regimiento embarcado eran extranjeros enrolados a la fuerza en el ejército inglés, lo que hacía que casi nadie se sintiese a gusto en este viaje. Salvo la oficialidad, que eran todos británicos y que incluso algunos de ellos viajaban junto a sus familias para establecerse en Australia, la variopinta tropa estaba compuesta por franceses, irlandeses, escoceses, estadounidenses y un portorriqueño, el único hispano parlante, muchos de ellos prisioneros de guerras pretéritas a los que se les prometía la libertad una vez concluida la misión en la isla continente. Entre convivir con otros reclusos en cárceles insalubres, preferían esta esperanza aunque con muchas probabilidades su vida terminaría en algún combate en tierras ignotas.

La vida que esperaba a estas reclusas en Australia era ingrata. Sometidas a trabajos forzados y a los arbitrios de sus carceleros, nada podían esperar del futuro salvo intentar sobrevivir el tiempo que durase su condena, por eso muchas encontraron en los brazos de estos soldados, en el fondo presos igual que ellas, una esperanza de un porvenir algo mejor. Se sabe de muy pocos presidiarios que, una vez pagada la condena, regresaron a Inglaterra. La mayoría moría en cautiverio o se establecían en Australia, formando familia en condiciones miserables pero muchos, con tesón y esfuerzo, salieron adelante.

La nave zarpó en pleno verano del hemisferio norte y salvo algunas tormentas tropicales, nada extraordinario sucedió a bordo, excepto que se incubaba la rebelión a raíz del afán del capitán por mantener la disciplina a punta de latigazos. Si todo lo que ocurría ya era complejo, este comportamiento terminó de exaltar los ánimos.

Los tripulantes desde un comienzo pudieron darse cuenta de las diferencias de opinión, sobre todo respecto a la vida promiscua de a bordo, entre el capitán de la nave y el comandante del regimiento, que exigía a sus hombres disciplina y castidad, muy difícil de mantener en ese ambiente.

Aquí es donde nuestro conocido Charles Darwin se colgó de comentarios, no todos veraces, que seguramente le entregaron en Buenos Aires para escribir lo que encabeza esta crónica. Pero las investigaciones posteriores dicen otra cosa.

El motín estalló la noche del 31 de julio de 1797 encabezado por los franceses que, a nombre de la Revolución de su país, que entusiasmaba a muchos habitantes del viejo continente despertando también inquietudes en las posesiones americanas de España, asesinaron al capitán Wilcock y al primer oficial que antes logró poner fin a la vida de uno de los cabecillas, todo mientras gran parte de la tripulación dormía. En tales condiciones poco les costó a los insurrectos hacerse del control de la nave. Ningún testimonio entregado por los navegantes a los tribunales rioplatenses involucra a las damas en el motín. Si fue verdad que ellas no tuvieron participación o si los relatos de los marineros lo silenciaron por caballerosidad, nunca se sabrá.

Algunos días después los rebeldes abandonaron a aquellos que no quisieron unirse a la revuelta, incluyendo a los oficiales ingleses y sus familias, en un bote cerca de la costa de Brasil. Con el tiempo se sabría que estas veintiséis personas arribaron cuatro días más tarde, sin novedad, a la costa carioca.

Los amotinados enfilaron rumbo a Montevideo, donde se presentaron como corsarios que habían capturado la nave a nombre de Francia. De igual modo                   fueron recibidos con mucha cautela por las autoridades españolas, que luego de interrogarlos y preguntarles, entre otras cosas, por su estado civil, donde varios aseguraron estar casados con las damas que navegaban junto a ellos, fueron trasladados a Buenos Aires.

A la mayoría de los hombres los sometieron a intensos interrogatorios antes de ser puestos en libertad, en cambio las mujeres fueron recluidas en una casona denominada “La Residencia”, convertida en cárcel, aunque otrora fuese la “Casa de Ejercicios Espirituales”. Para las autoridades resultaba oneroso mantenerlas, por lo que comenzaron a ofrecerlas para que ejercieran como sirvientas en casas de bonaerenses acomodados a cambio de la mantención y de que les inculcaran los principios de la verdadera fe.

