EL MOTÍN DE LAS CONVICTAS

La his­to­ria de es­ta mu­jer es ex­traor­di­na­ria. Al­gu­na vez fue muy her­mo­sa. Em­bar­ca­da por un cri­men atroz, con­vi­vía a bor­do con el ca­pi­tán. Po­co an­tes de lle­gar a la la­ti­tud de Bue­nos Ai­res, cons­pi­ró con otras mu­je­res con­vic­tas pa­ra ase­si­nar a to­dos a bor­do, sal­vo unos po­cos ma­ri­ne­ros…

                                                                                                                Charles Darwin

Partiremos diciendo que el título de esta crónica es, en parte, mentira. El motín existió y las convictas también, pero diversas investigaciones han demostrado que los dichos del célebre Darwin no ocurrieron como a él se los narraron. Pese a toda su sabiduría, en este caso se hizo eco de chismes de cantina para describir a Mary Clarke, la principal protagonista de este curioso episodio que se inicia cuando expiraba el siglo XVIII. La historia es distinta, aunque con un fondo de verdad.

En febrero de 1797, 66 mujeres son embarcadas en Falmouth, puerto inglés, a bordo de la fragata Lady Shore. Todas son convictas por haber cometido distintas fechorías tales como robos, mendicidad, prostitución, asesinato, cuyas condenas fluctúan entre siete años y prisión perpetua. Con las cárceles británicas atiborradas, con los Estados Unidos de Norteamérica, que desde que se declararon independientes dejaron de recibir condenados, el triste destino que esperaba a estas damas era la colonia penitenciaria de Botany Bay en Australia.  

Cabe hacer notar que la justicia inglesa, alguna vez muy cuestionada por sus fallos considerados “blandos” por la aristocracia, endureció la mano a tal punto que delitos muy pequeños, como el de una mujer acusada de no devolver una manta que le prestaron, recibían castigos de siete años de prisión. Existe una lista con los nombres de las mujeres y los delitos cometidos, por eso podemos saber que 55 de ellas estaban condenadas a siete años, una a catorce y las diez restantes a cadena perpetua. ¿Por qué? Se puede leer sobre una mujer castigada por robar un pañuelo de seda, otra por robar queso y así, algunos delitos que hoy no merecerían ni la concurrencia a un tribunal. Con los hombres eran más rigurosos aún. Thomas Eccles de 43 años, por robar tocino y pan, fue condenado a muerte.

Mary Clarke, la mujer a la que se refiere Darwin al comienzo de esta crónica, que se convirtió en la más célebre de las protagonistas de este episodio, nació entre 1774 y 1778 y trabajaba en Londres como costurera. Para confeccionar una prenda de vestir hurtó un trozo de tela en una tienda lo que le significó la condena mínima, es decir, un septenio.

Lo otro que se debe destacar es que la colonia penitenciaria de la isla continente, inaugurada en 1787 por Lord Sidney con un “cargamento” de 750 reclusos, recibió a lo largo de sus ochenta años de funcionamiento a más de 160.000 condenados. En la práctica, Australia está edificada sobre las espaldas de presos y sus carceleros.

Lo concreto es que el Lady Shore gobernado por el capitán Wilcock que dirigía a 25 marineros, además de a las reclusas (al parecer algunas viajaban con sus maridos aunque otras versiones aseguran que la legislación inglesa se los prohibía, pudiendo llevar, eso sí, a sus hijos menores), transportaba a dos condenados de sexo masculino y 75 soldados del regimiento de Nueva Gales del Sur. En total, eran alrededor de 170 personas las que abordaron la nave.

El otro hecho que llama la atención es que las primeras mujeres fueron embarcadas en febrero de 1797, los soldados en marzo de ese año y la nave solo zarpó de Falmouth el ¡7 de junio! Es decir, durante tres meses soldados y reclusas convivieron a bordo de una nave cuyas características la hacían muy poco apta para la intimidad, por lo que muy pronto la promiscuidad se hizo presente. Nada extraño teniendo en cuenta que muchas de ellas eran mujeres de vida licenciosa, además que estar al alero de un hombre les significaba protección.

Otro ingrediente de esta historia lo proporciona el hecho de que la mayor parte de las tropas del regimiento embarcado eran extranjeros enrolados a la fuerza en el ejército inglés, lo que hacía que casi nadie se sintiese a gusto en este viaje. Salvo la oficialidad, que eran todos británicos y que incluso algunos de ellos viajaban junto a sus familias para establecerse en Australia, la variopinta tropa estaba compuesta por franceses, irlandeses, escoceses, estadounidenses y un portorriqueño, el único hispano parlante, muchos de ellos prisioneros de guerras pretéritas a los que se les prometía la libertad una vez concluida la misión en la isla continente. Entre convivir con otros reclusos en cárceles insalubres, preferían esta esperanza aunque con muchas probabilidades su vida terminaría en algún combate en tierras ignotas.

