EL MOTÍN DE LAS CONVICTAS

La his­to­ria de es­ta mu­jer es ex­traor­di­na­ria. Al­gu­na vez fue muy her­mo­sa. Em­bar­ca­da por un cri­men atroz, con­vi­vía a bor­do con el ca­pi­tán. Po­co an­tes de lle­gar a la la­ti­tud de Bue­nos Ai­res, cons­pi­ró con otras mu­je­res con­vic­tas pa­ra ase­si­nar a to­dos a bor­do, sal­vo unos po­cos ma­ri­ne­ros…

                                                                                                                Charles Darwin

Partiremos diciendo que el título de esta crónica es, en parte, mentira. El motín existió y las convictas también, pero diversas investigaciones han demostrado que los dichos del célebre Darwin no ocurrieron como a él se los narraron. Pese a toda su sabiduría, en este caso se hizo eco de chismes de cantina para describir a Mary Clarke, la principal protagonista de este curioso episodio que se inicia cuando expiraba el siglo XVIII. La historia es distinta, aunque con un fondo de verdad.

En febrero de 1797, 66 mujeres son embarcadas en Falmouth, puerto inglés, a bordo de la fragata Lady Shore. Todas son convictas por haber cometido distintas fechorías tales como robos, mendicidad, prostitución, asesinato, cuyas condenas fluctúan entre siete años y prisión perpetua. Con las cárceles británicas atiborradas, con los Estados Unidos de Norteamérica, que desde que se declararon independientes dejaron de recibir condenados, el triste destino que esperaba a estas damas era la colonia penitenciaria de Botany Bay en Australia.  

Cabe hacer notar que la justicia inglesa, alguna vez muy cuestionada por sus fallos considerados “blandos” por la aristocracia, endureció la mano a tal punto que delitos muy pequeños, como el de una mujer acusada de no devolver una manta que le prestaron, recibían castigos de siete años de prisión. Existe una lista con los nombres de las mujeres y los delitos cometidos, por eso podemos saber que 55 de ellas estaban condenadas a siete años, una a catorce y las diez restantes a cadena perpetua. ¿Por qué? Se puede leer sobre una mujer castigada por robar un pañuelo de seda, otra por robar queso y así, algunos delitos que hoy no merecerían ni la concurrencia a un tribunal. Con los hombres eran más rigurosos aún. Thomas Eccles de 43 años, por robar tocino y pan, fue condenado a muerte.

Mary Clarke, la mujer a la que se refiere Darwin al comienzo de esta crónica, que se convirtió en la más célebre de las protagonistas de este episodio, nació entre 1774 y 1778 y trabajaba en Londres como costurera. Para confeccionar una prenda de vestir hurtó un trozo de tela en una tienda lo que le significó la condena mínima, es decir, un septenio.

Lo otro que se debe destacar es que la colonia penitenciaria de la isla continente, inaugurada en 1787 por Lord Sidney con un “cargamento” de 750 reclusos, recibió a lo largo de sus ochenta años de funcionamiento a más de 160.000 condenados. En la práctica, Australia está edificada sobre las espaldas de presos y sus carceleros.

Lo concreto es que el Lady Shore gobernado por el capitán Wilcock que dirigía a 25 marineros, además de a las reclusas (al parecer algunas viajaban con sus maridos aunque otras versiones aseguran que la legislación inglesa se los prohibía, pudiendo llevar, eso sí, a sus hijos menores), transportaba a dos condenados de sexo masculino y 75 soldados del regimiento de Nueva Gales del Sur. En total, eran alrededor de 170 personas las que abordaron la nave.

El otro hecho que llama la atención es que las primeras mujeres fueron embarcadas en febrero de 1797, los soldados en marzo de ese año y la nave solo zarpó de Falmouth el ¡7 de junio! Es decir, durante tres meses soldados y reclusas convivieron a bordo de una nave cuyas características la hacían muy poco apta para la intimidad, por lo que muy pronto la promiscuidad se hizo presente. Nada extraño teniendo en cuenta que muchas de ellas eran mujeres de vida licenciosa, además que estar al alero de un hombre les significaba protección.

Otro ingrediente de esta historia lo proporciona el hecho de que la mayor parte de las tropas del regimiento embarcado eran extranjeros enrolados a la fuerza en el ejército inglés, lo que hacía que casi nadie se sintiese a gusto en este viaje. Salvo la oficialidad, que eran todos británicos y que incluso algunos de ellos viajaban junto a sus familias para establecerse en Australia, la variopinta tropa estaba compuesta por franceses, irlandeses, escoceses, estadounidenses y un portorriqueño, el único hispano parlante, muchos de ellos prisioneros de guerras pretéritas a los que se les prometía la libertad una vez concluida la misión en la isla continente. Entre convivir con otros reclusos en cárceles insalubres, preferían esta esperanza aunque con muchas probabilidades su vida terminaría en algún combate en tierras ignotas.

