Reencuentro con Arturo (Primera Parte)

CallejónPor Fernando Lizama-Murphy

Esto de la tecnología me permitió reencontrarme con mi amigo Arturo, del que me distancié, por eso de los caminos de la vida, hace casi cincuenta años.

Con Arturo éramos compañeros de curso, vecinos e íntimos amigos además, igual que nuestros padres. Compartimos travesuras, alegrías y tristezas y tal vez continuaríamos juntos si la presencia de Olivia no hubiese interferido en nuestra amistad. Olivia me volvió loco en plena adolescencia y ─me imagino que sin proponérselo─ me obligó a alejarme de Arturo.

Trastocó el orden de mis prioridades un embarazo completamente ajeno a nuestros inexistentes planes y la presión de los padres para que nos casásemos, me obligó a bajar del tren que me trasladaba al futuro. Arturo continuó su camino e ingresó a la universidad para estudiar ingeniería. Se tituló y desapareció del barrio y de mi vida con un contrato para trabajar en el extranjero. Mi padre, desilusionado, me consiguió con unos amigos un puesto en la administración pública, porque me dijo que, por hacer cosas de adultos, ahora estaba obligado a financiar pañales, leche y medicamentos especiales para un niño que nació con problemas, quizás como consecuencia por el tiempo en que Olivia intentó disimular su panza, usando ropa ceñida.

El matrimonio duró poco. Estas cosas a la fuerza nunca resultan y lo nuestro no fue la excepción, pero las obligaciones para con mi hijo no cesaron y tuve que continuar aportando mes a mes. Después volví a casarme, ahora con Doris, una compañera de oficina, pero siempre quedé con la sensación de que la felicidad me era esquiva, que estaba condenado a mirarla de lejos. Sentía que esta nueva relación, por mi parte, se sustentaba más en el temor a otro fracaso que en el amor.

Los años transcurrieron con ese sabor a nada que te deja un tránsito por la vida al que no le terminas de encontrar un sentido y en el que el televisor comienza a ocupar el primer plano mientras estás en tu hogar.

Con la evolución de la tecnología y la aparición de Facebook, llegó el reencuentro con Arturo. Casi medio siglo sin vernos ─sabiendo sólo tangencialmente de la vida del otro mientras nuestras madres estuvieron vivas, para después perder todo contacto─ cambió el día en el que recibí su solicitud de amistad.

Me pareció curioso esto de recibir una “solicitud de amistad” de alguien con quién fuimos tan amigos, tan cercanos, pero entendí que debíamos empezar a reconstruirlo todo desde cero. Pensé que la sola mención de nuestros nombres nos llenaba de evocaciones y que esas habrían de ser el punto de partida.

Él vivía lejos, en otra ciudad y era ejecutivo de una minera internacional. Yo continuaba en la capital y seguía siendo el mismo empleado público, sólo que ahora esperaba acumular los años que me faltaban para jubilar. Él vivía en un maravilloso departamento con vista al mar, yo continuaba anclado al barrio, residiendo en la casa que heredara de mis padres.

Cuando anunció visita, me esmeré por recibirlo como se merecía. Hasta pinté mi hogar para darle una apariencia más acogedora. Compré una cama nueva para él, aunque prefirió alojar en un céntrico hotel que, me explicó, pagaba su empresa.

Los reencuentros no siempre son como uno los imagina. Para Arturo fue algo doloroso regresar al barrio después de tantos años. La casa que fuera de sus padres estaba muy deteriorada y de los viejos vecinos sólo quedábamos nosotros y un par de ancianos decrépitos que sobrevivían con unas pensiones miserables. En las cercanías, donde antes estuvieron los potreros en los que solíamos cazar conejos, ahora sólo se percibía el resplandor de los centenares de vidrios de los edificios de departamentos.

Aprovechando el día primaveral, almorzamos bajo el parrón, mientras un gato del vecino nos espiaba desde la pandereta. Doris prefirió dejarnos solos. Hasta lágrimas derramamos después de la tercera botella de vino que descorchó todos los caminos a la nostalgia y a los recuerdos tristes.

Regresó tarde al hotel en un taxi que llamó para que lo recogiera y nos dejó invitados, junto a mi mujer, para que almorzáramos al día siguiente en un local del centro.