La vida que esperaba a estas reclusas en Australia era ingrata. Sometidas a trabajos forzados y a los arbitrios de sus carceleros, nada podían esperar del futuro salvo intentar sobrevivir el tiempo que durase su condena, por eso muchas encontraron en los brazos de estos soldados, en el fondo presos igual que ellas, una esperanza de un porvenir algo mejor. Se sabe de muy pocos presidiarios que, una vez pagada la condena, regresaron a Inglaterra. La mayoría moría en cautiverio o se establecían en Australia, formando familia en condiciones miserables pero muchos, con tesón y esfuerzo, salieron adelante.

La nave zarpó en pleno verano del hemisferio norte y salvo algunas tormentas tropicales, nada extraordinario sucedió a bordo, excepto que se incubaba la rebelión a raíz del afán del capitán por mantener la disciplina a punta de latigazos. Si todo lo que ocurría ya era complejo, este comportamiento terminó de exaltar los ánimos.

Los tripulantes desde un comienzo pudieron darse cuenta de las diferencias de opinión, sobre todo respecto a la vida promiscua de a bordo, entre el capitán de la nave y el comandante del regimiento, que exigía a sus hombres disciplina y castidad, muy difícil de mantener en ese ambiente.

Aquí es donde nuestro conocido Charles Darwin se colgó de comentarios, no todos veraces, que seguramente le entregaron en Buenos Aires para escribir lo que encabeza esta crónica. Pero las investigaciones posteriores dicen otra cosa.

El motín estalló la noche del 31 de julio de 1797 encabezado por los franceses que, a nombre de la Revolución de su país, que entusiasmaba a muchos habitantes del viejo continente despertando también inquietudes en las posesiones americanas de España, asesinaron al capitán Wilcock y al primer oficial que antes logró poner fin a la vida de uno de los cabecillas, todo mientras gran parte de la tripulación dormía. En tales condiciones poco les costó a los insurrectos hacerse del control de la nave. Ningún testimonio entregado por los navegantes a los tribunales rioplatenses involucra a las damas en el motín. Si fue verdad que ellas no tuvieron participación o si los relatos de los marineros lo silenciaron por caballerosidad, nunca se sabrá.

Algunos días después los rebeldes abandonaron a aquellos que no quisieron unirse a la revuelta, incluyendo a los oficiales ingleses y sus familias, en un bote cerca de la costa de Brasil. Con el tiempo se sabría que estas veintiséis personas arribaron cuatro días más tarde, sin novedad, a la costa carioca.

Los amotinados enfilaron rumbo a Montevideo, donde se presentaron como corsarios que habían capturado la nave a nombre de Francia. De igual modo                   fueron recibidos con mucha cautela por las autoridades españolas, que luego de interrogarlos y preguntarles, entre otras cosas, por su estado civil, donde varios aseguraron estar casados con las damas que navegaban junto a ellos, fueron trasladados a Buenos Aires.

A la mayoría de los hombres los sometieron a intensos interrogatorios antes de ser puestos en libertad, en cambio las mujeres fueron recluidas en una casona denominada “La Residencia”, convertida en cárcel, aunque otrora fuese la “Casa de Ejercicios Espirituales”. Para las autoridades resultaba oneroso mantenerlas, por lo que comenzaron a ofrecerlas para que ejercieran como sirvientas en casas de bonaerenses acomodados a cambio de la mantención y de que les inculcaran los principios de la verdadera fe.

Teniendo en cuenta que Buenos Aires era entonces una ciudad pequeña, de apenas cuarenta mil habitantes, no fue fácil encontrar acomodo para tantas mujeres. Eso considerando además que muchas dueñas de casa se resistían a tenerlas bajo su techo a raíz del oscuro pasado de las convictas y de sus costumbres libertinas a los ojos de las recatadas damas bonaerenses.

Tampoco se debe perder de vista que a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, por razones políticas, en las colonias españolas eran vistos con recelo los ingleses y en general todos los extranjeros, por lo que esta sorpresiva invasión de mujeres sajonas causó una verdadera revolución en la mojigata mentalidad de los porteños.

No se sabe cuántas de las que se dedicaron al servicio doméstico pronto se emanciparon para casarse con lugareños o con marinos ingleses que, desembarcados, desarrollaban otras labores. Muchas se vieron obligadas a ejercer la prostitución para sobrevivir.

En el libro “La mala vida en Buenos Aires” de Eusebio Godoy (1883-1954), libro publicado originalmente en 1908, el autor intenta hacer un seguimiento de la vida de algunas de ellas, concluyendo, en primer lugar, que a la mayoría se les perdió el rastro, pero otras aparecieron en distintos episodios ocurridos en la capital argentina, como es el caso de Mary Bailey, rebautizada María Ley González.