La vida que esperaba a estas reclusas en Australia era ingrata. Sometidas a trabajos forzados y a los arbitrios de sus carceleros, nada podían esperar del futuro salvo intentar sobrevivir el tiempo que durase su condena, por eso muchas encontraron en los brazos de estos soldados, en el fondo presos igual que ellas, una esperanza de un porvenir algo mejor. Se sabe de muy pocos presidiarios que, una vez pagada la condena, regresaron a Inglaterra. La mayoría moría en cautiverio o se establecían en Australia, formando familia en condiciones miserables pero muchos, con tesón y esfuerzo, salieron adelante.

La nave zarpó en pleno verano del hemisferio norte y salvo algunas tormentas tropicales, nada extraordinario sucedió a bordo, excepto que se incubaba la rebelión a raíz del afán del capitán por mantener la disciplina a punta de latigazos. Si todo lo que ocurría ya era complejo, este comportamiento terminó de exaltar los ánimos.

Los tripulantes desde un comienzo pudieron darse cuenta de las diferencias de opinión, sobre todo respecto a la vida promiscua de a bordo, entre el capitán de la nave y el comandante del regimiento, que exigía a sus hombres disciplina y castidad, muy difícil de mantener en ese ambiente.

Aquí es donde nuestro conocido Charles Darwin se colgó de comentarios, no todos veraces, que seguramente le entregaron en Buenos Aires para escribir lo que encabeza esta crónica. Pero las investigaciones posteriores dicen otra cosa.

El motín estalló la noche del 31 de julio de 1797 encabezado por los franceses que, a nombre de la Revolución de su país, que entusiasmaba a muchos habitantes del viejo continente despertando también inquietudes en las posesiones americanas de España, asesinaron al capitán Wilcock y al primer oficial que antes logró poner fin a la vida de uno de los cabecillas, todo mientras gran parte de la tripulación dormía. En tales condiciones poco les costó a los insurrectos hacerse del control de la nave. Ningún testimonio entregado por los navegantes a los tribunales rioplatenses involucra a las damas en el motín. Si fue verdad que ellas no tuvieron participación o si los relatos de los marineros lo silenciaron por caballerosidad, nunca se sabrá.

Algunos días después los rebeldes abandonaron a aquellos que no quisieron unirse a la revuelta, incluyendo a los oficiales ingleses y sus familias, en un bote cerca de la costa de Brasil. Con el tiempo se sabría que estas veintiséis personas arribaron cuatro días más tarde, sin novedad, a la costa carioca.

Los amotinados enfilaron rumbo a Montevideo, donde se presentaron como corsarios que habían capturado la nave a nombre de Francia. De igual modo                   fueron recibidos con mucha cautela por las autoridades españolas, que luego de interrogarlos y preguntarles, entre otras cosas, por su estado civil, donde varios aseguraron estar casados con las damas que navegaban junto a ellos, fueron trasladados a Buenos Aires.

A la mayoría de los hombres los sometieron a intensos interrogatorios antes de ser puestos en libertad, en cambio las mujeres fueron recluidas en una casona denominada “La Residencia”, convertida en cárcel, aunque otrora fuese la “Casa de Ejercicios Espirituales”. Para las autoridades resultaba oneroso mantenerlas, por lo que comenzaron a ofrecerlas para que ejercieran como sirvientas en casas de bonaerenses acomodados a cambio de la mantención y de que les inculcaran los principios de la verdadera fe.

Teniendo en cuenta que Buenos Aires era entonces una ciudad pequeña, de apenas cuarenta mil habitantes, no fue fácil encontrar acomodo para tantas mujeres. Eso considerando además que muchas dueñas de casa se resistían a tenerlas bajo su techo a raíz del oscuro pasado de las convictas y de sus costumbres libertinas a los ojos de las recatadas damas bonaerenses.

Tampoco se debe perder de vista que a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, por razones políticas, en las colonias españolas eran vistos con recelo los ingleses y en general todos los extranjeros, por lo que esta sorpresiva invasión de mujeres sajonas causó una verdadera revolución en la mojigata mentalidad de los porteños.