Doris no fue. Me dijo que entendía que quisiera estar a solas con mi amigo. Además sentía que no tenía de qué hablar mientras compartíamos una etapa de nuestras vidas que a ella le era ajena.

Después del elegante almuerzo, en el restorán del mismo hotel en el que se alojaba, me invitó subir a la habitación. Debo reconocer que hasta sentí un leve cosquilleo, imaginando que durante estos años a mi amigo lo habían traicionado las hormonas, pero no.

Hasta ese momento, todo lo que me relatara de su vida era bueno. Salvo sus fracasos matrimoniales, en lo laboral era extraordinariamente exitoso. Pero luego de un par de whiskies sacados del frigobar, me contó la cara más oscura. Estaba viviendo el ocaso de su existencia. Padecía una enfermedad incurable y dolorosa y los médicos no se atrevían a pronosticar cuánto tiempo de vida le quedaba.

─Puede ser mañana, dentro de un mes como dentro de un siglo. Y los dolores son inaguantables. Sobrevivo a punta de morfina, de otros calmantes y como puedes ver, bebo mucho. Mi vida, si es que puede recibir ese nombre, es una permanente tortura que creo no merecer. Lo único que quiero es anticipar una muerte que se resiste a llegar.

Continuó explicando que después de cuatro matrimonios y seis hijos, a los que no veía desde hacía ya muchos años, estaba convencido de que el suicidio era su único camino.

Pero dos cosas se lo impedían. Una, el miedo; se declaraba demasiado cobarde como para auto eliminarse y la segunda, un seguro de vida que contenía una clausula especificando que en caso de suicidio, no pagaría.

─Lo que te quiero pedir ─me dijo─ es que me mates. Necesito que me asesines por los dos motivos que te he expuesto.

Me lo dijo con tal serenidad, que quedé perplejo. Mudo. No sabía qué decir. Muchos segundos transcurrieron hasta que recuperé el habla para responderle:

─¡Pero cómo! ¡Después de tantos años vienes a mí para pedirme eso! Me parece una locura, por decir lo menos.

─Mira Raimundo, sé lo delicado de lo que te estoy pidiendo, pero tendrás tu recompensa.

─¡No se trata de eso Arturo! Se trata de que a nuestra amistad, a esa de toda una vida y que recién estamos reconstruyendo, tú quieres que le ponga fin asesinándote. ¡Es inaudito!

─¿Y a quién más quieres que se lo pida? ¿No te parece que, por la misma amistad a la que apelas, eres el más indicado para hacerlo? Lo que no quiero es andar por el mundo inspirando lástima, convertido en un esqueleto viviente.

─¿Y cómo quieres que lo haga? ¿Qué tome un revólver y te meta un par de balazos en la cabeza? Porque si te empujo por la ventana de este hotel, los liquidadores de la aseguradora van a sospechar un suicidio y no pagarán… ¿Y qué va a ser de mí después?… ¿morir en la cárcel? ─yo estaba completamente fuera de mí.

─Pensé en arrendar un auto y “accidentarnos” mientras tú manejas. Caer de un barranco y… listo. No sé si se te ocurre algo mejor. Tiene que ser una muerte accidental, porque la póliza pagará el doble que si es una muerte, digamos, natural.

─¿Y quién asegura que no moriremos los dos? Mi vida es una porquería, insípida, pobre, todo lo que quieras, pero jamás he pensado en ponerle fin así.

─Si hacemos bien las cosas no podemos fallar, Raimundo. Además yo te endosaría la póliza de seguro para que la cobres. Te prometo que cuando conozcas la cifra, se van a disipar todas tus dudas.

─No sé, Arturo, déjame pensarlo y te respondo mañana.

Me dirigí a mi hogar perplejo. No sabía qué pensar. ¿Y si se trataba de una trampa? ¿Pero a quién iba a beneficiar? ¿A Olivia y a mi hijo del primer matrimonio, al que no veía desde hacía cuarenta años? ¿O estaría coludido con Doris para meterme preso? Todo sonaba absurdo.