Teniendo en cuenta que Buenos Aires era entonces una ciudad pequeña, de apenas cuarenta mil habitantes, no fue fácil encontrar acomodo para tantas mujeres. Eso considerando además que muchas dueñas de casa se resistían a tenerlas bajo su techo a raíz del oscuro pasado de las convictas y de sus costumbres libertinas a los ojos de las recatadas damas bonaerenses.

Tampoco se debe perder de vista que a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, por razones políticas, en las colonias españolas eran vistos con recelo los ingleses y en general todos los extranjeros, por lo que esta sorpresiva invasión de mujeres sajonas causó una verdadera revolución en la mojigata mentalidad de los porteños.

No se sabe cuántas de las que se dedicaron al servicio doméstico pronto se emanciparon para casarse con lugareños o con marinos ingleses que, desembarcados, desarrollaban otras labores. Muchas se vieron obligadas a ejercer la prostitución para sobrevivir.

En el libro “La mala vida en Buenos Aires” de Eusebio Godoy (1883-1954), libro publicado originalmente en 1908, el autor intenta hacer un seguimiento de la vida de algunas de ellas, concluyendo, en primer lugar, que a la mayoría se les perdió el rastro, pero otras aparecieron en distintos episodios ocurridos en la capital argentina, como es el caso de Mary Bailey, rebautizada María Ley González.

En 1804, es decir cinco años después del arribo, esta mujer, que residía en una modesta habitación del barrio de Montserrat junto a una irlandesa de más de sesenta años, compañera de viaje y de condena, ambas en alianza con Samuel Hondubro también ex tripulante del Lady Shore, se dedicaban al lucrativo negocio de embaucar a marineros para llevarlos a comer a su casa y luego de seducirlos y embriagarlos, robarles su dinero.

Ocurrió que Samuel captó dos clientes para María Ley y los llevó a la habitación donde, después de unas horas, llegaron otras pasajeras de la fragata de las convictas que vivían en los alrededores y todo terminó en una trifulca que le costó la vida a Samuel, que murió apuñalado. Los marineros involucrados fueron apresados, aunque posteriormente uno de ellos se dio a la fuga.

Lo más rescatable de este episodio es observar la forma en que se ganaban la vida las inglesas. Al parecer, no todas se dedicaban a la profesión de la señora Warren. Las cuatro vecinas, todas de la Lady Shore, que aparecieron el día del crimen en casa de Ley, testificaron en el tribunal y una dijo dedicarse al tejido de medias y otra a hospedar extranjeros.

Durante el censo de 1804 se dejó constancia que el doctor irlandés O´Gorman, que junto a otro médico atendió a las mujeres de la nave amotinada cuando arribaron a Argentina, ocultaba en su casa a tres inglesas. ¿Por qué las escondía? Tal vez alguna legislación hacía ilegítimo tenerlas en su hogar, pero se desconoce la razón última.

Se sabe también que para la fallida invasión inglesa a Buenos Aires, iniciada el 26 de junio de 1806 en la que los británicos fueron derrotados, algunas de las reclusas de la Lady Shore actuaron como enfermeras, ayudando a curar a sus compatriotas heridos y llevando provisiones a los prisioneros. También se cuenta de una que buscaba entre los muertos y heridos a su marido, un español que había luchado en las milicias para rechazar a los atacantes.

Alexander MacKinnon, comerciante inglés que además oficiaba como cónsul en Buenos Aires, escribe a un amigo relatándole que los capitanes de naves inglesas que atracaban en ese puerto, con frecuencia organizaban fiestas a bordo a las que invitaban a las damas de la fragata amotinada y que incluso las saludaban con salvas de cañonazos, como si fuesen autoridades de alto rango.

Por muchos años las británicas llamaron la atención en la ciudad argentina y se sabe que en el censo de 1827, es decir casi treinta años después de su arribo, aún figuraban cuatro de ellas.

Pero sin duda la mujer que sobresalió del grupo de las convictas fue Mary Clarke que cayó presa por robar un corte de tela y recibió la condena mínima: siete años en Australia. 