No se sabe cuántas de las que se dedicaron al servicio doméstico pronto se emanciparon para casarse con lugareños o con marinos ingleses que, desembarcados, desarrollaban otras labores. Muchas se vieron obligadas a ejercer la prostitución para sobrevivir.

En el libro “La mala vida en Buenos Aires” de Eusebio Godoy (1883-1954), libro publicado originalmente en 1908, el autor intenta hacer un seguimiento de la vida de algunas de ellas, concluyendo, en primer lugar, que a la mayoría se les perdió el rastro, pero otras aparecieron en distintos episodios ocurridos en la capital argentina, como es el caso de Mary Bailey, rebautizada María Ley González.

En 1804, es decir cinco años después del arribo, esta mujer, que residía en una modesta habitación del barrio de Montserrat junto a una irlandesa de más de sesenta años, compañera de viaje y de condena, ambas en alianza con Samuel Hondubro también ex tripulante del Lady Shore, se dedicaban al lucrativo negocio de embaucar a marineros para llevarlos a comer a su casa y luego de seducirlos y embriagarlos, robarles su dinero.

Ocurrió que Samuel captó dos clientes para María Ley y los llevó a la habitación donde, después de unas horas, llegaron otras pasajeras de la fragata de las convictas que vivían en los alrededores y todo terminó en una trifulca que le costó la vida a Samuel, que murió apuñalado. Los marineros involucrados fueron apresados, aunque posteriormente uno de ellos se dio a la fuga.

Lo más rescatable de este episodio es observar la forma en que se ganaban la vida las inglesas. Al parecer, no todas se dedicaban a la profesión de la señora Warren. Las cuatro vecinas, todas de la Lady Shore, que aparecieron el día del crimen en casa de Ley, testificaron en el tribunal y una dijo dedicarse al tejido de medias y otra a hospedar extranjeros.

Durante el censo de 1804 se dejó constancia que el doctor irlandés O´Gorman, que junto a otro médico atendió a las mujeres de la nave amotinada cuando arribaron a Argentina, ocultaba en su casa a tres inglesas. ¿Por qué las escondía? Tal vez alguna legislación hacía ilegítimo tenerlas en su hogar, pero se desconoce la razón última.

Se sabe también que para la fallida invasión inglesa a Buenos Aires, iniciada el 26 de junio de 1806 en la que los británicos fueron derrotados, algunas de las reclusas de la Lady Shore actuaron como enfermeras, ayudando a curar a sus compatriotas heridos y llevando provisiones a los prisioneros. También se cuenta de una que buscaba entre los muertos y heridos a su marido, un español que había luchado en las milicias para rechazar a los atacantes.

Alexander MacKinnon, comerciante inglés que además oficiaba como cónsul en Buenos Aires, escribe a un amigo relatándole que los capitanes de naves inglesas que atracaban en ese puerto, con frecuencia organizaban fiestas a bordo a las que invitaban a las damas de la fragata amotinada y que incluso las saludaban con salvas de cañonazos, como si fuesen autoridades de alto rango.

Por muchos años las británicas llamaron la atención en la ciudad argentina y se sabe que en el censo de 1827, es decir casi treinta años después de su arribo, aún figuraban cuatro de ellas.

Pero sin duda la mujer que sobresalió del grupo de las convictas fue Mary Clarke que cayó presa por robar un corte de tela y recibió la condena mínima: siete años en Australia. 

Desembarcada e interrogada en Montevideo se declara mujer del tripulante suizo Conrad Lochar, señalado por otros testigos como uno de los cabecillas del motín. Este señor nunca fue condenado y desaparece de la escena después de recibir su parte por la liquidación del Lady Shore, rematado por las autoridades.  Mary Clarke, a la que a su ingreso en América inscriben como María Clara, es trasladada a Buenos Aires donde corre la misma suerte que sus compañeras y la internan en “La Residencia”. De ahí es rescatada como criada por don Felipe o Santiago Illescas y luego se le pierde el rastro por un tiempo hasta que, en 1807, aparece casada y reciente viuda de un zapatero español de nombre Rosendo del Campo, que fallece ese año, a la edad de 47 años, legándole tres esclavos y la zapatería. Se estima que este matrimonio se realizó hacia 1800.

Luego nuestra dama enferma de gravedad al punto de redactar su testamento, pero sobrevive y renta una casona a doña Juana Francisca del Pietro, ubicada en las actuales Avenida 25 de Mayo entre Mitre y Juan Domingo Perón, que dedica al negocio del hospedaje. Se desconoce si era su nombre real, pero el local era conocido como “La Fonda de Doña Clara, la Inglesa”, negocio que le significó incrementar notablemente la herencia recibida de su marido español. Junto a la “Fonda de los Tres Reyes”, de propiedad de un italiano, eran los dos únicos alojamientos “decentes” para viajeros que por esa época arribaban a Buenos Aires.