Sé que mi mujer me notó extraño, pero no preguntó ni dijo nada. Tampoco dormí esa noche. Si aceptaba, todos aquellos sueños eternamente postergados por carecer de dinero, se podrían cumplir. Viajar a Machu Picchu, a las Cataratas del Niágara, que me prometí visitar cuando las conocí en una vieja foto recortada de la revista Life, que por años adornó el muro de nuestro living.

El desvelo rindió sus frutos y cuando amanecía decidí que aceptaría la propuesta de Arturo. Hasta inventé la forma de hacerlo de manera de salir incólume y rico.

Temprano lo llamé a su habitación del hotel, nos reunimos poco más tarde en la oficina de la compañía de seguros, donde me nombró beneficiario de una póliza cuyo valor me aseguraba un excelente pasar hasta el día de mi muerte. Luego almorzamos, comprometiéndonos para reunirnos un mes después.

Un mes que para mí fue una pesadilla constante, en el que por mi mente vagaban las peores premoniciones y en el que me gasté el dinero invisible un millón de veces en viajes y compras imaginarias.

En la fecha señalada, nos juntamos nuevamente para almorzar. Yo continuaba sintiéndome el protagonista de una pesadilla. Me sudaban las manos, me atacaban unos tics que nunca antes padeciera. Arturo, que en cambio se veía de muy buen ánimo, me dijo:

─Te tengo una sorpresa, Raimundo. ¿Recuerdas lo que conversamos hace un mes? Bueno, resulta que visité a un médico que me recomendaron y dice que mi problema sí tiene solución. De hecho me dio unos medicamentos que me tienen estupendo, como puedes ver. Así que, mi muy querido amigo, ya no será necesario que me asesines ─lo decía riendo mientras yo sentía como, una vez más, mis sueños se desmoronaban.

─Lo que ahora deseo, es que lo pasemos bien, que hagamos de este día inolvidable.

─Como digas, Arturo ─respondí lacónico, pensando en que el día ya era para mí tristemente inolvidable.

Durante la tarde recorrimos la ciudad, paseamos por su casco antiguo, visitamos sus viejas librerías, sus añosas cantinas, en las que yo, después de tantos años, era un extraño más. Mientras él bebía de felicidad, yo lo hacía pateando la perra por mi eterna mala suerte. Nunca nada me resultaba y esta vez, cuando aparentemente estaba todo arreglado, me sacaba este conejo de su sombrero. Anochecía y ya algo embriagados, Arturo me propuso:

─¿Recuerdas que cuando jóvenes visitábamos ese barrio en el que se ofrecían esas putas de mala muerte, que para seducirnos nos mostraban las tetas?

─¡Cómo no lo voy a recordar, si aunque no teníamos plata, partíamos para verlas medio desnudas!

─¿Vamos para allá?

El corazón me palpitó a mil. Durante ese mes, muchas veces imaginé y recorrí ese sector para asesinarlo y ahora él me empujaba hacia allá. Lo tomé como una invitación a continuar adelante con mi plan, ahora abortado.

Nos perdimos por los callejones donde ahora deambulaban putas viejas y travestis, de esos que cobran poco con tal de poder beber, drogarse y hasta comer algo. Mientras caminábamos, él reía de buenas ganas mientras yo me debatía entre la angustia y la depresión, como si a cada paso me sumergiera en arenas movedizas.

En mi conciencia seguía el combate entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto. ¿Tenía Arturo derecho a romper el sueño que durante un mes había trastocado mi vida? Por momentos me decía que sí tenía ese derecho, que las condiciones cambiaban y nos daban la oportunidad de arrepentirnos. Otras veces me respondía que no, que si él me había hecho una oferta seria, tenía que respetar los términos, al precio que fuera.

Escuchando sus risotadas y las bromas que él repetía una y otra vez, lo conduje a una callejuela que yo había recorrido varias veces durante ese mes, buscando el mejor escenario para mi crimen, autorizado hasta esa mañana. Ni perros vagos circulaban por ahí a esas horas, en las que un leve resplandor, llegado desde las esquinas, apenas iluminaba la parte alta de las construcciones aledañas.

Sin que él se percatara, me puse los guantes de goma, saqué de entre mis ropas el cuchillo más afilado que encontré en casa y me acerqué por la espalda.

Fernando Lizama-Murphy

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