Desembarcada e interrogada en Montevideo se declara mujer del tripulante suizo Conrad Lochar, señalado por otros testigos como uno de los cabecillas del motín. Este señor nunca fue condenado y desaparece de la escena después de recibir su parte por la liquidación del Lady Shore, rematado por las autoridades.  Mary Clarke, a la que a su ingreso en América inscriben como María Clara, es trasladada a Buenos Aires donde corre la misma suerte que sus compañeras y la internan en “La Residencia”. De ahí es rescatada como criada por don Felipe o Santiago Illescas y luego se le pierde el rastro por un tiempo hasta que, en 1807, aparece casada y reciente viuda de un zapatero español de nombre Rosendo del Campo, que fallece ese año, a la edad de 47 años, legándole tres esclavos y la zapatería. Se estima que este matrimonio se realizó hacia 1800.

Luego nuestra dama enferma de gravedad al punto de redactar su testamento, pero sobrevive y renta una casona a doña Juana Francisca del Pietro, ubicada en las actuales Avenida 25 de Mayo entre Mitre y Juan Domingo Perón, que dedica al negocio del hospedaje. Se desconoce si era su nombre real, pero el local era conocido como “La Fonda de Doña Clara, la Inglesa”, negocio que le significó incrementar notablemente la herencia recibida de su marido español. Junto a la “Fonda de los Tres Reyes”, de propiedad de un italiano, eran los dos únicos alojamientos “decentes” para viajeros que por esa época arribaban a Buenos Aires.

Alrededor de 1810 se casa por segunda vez con el marino y aventurero estadounidense Thomas Taylor, corsario, que además se dedicaba al contrabando y a otras actividades poco claras aunque también tuvo una notable participación en la lucha por la independencia argentina. Al decir de algunos amigos de la mujer, Taylor se casó con el dinero de Clara. En 1811 adoptan a Francisca Clara Taylor, en ese momento de tres años, hija de una de las convictas del Lady Shore y de un marino que desapareció después de dejar embarazada a la mujer, que continuó ganándose la vida haciendo lo que mejor sabía hacer: vender su cuerpo. Clara nunca fue madre y ésta es la única descendencia que se le conoce, aunque años después la desheredó al descubrir que intentaba arrebatarle, mediante ardides legales, su fortuna.

En alguna declaración de bienes que hizo Clara quedó en evidencia que era dueña de un importante patrimonio que según los historiadores que investigaron su vida, era imposible reunir dando hospedaje a extranjeros en su casona. Además subarrendaba una habitación a los ingleses reunidos en la “British Commercial Room”, antecesora de la Cámara de Comercio Británica. Los investigadores suponen que, aprovechando la experiencia de su marido y los contactos de sus arrendatarios, también se dedicó tanto al contrabando como a hacer de proxeneta para conseguir elegantes damas de compañía a sus empingorotados huéspedes.

Lo concreto es que tenía parte de su fortuna en Buenos Aires y depósitos en bancos londinenses que le reportaban intereses y rentas nada despreciables.

Para 1822 era una mujer rica y ese año la propietaria del edificio en que funcionaba la fonda, decidió ponerlo en venta. El dinero que tenía Clara bien le hubiese permitido adquirirlo, pero no lo hizo. Quizás porque en octubre de ese año falleció Thomas Taylor no tuvo el ánimo de continuar sola a cargo de la hospedería y decidió cerrarla, para vivir de sus rentas.

Antes de que esto ocurriese, arribó a Buenos Aires un inglés, Thomas George Love, que consiguió trabajo como secretario de la “British Commercial Room” y que se alojaba en la pensión de Clara y Taylor, de quienes se hizo gran amigo. Una vez viuda, continuó durante ocho años junto a Love. Lo más probable es que hayan sido solo amigos, aunque algunos historiadores piensan que ella fue la que lo mantuvo durante ese tiempo. Estando juntos al parecer él publicó, en 1825, el libro “Cinco años en Buenos Aires por un Inglés” y un año después fundó el periódico “The British Packet and Argentine News”, que fue clausurado por los rebeldes durante la Guerra Civil de 1829, hasta que asumió Rozas el poder. Decimos que el libro fue “al parecer” escrito por Love, porque en las ediciones disponibles el autor aparece como “anónimo”.