Alrededor de 1810 se casa por segunda vez con el marino y aventurero estadounidense Thomas Taylor, corsario, que además se dedicaba al contrabando y a otras actividades poco claras aunque también tuvo una notable participación en la lucha por la independencia argentina. Al decir de algunos amigos de la mujer, Taylor se casó con el dinero de Clara. En 1811 adoptan a Francisca Clara Taylor, en ese momento de tres años, hija de una de las convictas del Lady Shore y de un marino que desapareció después de dejar embarazada a la mujer, que continuó ganándose la vida haciendo lo que mejor sabía hacer: vender su cuerpo. Clara nunca fue madre y ésta es la única descendencia que se le conoce, aunque años después la desheredó al descubrir que intentaba arrebatarle, mediante ardides legales, su fortuna.

En alguna declaración de bienes que hizo Clara quedó en evidencia que era dueña de un importante patrimonio que según los historiadores que investigaron su vida, era imposible reunir dando hospedaje a extranjeros en su casona. Además subarrendaba una habitación a los ingleses reunidos en la “British Commercial Room”, antecesora de la Cámara de Comercio Británica. Los investigadores suponen que, aprovechando la experiencia de su marido y los contactos de sus arrendatarios, también se dedicó tanto al contrabando como a hacer de proxeneta para conseguir elegantes damas de compañía a sus empingorotados huéspedes.

Lo concreto es que tenía parte de su fortuna en Buenos Aires y depósitos en bancos londinenses que le reportaban intereses y rentas nada despreciables.

Para 1822 era una mujer rica y ese año la propietaria del edificio en que funcionaba la fonda, decidió ponerlo en venta. El dinero que tenía Clara bien le hubiese permitido adquirirlo, pero no lo hizo. Quizás porque en octubre de ese año falleció Thomas Taylor no tuvo el ánimo de continuar sola a cargo de la hospedería y decidió cerrarla, para vivir de sus rentas.

Antes de que esto ocurriese, arribó a Buenos Aires un inglés, Thomas George Love, que consiguió trabajo como secretario de la “British Commercial Room” y que se alojaba en la pensión de Clara y Taylor, de quienes se hizo gran amigo. Una vez viuda, continuó durante ocho años junto a Love. Lo más probable es que hayan sido solo amigos, aunque algunos historiadores piensan que ella fue la que lo mantuvo durante ese tiempo. Estando juntos al parecer él publicó, en 1825, el libro “Cinco años en Buenos Aires por un Inglés” y un año después fundó el periódico “The British Packet and Argentine News”, que fue clausurado por los rebeldes durante la Guerra Civil de 1829, hasta que asumió Rozas el poder. Decimos que el libro fue “al parecer” escrito por Love, porque en las ediciones disponibles el autor aparece como “anónimo”.

Una vez desaparecida la fonda, ambos residieron primero un par de años en casa de una familia amiga, los Saavedra, cuyo jefe de hogar era don Cornelio Saavedra y Rodríguez quien en 1810 fuera Presidente de la Primera Junta de las Provincias Unidas del Río de la Plata, para luego rentar una vivienda en la misma calle 25 de Mayo mientras a Clara le construían su propia residencia ubicada en el sector El Retiro, cerca de la iglesia de Santa Catalina, siempre por 25 de Mayo.

Los últimos años de vida de Mary Clarke o doña Clara no fueron para nada aburridos o monótonos. Por una parte la invadió un fuerte misticismo que volcó en la iglesia católica quizás por su amistad con el presbítero José Antonio Picazzarri, aunque algunos aseguran que siempre se mantuvo fiel a la Iglesia Anglicana, en una muestra evidente de sus frecuentes contradicciones.

Su celebridad aumentó a raíz de las fastuosas fiestas con las que agasajaba a sus amigos para el 12 de agosto, día de Santa Clara, onomástico que adoptó como propio. Para entonces sus contertulios ya no eran los marineros borrachos ni las rameras del puerto. Ahora se codeaba con la rancia aristocracia bonaerense, a la que se agregaban los más conspicuos representantes de la colonia inglesa residente, colonia que tuvo un notable incremento durante las primeras décadas del siglo XIX.