Una vez desaparecida la fonda, ambos residieron primero un par de años en casa de una familia amiga, los Saavedra, cuyo jefe de hogar era don Cornelio Saavedra y Rodríguez quien en 1810 fuera Presidente de la Primera Junta de las Provincias Unidas del Río de la Plata, para luego rentar una vivienda en la misma calle 25 de Mayo mientras a Clara le construían su propia residencia ubicada en el sector El Retiro, cerca de la iglesia de Santa Catalina, siempre por 25 de Mayo.

Los últimos años de vida de Mary Clarke o doña Clara no fueron para nada aburridos o monótonos. Por una parte la invadió un fuerte misticismo que volcó en la iglesia católica quizás por su amistad con el presbítero José Antonio Picazzarri, aunque algunos aseguran que siempre se mantuvo fiel a la Iglesia Anglicana, en una muestra evidente de sus frecuentes contradicciones.

Su celebridad aumentó a raíz de las fastuosas fiestas con las que agasajaba a sus amigos para el 12 de agosto, día de Santa Clara, onomástico que adoptó como propio. Para entonces sus contertulios ya no eran los marineros borrachos ni las rameras del puerto. Ahora se codeaba con la rancia aristocracia bonaerense, a la que se agregaban los más conspicuos representantes de la colonia inglesa residente, colonia que tuvo un notable incremento durante las primeras décadas del siglo XIX.

Fue en 1932 cuando recibió a su coterráneo Charles Darwin quien la visitó acompañada por Fitz Roy, el capitán del Beagle. Fue ahí donde el inglés, mal informado, emitió unos calificativos muy poco galantes respecto a su compatriota que a la sazón contaba entre 54 y 58 años:

“Jun­to con el ca­pi­tán Fitz­roy vi­si­ta­mos a do­ña Cla­ra o Mrs. Clar­ke. La his­to­ria de es­ta mu­jer es ex­traor­di­na­ria. Al­gu­na vez fue muy her­mo­sa. Em­bar­ca­da por un cri­men atroz, con­vi­vía a bor­do con el ca­pi­tán. Po­co an­tes de lle­gar a la la­ti­tud de Bue­nos Ai­res, cons­pi­ró con otras mu­je­res con­vic­tas pa­ra ase­si­nar a to­dos a bor­do, sal­vo unos po­cos ma­ri­ne­ros. Ma­tó al ca­pi­tán con sus pro­pias ma­nos y con la ayu­da de al­gu­nos ma­ri­ne­ros con­du­jo el bar­co has­ta Bue­nos Ai­res. Aquí se ca­só con una per­so­na de gran for­tu­na a quien he­re­dó. Tan ex­traor­di­na­ria fue su la­bor co­mo en­fer­me­ra de nues­tros sol­da­dos, des­pués de nues­tra de­sas­tro­sa ten­ta­ti­va pa­ra ocu­par es­ta ciu­dad, que to­do el mun­do pa­re­ce ha­ber ol­vi­da­do sus fe­cho­rías. Hoy es una mu­jer vie­ja y de­cré­pi­ta, con un ros­tro mas­cu­li­no y evi­den­te­men­te to­da­vía con una dis­po­si­ción fe­roz…

Como dijimos, expresiones desafortunadas y poco informadas para un flemático caballero británico de la época, sobre todo que no tenían mucho que ver con lo que en realidad ocurrió.

Debemos destacar que durante su vida Mary Clarke o doña Clara fue una mujer generosa, siempre dispuesta a ayudar a los necesitados en un país y en una ciudad en la que la pobreza era enorme.

En los últimos años de su vida la onda mística que la había invadido se incrementó, se hizo fiel amiga de sus vecinas, las monjas de Santa Catalina. También frecuentaban su residencia clérigos y personas importantes del ambiente cultural rioplatense que disfrutaban de su hospitalidad, obviando el pasado oscuro de la anfitriona.

Después de una larga enfermedad, falleció en julio de 1844 rodeada de monjas, sacerdotes y amigas, la mayoría mujeres de la aristocracia local. En su testamento ordenó perdonar a sus deudores y repartir parte de su fortuna entre sus sirvientes y los pobres del barrio, además de aportar para las iglesias y otras instituciones benéficas.