Fue en 1932 cuando recibió a su coterráneo Charles Darwin quien la visitó acompañada por Fitz Roy, el capitán del Beagle. Fue ahí donde el inglés, mal informado, emitió unos calificativos muy poco galantes respecto a su compatriota que a la sazón contaba entre 54 y 58 años:

“Jun­to con el ca­pi­tán Fitz­roy vi­si­ta­mos a do­ña Cla­ra o Mrs. Clar­ke. La his­to­ria de es­ta mu­jer es ex­traor­di­na­ria. Al­gu­na vez fue muy her­mo­sa. Em­bar­ca­da por un cri­men atroz, con­vi­vía a bor­do con el ca­pi­tán. Po­co an­tes de lle­gar a la la­ti­tud de Bue­nos Ai­res, cons­pi­ró con otras mu­je­res con­vic­tas pa­ra ase­si­nar a to­dos a bor­do, sal­vo unos po­cos ma­ri­ne­ros. Ma­tó al ca­pi­tán con sus pro­pias ma­nos y con la ayu­da de al­gu­nos ma­ri­ne­ros con­du­jo el bar­co has­ta Bue­nos Ai­res. Aquí se ca­só con una per­so­na de gran for­tu­na a quien he­re­dó. Tan ex­traor­di­na­ria fue su la­bor co­mo en­fer­me­ra de nues­tros sol­da­dos, des­pués de nues­tra de­sas­tro­sa ten­ta­ti­va pa­ra ocu­par es­ta ciu­dad, que to­do el mun­do pa­re­ce ha­ber ol­vi­da­do sus fe­cho­rías. Hoy es una mu­jer vie­ja y de­cré­pi­ta, con un ros­tro mas­cu­li­no y evi­den­te­men­te to­da­vía con una dis­po­si­ción fe­roz…

Como dijimos, expresiones desafortunadas y poco informadas para un flemático caballero británico de la época, sobre todo que no tenían mucho que ver con lo que en realidad ocurrió.

Debemos destacar que durante su vida Mary Clarke o doña Clara fue una mujer generosa, siempre dispuesta a ayudar a los necesitados en un país y en una ciudad en la que la pobreza era enorme.

En los últimos años de su vida la onda mística que la había invadido se incrementó, se hizo fiel amiga de sus vecinas, las monjas de Santa Catalina. También frecuentaban su residencia clérigos y personas importantes del ambiente cultural rioplatense que disfrutaban de su hospitalidad, obviando el pasado oscuro de la anfitriona.

Después de una larga enfermedad, falleció en julio de 1844 rodeada de monjas, sacerdotes y amigas, la mayoría mujeres de la aristocracia local. En su testamento ordenó perdonar a sus deudores y repartir parte de su fortuna entre sus sirvientes y los pobres del barrio, además de aportar para las iglesias y otras instituciones benéficas.

Su amigo Love publicó en el The British Packet and Argentine News, la siguiente despedida:

Mrs. Mary Clark (do­ña Cla­ra) cu­yo de­ce­so in­for­ma­mos la se­ma­na pa­sa­da, era na­ti­va de Lon­dres. Las hon­ras fú­ne­bres por el des­can­so de su al­ma se ce­le­bra­ron en la Ca­te­dral el sá­ba­do pa­sa­do, y las in­vi­ta­cio­nes pa­ra la ce­re­mo­nia fue­ron cur­sa­das en nom­bre de sus al­ba­ceas, do­ña Ma­ría Jo­se­fa Ez­cu­rra y el re­ve­ren­do Fe­li­pe de Elor­ton­do y Pa­la­cio. La con­cu­rren­cia fue nu­me­ro­sa, en es­pe­cial de miem­bros del cle­ro…

Tal como informa Love, sus restos fueron velados en la Catedral (algunas versiones hablan de que, a pedido de ella, parte del ritual funerario se habría realizado según el ceremonial anglicano) y depositados, el 3 de agosto, en el cementerio La Recoleta.

Buenos Aires se volcó a las calles para despedirla al paso de los dos coches mortuorios que, cargados de coronas, trasportaban el cuerpo de esta mujer arribada 46 años antes en las condiciones más precarias imaginables y que a lo largo de su vida supo construir un pasar digno.

De las demás convictas de la Lady Shore, el tiempo se encargó de borrar su huella.

Para saber más:

Godoy, Eusebio – La mala vida en Buenos Aires – Ediciones Biblioteca Nacional – Año 2011.

Gerding C. Eduardo: El Sargento Mayor de marina Thomas Taylor y la señora Mary Clarke. Boletín del Centro Naval Argentino N° 812.- Septiembre –diciembre 2005

Consultado Diciembre 2021

Hanon Maxine – Doña Clara, inglesa brava. – Sitio Buenos Aires Historia.