Su amigo Love publicó en el The British Packet and Argentine News, la siguiente despedida:

Mrs. Mary Clark (do­ña Cla­ra) cu­yo de­ce­so in­for­ma­mos la se­ma­na pa­sa­da, era na­ti­va de Lon­dres. Las hon­ras fú­ne­bres por el des­can­so de su al­ma se ce­le­bra­ron en la Ca­te­dral el sá­ba­do pa­sa­do, y las in­vi­ta­cio­nes pa­ra la ce­re­mo­nia fue­ron cur­sa­das en nom­bre de sus al­ba­ceas, do­ña Ma­ría Jo­se­fa Ez­cu­rra y el re­ve­ren­do Fe­li­pe de Elor­ton­do y Pa­la­cio. La con­cu­rren­cia fue nu­me­ro­sa, en es­pe­cial de miem­bros del cle­ro…

Tal como informa Love, sus restos fueron velados en la Catedral (algunas versiones hablan de que, a pedido de ella, parte del ritual funerario se habría realizado según el ceremonial anglicano) y depositados, el 3 de agosto, en el cementerio La Recoleta.

Buenos Aires se volcó a las calles para despedirla al paso de los dos coches mortuorios que, cargados de coronas, trasportaban el cuerpo de esta mujer arribada 46 años antes en las condiciones más precarias imaginables y que a lo largo de su vida supo construir un pasar digno.

De las demás convictas de la Lady Shore, el tiempo se encargó de borrar su huella.

Para saber más:

Godoy, Eusebio – La mala vida en Buenos Aires – Ediciones Biblioteca Nacional – Año 2011.

Gerding C. Eduardo: El Sargento Mayor de marina Thomas Taylor y la señora Mary Clarke. Boletín del Centro Naval Argentino N° 812.- Septiembre –diciembre 2005

Consultado Diciembre 2021

Hanon Maxine – Doña Clara, inglesa brava. – Sitio Buenos Aires Historia.

Consultado Diciembre 2021

Méndez Avellaneda, Juan María – El Motín de la Lady Shore. Revista “Todo es Historia” N° 265 – julio 1989 – Reproducido en el sitio Historia y Arqueología Marítima. – https://www.histarmar.com.ar/InfHistorica/LadyShore-1.htm

LA TRAGEDIA ÉTNICA DE RAPA NUI Y LA POLINESIA

LA TRAGEDIA ÉTNICA DE RAPA NUI Y LA POLINESIA

«Tepito-te-henúa, ombligo del mar grande,
taller del mar, extinguida diadema.
De tu lava escorial subió la frente
del hombre más arriba del Océano,
los ojos agrietados de la piedra
midieron el ciclónico universo,
y fue central la mano que elevaba
la pura magnitud de tus estatuas…»

Fragmento del poema Rapa Nui, de Pablo Neruda

Según se reconoce oficialmente, la isla de Pascua —Rapa Nui para los isleños— nació al mundo occidental el 6 de abril de 1722, día de la pascua de resurrección. De ahí su nombre. Ese día, el almirante holandés Jakob Roggeveen descendió a tierra con ciento cincuenta hombres para encontrarse con un grupo de aborígenes casi desnudos, a los que de inmediato consideraron seres inferiores. Incluso se dice que a uno de los tripulantes se le escapó un tiro de mosquete que hirió de muerte a un isleño. Si fue intencional e intimidatorio es algo que no sabemos.

Pero no existe unanimidad respecto a este hallazgo. La Sociedad Geográfica de Madrid, en su Boletín del Año VIII, emitido en septiembre de 1883, aseguraba que la isla fue descubierta por el marino español Juan Fernández hacia 1570, durante una expedición que abarcó gran parte del Pacífico Sur.

En el mismo Boletín se cita que en 1686 la isla habría sido visitada por el inglés Davis, pero Lionel Waffer, cirujano en la nave de Davis, publicó una relación del viaje en la que las características topográficas de la isla descubierta en esa ocasión, diferían mucho de las de Rapa Nui, dejando dudas que nunca se han aclarado sobre esta visita.