Consultado Diciembre 2021

Méndez Avellaneda, Juan María – El Motín de la Lady Shore. Revista “Todo es Historia” N° 265 – julio 1989 – Reproducido en el sitio Historia y Arqueología Marítima. – https://www.histarmar.com.ar/InfHistorica/LadyShore-1.htm

LUCHANDO CONTRA LOS ASALTANTES

Segundo capítulo de la novela Un surco en el mar, Libro I de la serie De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, de Fernando Lizama Murphy (disponible en Amazon)

No recuerdo bien qué día fue cuando el tío Gilberto nos mandó a tres jinetes para abrir camino. Durante nuestra andanza, desde un bosque divisamos a la distancia a unas personas. Desmontamos con cautela y, ocultos entre los matorrales, vimos cómo unos hombres empujaban y golpeaban a otros, mientras unas mujeres lloraban, arrastradas por los mismos hombres. Sin duda eran asaltantes que habían cogido una presa y se preparaban para eliminar a los testigos y llevarse a las mujeres. Conmigo estaban Ramón y Eliecer, que era muy amigo mío. Ocultos entre las malezas nos acercamos lo más que pudimos y nuestra sorpresa fue grande cuando vimos al Aurelio entre los bandidos.

En silencio regresamos a nuestras cabalgaduras y de ahí a encontrarnos con la caravana que seguía el paso cansino de los bueyes. Corrimos donde el tío Gilberto y le advertimos sobre lo que estaba ocurriendo a media jornada, y que habíamos visto al Aurelio entre los malos.

─¡Algo me decía que ese gallo no era de fiar! ─respondió el tío, y nos dio instrucciones de montar a todos los jinetes y regresar al lugar donde los bandidos estaban haciendo de las suyas. Dejó cuatro cabalgaduras para escoltar a los boyeros que continuarían avanzando a su paso.

Montados, nos dejamos caer sobre los asaltantes. El tío Gilberto y otro de los jinetes tenían sables heredados de alguna guerra y se abalanzaron a caballo mientras los demás desmontábamos. Entre todos, aprovechando la estupefacción de verdugos y víctimas, corrimos cuchillos, lanzazos y disparos que muy pronto tenían a tres de los malos en el suelo, mientras otros cuatro intentaban huir, excepto uno que tomó a una mujer como escudo y amenazó con degollarla si nos acercábamos. El hombre no se percató de que por su espalda se acercaba el tío Gilberto con su sable, quien de un sólo corte casi le arranca la cabeza. Yo creo que no se dio cuenta que estaba muriendo. El otro con el que el tío Gilberto no tuvo piedad fue con el Aurelio, que atado de manos y arrodillado, lloraba. Lo atravesó de lado a lado, cuando yo estaba con él. El tío me dirigió una mirada terrible, que yo nunca le había visto en su rostro de hombre bonachón, antes de decirme:

─Con los traidores y los bandidos, la piedad no existe.

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GEMELOS

(CUENTO) Por Fernando Lizama-Murphy

niños caminoNacimos el mismo día desde el mismo vientre. A mí los vientos de Playa Ancha me arrastraron al mar; él prefirió la relativa quietud de una oficina bancaria. Yo opté por los amores fugaces, de esos cuyas huellas se borran como pisadas en la arena; él armó una hermosa familia con su mujer y sus tres hijos.

Él descansa en el féretro en medio de la iglesia; yo, que pasaba por aquí, como dicen las visitas inesperadas, contemplo su cuerpo en eterno reposo. Es tanto nuestro parecido que creo estar viéndome a mí en ese macabro sitio. Como si el vidrio que lo separa fuese un espejo. Y preferiría que así hubiese sido, ser yo el que ocupara ese lugar. Para mí las responsabilidades terminan en cuanto el barco atraca, pero él aún no concluía su tarea.   Seguir leyendo «GEMELOS»