Por eso prevaleció como autor del descubrimiento Jakob Roggeveen, quien, con una flota de tres naves y 260 tripulantes, zarpó desde Texel, Holanda, el 1 de agosto de 1721, para regresar al mismo puerto el 11 de junio de 1723, después de ser el decimosexto marino en dar la vuelta al mundo. El descubrimiento de la isla de Pascua es considerado el hallazgo más importante de su travesía.

Los investigadores estiman que Rapa Nui fue poblada mil años antes por polinésicos provenientes desde otras islas de la cuenca del Pacífico Sur, especialmente Tahiti, que a su vez fueron habitadas dos milenios antes por migrantes del Sudeste asiático.

Por su aislamiento, en la isla se desarrolló una cultura, un idioma y un sistema de vida muy particular, con una forma de liderazgo impuesto a la fuerza que significó constantes guerras civiles para romper la hegemonía de aquellos que se adueñaban del poder.

Por otra parte, lo limitado del territorio llevó a una sobreexplotación de recursos alimenticios y forestales, que terminó en nuevas guerras para obtener el dominio sobre esos bienes. Pese a estos conflictos, la población aumentaba; se calcula que en su máximo apogeo la isla llegó a tener entre ocho y diez mil habitantes. Si se piensa que su superficie total es de 173 km2, que en ella hay volcanes, lagunas y zonas rocosas, es fácil deducir que la densidad de población era bastante alta y la tierra disponible para agricultura, escasa.

La tala indiscriminada de árboles y arbustos, vegetación con la que literalmente arrasaron los isleños, los condenó al ostracismo. Sin madera no pudieron construir naves que les permitieran la pesca mar adentro ni emigrar hacia otras latitudes en busca de los elementos necesarios para su subsistencia. Sin proponérselo, construyeron su propia cárcel.

Se estima que cuando los occidentales arribaron a sus costas, la población fluctuaba entre las tres mil y cinco mil almas, según apreciaciones de distintos navegantes. Porque una vez que fue incluida en las cartas de navegación, muchas expediciones atracaron en la isla, entre ellas la de Cook en 1774 o la de La Pérouse en 1786 y en general fueron bien recibidas.

Eso hasta que en 1804 los tripulantes del barco estadounidense Nancy, raptaron a doce hombres y diez mujeres, matando además a muchos que opusieron resistencia. El relato histórico nos cuenta que, después de cuatro días de navegación, los marineros les quitaron las cadenas a los pascuenses y estos, desesperados por volver a su tierra, se arrojaron al mar sin calcular la distancia que a esas alturas les separaba de la isla. Otra versión dice que sólo los hombres huyeron y que las mujeres fueron retenidas, para luego ser vendidas como esclavas. Este es el primer caso conocido de rapto de nativos de Rapa Nui.

A partir de este hecho, los aborígenes fueron poco hospitalarios con los navegantes que se acercaban a sus costas. Los repelían a pedradas o con lanzas de madera, las armas que utilizaban.

Trasladándonos al continente, sabemos que la esclavitud en Perú fue abolida, en parte, en 1821 por José de San Martín, que decretó la libertad de vientre. Es decir, todo hijo de esclavo nacido en Perú era libre. Pero decimos que esto fue así en parte, porque esta ley no contempló la importación de cautivos nacidos en otros países bajo esa condición, por lo que la esclavitud continuó existiendo. Para los terratenientes, dueños de minas y guaneras, el vasallo forzado y comprado era sinónimo de mano de obra barata a la que se negaban a renunciar.

La esclavitud sólo se declaró completamente abolida en Perú el 3 de diciembre de 1854, durante el gobierno de Ramón Castilla. A partir de entonces comenzó la «importación» de chinos culís para paliar el déficit de mano de obra que produjo esta nueva normativa.

La denominación de «culí» (palabra que, según la versión más extendida, proviene del inglés coolie, quienes la toman de la expresión hindi kuli, que significaría algo así como «persona que desarrolla una labor por poca paga») es porque se suponía que estos trabajadores de oriente venían bajo contrato y que sus derechos serían respetados, pero en la práctica eso no ocurrió. En las estancias, en las minas y en la extracción del guano, lejos de los controles estatales, recibieron un trato indigno y se les maltrató tal como antes se hacía con los esclavos.