REENCUENTRO CON ARTURO (Segunda parte)

funeralPor Fernando Lizama-Murphy

Inquieto, nervioso, angustiado, me faltaban calificativos para definir mi estado de ánimo durante los días siguientes. Incapaz de hacer nada, en la oficina me limitaba a calentar el asiento. Por supuesto permanecí atento a lo que ocurría con el crimen del ejecutivo que tenía conmocionada a la ciudad. Por eso supe que una semana después, luego de los peritajes del Instituto Médico Legal, entregaron el cadáver de Arturo para su sepultación. El informe pericial que apareció en la prensa roja hablaba de “muerte con arma corto punzante en la zona toráxica. Se perciben cuatro heridas…”. La conclusión policial hablaba de asesinato con arma blanca y motivo, el robo. Aunque yo no tomé ninguna pertenencia del finado, encontraron el cuerpo casi desnudo. La empresa en la que él trabajaba se hizo cargo del funeral, al que asistí pensando en camuflarme entre la multitud que esperaba encontrar, pero éramos tan pocos, que resulté muy visible para todos. Sospeché que los que ocupaban la última corrida de asientos, como en la tele, eran policías buscando al asesino entre los asistentes, por lo que me acerqué hacia el altar y tomé asiento en la tercera fila.

Estaba inquieto. Me sentía cubierto de miradas de reproche, como si todos supieran que se encontraban ahí despidiendo a Arturo por mi culpa.

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Reencuentro con Arturo (Primera Parte)

CallejónPor Fernando Lizama-Murphy

Esto de la tecnología me permitió reencontrarme con mi amigo Arturo, del que me distancié, por eso de los caminos de la vida, hace casi cincuenta años.

Con Arturo éramos compañeros de curso, vecinos e íntimos amigos además, igual que nuestros padres. Compartimos travesuras, alegrías y tristezas y tal vez continuaríamos juntos si la presencia de Olivia no hubiese interferido en nuestra amistad. Olivia me volvió loco en plena adolescencia y ─me imagino que sin proponérselo─ me obligó a alejarme de Arturo.

Trastocó el orden de mis prioridades un embarazo completamente ajeno a nuestros inexistentes planes y la presión de los padres para que nos casásemos, me obligó a bajar del tren que me trasladaba al futuro. Arturo continuó su camino e ingresó a la universidad para estudiar ingeniería. Se tituló y desapareció del barrio y de mi vida con un contrato para trabajar en el extranjero. Mi padre, desilusionado, me consiguió con unos amigos un puesto en la administración pública, porque me dijo que, por hacer cosas de adultos, ahora estaba obligado a financiar pañales, leche y medicamentos especiales para un niño que nació con problemas, quizás como consecuencia por el tiempo en que Olivia intentó disimular su panza, usando ropa ceñida.

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EL PANTEONERO DE SAN TEOBALDO

camenterioSan Teobaldo cumplía dos décadas desde su fundación y la población preparaba las celebraciones. Todos alababan el buen ojo de los fundadores; la palabra carencia no existía en el idioma del pueblo. Ni la enfermedad, la muerte, la religión o la policía habían logrado ubicarlo en el mapa.

Pocos día antes de los festejos, quizás emocionado por su proximidad, falleció de un infarto don Custodio Gómez, egregio fundador de San Teobaldo.

Los funerales carecieron del brillo que imponía la importancia del muerto. Primero, porque como no se practicaba ningún credo, no existían presbíteros que pudieran rezar un réquiem por el alma del difunto ni iglesia donde realizarlo. Y segundo, porque la inexistencia de muertos obligó a improvisar un cementerio y a determinar por sorteo el nombre del panteonero, oficio que nadie quería ejercer, menos aún de tan ilustre habitante. Seguir leyendo «EL PANTEONERO DE SAN TEOBALDO»

CONJURO A LAS LUCIÉRNAGAS

niño mapucheLa primera vez le dijo que era el sacristán, la segunda fue el alcalde, luego, un policía, un albañil. Rosalía seguía el juego, sabiendo por la voz y el aliento que era Marcos, su vecino leñador, marido de Edelmira.

Muerta Clara, su madre, Rosalía creció al amparo de sus tíos, mostrando ahora, en la adolescencia, una belleza inquietante. El pelo negro enmarcaba un rostro moreno, armónico, poseedor de unos inútiles ojos ambarinos.

Marcos se ausentaba por semanas, talando en remotos rincones del bosque. A su regreso, dormía días enteros mientras Edelmira recolectaba moras, mosquetas o callampas para contribuir al sustento. Salía ella y él despertaba para cruzar hasta la rústica vivienda de la vecina. Creía engañarla con su burdo camuflaje verbal.

La ciega se dejaba seducir, ajena a las consecuencias de su candidez. Evocaba el suave y tierno cariño materno, pero se entregaba sin resistencia a este hombrón rudo, de manos callosas, simulando desconocer su identidad. Temía perder ese único afecto brutal y por eso guardaba un silencio cómplice. Cuando él dejó de visitarla, Rosalía supuso que fue porque intuyó que en su vientre latía un nuevo corazón. Seguir leyendo «CONJURO A LAS LUCIÉRNAGAS»

DIECISIETE POR CIENTO

Young girl with a scarf Varanasi Benares India_Jorge RoyanLa visito por última vez para contarle que mañana parto para la India, mamá. Sí, a Rajastán, Jaipur para ser más específico. En realidad, no soy yo quien se va. Viaja Juan Andrés Valdés Baldovinos, pero soy yo. En doce años de cárcel se aprenden muchas cosas, entre otras, a falsificar documentos que le abren un sinfín de puertas que la sociedad le cierra de golpe cuando ha estado preso, mamá. Me voy con dinero obtenido de bancos con esos mismos documentos falsos. Porque un ex presidiario no tiene espacio en este país, mamá. No puede trabajar ni tiene posibilidades de ganarse el dinero en forma decente, mamá. La única opción es seguir delinquiendo. Y eso que yo nunca robé ni timé o estafé a nadie, mamá. Estuve preso por causas que en otros sitios ni siquiera constituyen un delito y que son las que me llevaron a elegir Jaipur y no otro destino. Pero mi certificado de antecedentes personales deja constancia expresa de mi condición de delincuente, mami querida. Ese es el candado que me clausura todos los espacios. ¡Ahora sí que soy un malhechor! Ahora que he falsificado documentos para obtener dinero ilícito o un pasaporte para conseguir visa hindú. ¿Antes, mamá? ¡Jamás lo fui! Todo lo que le dijeron fue mentira. Siempre me gustaron las niñas pequeñas y no veo nada malo en ello, mamá… porque yo no las dañaba, mamá. Lo hacía con cariño. Seguir leyendo «DIECISIETE POR CIENTO»

EL SOMBRERO DE LA CONDESA

Se embarcó entre gallos y medianoche, huyendo de su Hungría natal. Cambió su nombre en el camino. Antes, a bordo de un vapor, había enviado a sus parientes de Chile un baúl gigante de alcanfor con lo rapiñado a las arcas de su país, aprovechando el caos de posguerra.

En su patria era una condesa perseguida por la justicia. Acá, una mujer acogida por la elite santiaguina que, omitiendo su pasado, la incorporó a la vida social que tanto agradaba a la folklórica parodia local de la Belle Époque.

Cuando espías de su país la ubicaron en Chile, solicitaron su extradición, aunque sin mucho afán. Era de mal gusto juzgar a un miembro de la nobleza. Las autoridades nacionales pasearon por años entre los escritorios de la cancillería y de los juzgados la petición magyar. Así transcurrió el lustro necesario para que la condesa olvidara sus culpas y retomara, sin tapujos, sus antiguos títulos. Entonces, con mayor razón pasó a ser invitada de honor a todos los eventos sociales. La burguesía local buscaba su cercanía, aunque no faltaran aquellos que la apuntaban con el dedo, pregonando el pasado oscuro de la noble y hermosa dama. Seguir leyendo «EL SOMBRERO DE LA CONDESA»

LA OBSESIÓN DE MR. SPENCER

Mr. Spencer, proveniente de Edimburgo, ancló en Valparaíso durante el verano de 1908, poco después del enésimo terremoto que asolara al puerto. Tenía veinticuatro años recién cumplidos.

La escala, destinada a analizar fenómenos sísmicos, convirtió al puerto en su residencia definitiva. Se quedó para saciar su inagotable sed por conocer todo lo descubierto o por descubrir.

Esa ansiedad lo convirtió en un solitario. Amo de su tiempo y de su vida, se desplazaba al lugar donde el instinto le advirtiera sobre la posibilidad de algún suceso notable. Todas las investigaciones de Mr. Spencer surgían “desde las tripas”, como llamaba él a ese espíritu observador en su castellano engominado.

Su admiración incondicional por Darwin fue decayendo cada vez que releía El Origen de las Especies, pues crecían las dudas respecto a, según él, la pata coja de la teoría de la evolución. Spencer sostenía que su compatriota no había considerado el problema espiritual. Sus propios estudios lo habían llevado a concluir que en el universo existía un número determinado e inamovible de almas, que estimó en diez mil ochocientos veinticuatro millones setecientos cincuenta y seis mil ciento catorce. Esto significaba que se requería que alguna forma de vida desapareciese para que otra surgiera. La cifra incluía a todas las especies vivientes, incluso los microorganismos conocidos hasta entonces. Según Mr. Spencer afirmaba, todos tenían alma. Seguir leyendo «LA OBSESIÓN DE MR. SPENCER»