Para mala suerte de los polinésicos, los viajes a china resultaban onerosos y tardaban más de medio año (o más según las condiciones climáticas), sumadas al tiempo que se tardaba en reclutar a los trabajadores. Entonces alguien descubrió una fuente más económica y cercana para abastecer de obreros a la economía peruana y los barcos cambiaron su destino a la más próxima Polinesia.

Existen registros de más de treinta naves que, entre 1859 y 1862, se dedicaron a este turbio negocio, la mayoría de bandera peruana, aunque también se consignan cuatro chilenas y una española. Según los datos recopilados por Fran Nagaro, estudioso de la historia del Perú antiguo, fueron secuestrados más de 3.600 polinesios, de los que alrededor de 1.400 provenían de Rapa Nui. Otras islas de los múltiples archipiélagos, tanto de la Polinesia como de la Micronesia, aportaron cerca de 2.250 esclavos.

Según estimaciones de la época, en el caso de la isla de Pascua la cifra representó cerca del 50% de los nativos. En las otras, el porcentaje fue algo inferior, pero de cualquier manera causaron un daño demográfico gigantesco en toda la cuenca insular del Pacífico Sur. Muchos estudiosos del tema lo consideran un genocidio.

En la Polinesia hubo islas como Ata, en la que la totalidad de la población fue secuestrada por el Grecian, un barco ballenero proveniente de Australia. Gran parte de los esclavos capturados fueron vendidos a la nave peruana General Prim, comandada por Olano. Hasta nuestros días, Ata permanece deshabitada.

Cabe hacer notar que en el llamado triángulo polinésico (cuyos vértices son Hawaii, Nueva Zelanda e isla de Pascua) se estima que existen entre veinte mil y treinta mil islas, de distintos tamaños y de diversas formaciones geológicas como atolones, islas de origen volcánico o arrecifes coralinos. Muchas están desde siempre deshabitadas y otras han sido abandonadas por diversos motivos.

Sin duda, fue el dinero la motivación para que personas de la estatura de Miguel Grau capitanearan barcos dedicados a este negocio. El Apurinac figuraba al mando de Grau. En los registros navales peruanos no existe otro marino con este apellido salvo el héroe nacional, lo que permite suponer que también don Miguel se dedicó a este lucrativo mercado en algún momento de su vida.

Fernando Grau, un descendiente del marino, asegura que su antepasado, si bien viajó a esos parajes en esa época, no participó en el transporte de «canacas» (nombre que se daba a los primitivos habitantes de la Polinesia).

El sistema más usual que emplearon los esclavistas para capturar sus presas humanas consistía en desparramar por la playa abalorios que llamaban mucho la atención de los aborígenes, tanto que se agolpaban para recogerlos. Cuando lograban reunir una cantidad interesante de posibles víctimas, los tripulantes comenzaban a disparar al aire e incluso sobre alguno de los incautos, causando pánico. Los que no lograban huir eran capturados y llevados a bordo de las naves. Mediante este procedimiento, que seguramente repitieron con variantes porque es difícil de creer que los nativos fuesen engañados tantas veces con el mismo truco, diezmaron a la población polinésica en general y pascuense en particular.

Como si solamente el rapto no fuese en sí una gran tragedia, en Rapa Nui además capturaron a toda la clase dirigente y a los maori, los sabios que eran los únicos que podían interpretar las tablillas parlantes en las que está escrita la historia de la isla. Con la desaparición de estos personajes nunca han podido ser descifradas.

Sebastián Englert, misionero capuchino alemán fallecido en 1969, que además era lingüista y etnólogo, durante treinta y cinco años misionó en Rapa Nui. En su libro La Tierra de Hotu Matu´a: historia y etnología de la Isla de Pascua, describió así la catástrofe:

«No es exageración si decimos que la cultura de Hotu Matu´a recibió un golpe fatal y final, pues entre los que fueron llevados como esclavos a las islas guaneras y sucumbieron allí, se encontraba el Ariki henua [jefe supremo], Kai Mako´i y su hijo Maurata, además de muchos hombres sabios llamados «maorí», instruidos en el arte de leer y escribir las tablillas kohau rongorongo. Con ellos desaparecieron los últimos restos de la antigua religión y cultura».

Para agravar aún más el drama, la inmensa mayoría de los habitantes de esas regiones casi inexploradas carecían de inmunidad frente a enfermedades existentes en el continente americano, como la viruela y la tuberculosis. Algunos hablan también de la lepra, aunque es probable que ese contagio fuera transmitido entre los propios polinésicos. La mortandad por estas dolencias fue enorme en los forzados migrantes.

Sólo la intervención del Gobierno de Francia que conminó, a través del gobernador de Tahiti, al de Perú a poner fin a este expolio humano, permitió terminar con esta situación. Paralelamente, el obispo de la Polinesia solicitó a los peruanos la repatriación de los raptados.

Perú, deseoso de poner fin a este vergonzoso episodio, compró los derechos a muchos de aquellos que adquirieron a estas personas y procedieron a ordenar el regreso de 1.216 polinesios a sus sitios de procedencia.

Pero esto desencadenó nuevas tragedias. Según informa Rudolfo A. Philippi en su libro Isla de Pascua y sus habitantes, se calculan en cien los isleños devueltos a Rapa Nui, de los cuales cincuenta y cinco murieron durante el viaje. Los que sobrevivieron lo hicieron portando las plagas que habían causado la mortandad en Perú, acarreando nuevas desgracias y más muerte a la isla.

Philippi cita en su obra a un oficial, de iniciales R.S., de la nave inglesa Topaze, que escribió un extenso artículo sobre su viaje en el periódico de su país Macmillan´s Magazine, de marzo de 1870, donde afirma, entre otras cosas, que sólo tres de los repatriados lograron permanecer con vida.

La misión del Topaze, que debió tardar algún tiempo, fue llevar a Inglaterra algunos moais, los gigantescos monumentos de piedra volcánica característicos de la isla, por encargo del Museo de Londres.

El drama humano que produjo en Pascua el éxodo forzado de polinésicos fue de una letalidad tal que, cuando llegaron los sacerdotes del Sagrado Corazón a misionar, la epidemia tenía a muchos isleños al borde de la muerte. Concluida la peste, los misioneros contabilizaron sólo algo más de un centenar de habitantes en toda la isla.

Pero no solo los pascuenses sufrieron, porque la orden de repatriar fue para todas las islas de la Polinesia, con resultados similares. Para mayor desgracia de estos infelices, inescrupulosos capitanes de algunos de los barcos contratados para esta misión no se tomaron la molestia de dejar a todos los retornados en sus respectivas islas.

Se sabe de 426 personas, habitantes de las islas Kiribati, Tonga y Tuvalú que fueron abandonadas a su suerte en la isla Cocos, frente a Costa Rica. Sólo treinta y ocho sobrevivieron, y fueron rescatados un año después por el vapor de guerra peruano Tumbes y trasladados a Paita, donde terminaron integrándose en la población local.

¿Cómo supo el capitán del Tumbes de este abandono? ¿Lo enviaron desde el Gobierno porque algún marinero arrepentido confesó lo ocurrido a su regreso al Perú? Preguntas de difícil respuesta.

Para entonces, la tragedia humanitaria estaba consumada. Toda la Polinesia debió reconstruirse socialmente a partir de los supervivientes, y las potencias coloniales comenzaron a tender sus tentáculos sobre esos territorios, poco antes vírgenes. Otros países, los más cercanos a las islas, como fue el caso de Chile, formaron parte de este reparto y, hasta hoy, mantienen conflictos sin resolver con los isleños.

Para saber más:

—Englert, Sebastián (2004). La tierra de Hotu Matu´a: historia y etnología de la Isla de Pascua y diccionario del antiguo idioma de Isla de Pascua. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.

—Nagaro, Fran (2010). «Artículos cortos sobre Perú antiguo». Perú Antiguo (blog).

—Philippi, Rodulfo A. (1873). Isla de Pascua y sus habitantes. Santiago de Chile: Imprenta Nacional.

—Beltrán y Róspide, Ricardo (1883). «La Isla de Pascua». Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid, 9.

—Parque Nacional Rapa Nui. La más completa historia de la Isla de Pascua. Consultado en diciembre de 2019.