En 1804, es decir cinco años después del arribo, esta mujer, que residía en una modesta habitación del barrio de Montserrat junto a una irlandesa de más de sesenta años, compañera de viaje y de condena, ambas en alianza con Samuel Hondubro también ex tripulante del Lady Shore, se dedicaban al lucrativo negocio de embaucar a marineros para llevarlos a comer a su casa y luego de seducirlos y embriagarlos, robarles su dinero.

Ocurrió que Samuel captó dos clientes para María Ley y los llevó a la habitación donde, después de unas horas, llegaron otras pasajeras de la fragata de las convictas que vivían en los alrededores y todo terminó en una trifulca que le costó la vida a Samuel, que murió apuñalado. Los marineros involucrados fueron apresados, aunque posteriormente uno de ellos se dio a la fuga.

Lo más rescatable de este episodio es observar la forma en que se ganaban la vida las inglesas. Al parecer, no todas se dedicaban a la profesión de la señora Warren. Las cuatro vecinas, todas de la Lady Shore, que aparecieron el día del crimen en casa de Ley, testificaron en el tribunal y una dijo dedicarse al tejido de medias y otra a hospedar extranjeros.

Durante el censo de 1804 se dejó constancia que el doctor irlandés O´Gorman, que junto a otro médico atendió a las mujeres de la nave amotinada cuando arribaron a Argentina, ocultaba en su casa a tres inglesas. ¿Por qué las escondía? Tal vez alguna legislación hacía ilegítimo tenerlas en su hogar, pero se desconoce la razón última.

Se sabe también que para la fallida invasión inglesa a Buenos Aires, iniciada el 26 de junio de 1806 en la que los británicos fueron derrotados, algunas de las reclusas de la Lady Shore actuaron como enfermeras, ayudando a curar a sus compatriotas heridos y llevando provisiones a los prisioneros. También se cuenta de una que buscaba entre los muertos y heridos a su marido, un español que había luchado en las milicias para rechazar a los atacantes.

Alexander MacKinnon, comerciante inglés que además oficiaba como cónsul en Buenos Aires, escribe a un amigo relatándole que los capitanes de naves inglesas que atracaban en ese puerto, con frecuencia organizaban fiestas a bordo a las que invitaban a las damas de la fragata amotinada y que incluso las saludaban con salvas de cañonazos, como si fuesen autoridades de alto rango.

Por muchos años las británicas llamaron la atención en la ciudad argentina y se sabe que en el censo de 1827, es decir casi treinta años después de su arribo, aún figuraban cuatro de ellas.

Pero sin duda la mujer que sobresalió del grupo de las convictas fue Mary Clarke que cayó presa por robar un corte de tela y recibió la condena mínima: siete años en Australia. 

Desembarcada e interrogada en Montevideo se declara mujer del tripulante suizo Conrad Lochar, señalado por otros testigos como uno de los cabecillas del motín. Este señor nunca fue condenado y desaparece de la escena después de recibir su parte por la liquidación del Lady Shore, rematado por las autoridades.  Mary Clarke, a la que a su ingreso en América inscriben como María Clara, es trasladada a Buenos Aires donde corre la misma suerte que sus compañeras y la internan en “La Residencia”. De ahí es rescatada como criada por don Felipe o Santiago Illescas y luego se le pierde el rastro por un tiempo hasta que, en 1807, aparece casada y reciente viuda de un zapatero español de nombre Rosendo del Campo, que fallece ese año, a la edad de 47 años, legándole tres esclavos y la zapatería. Se estima que este matrimonio se realizó hacia 1800.

Luego nuestra dama enferma de gravedad al punto de redactar su testamento, pero sobrevive y renta una casona a doña Juana Francisca del Pietro, ubicada en las actuales Avenida 25 de Mayo entre Mitre y Juan Domingo Perón, que dedica al negocio del hospedaje. Se desconoce si era su nombre real, pero el local era conocido como “La Fonda de Doña Clara, la Inglesa”, negocio que le significó incrementar notablemente la herencia recibida de su marido español. Junto a la “Fonda de los Tres Reyes”, de propiedad de un italiano, eran los dos únicos alojamientos “decentes” para viajeros que por esa época arribaban a Buenos Aires.

Alrededor de 1810 se casa por segunda vez con el marino y aventurero estadounidense Thomas Taylor, corsario, que además se dedicaba al contrabando y a otras actividades poco claras aunque también tuvo una notable participación en la lucha por la independencia argentina. Al decir de algunos amigos de la mujer, Taylor se casó con el dinero de Clara. En 1811 adoptan a Francisca Clara Taylor, en ese momento de tres años, hija de una de las convictas del Lady Shore y de un marino que desapareció después de dejar embarazada a la mujer, que continuó ganándose la vida haciendo lo que mejor sabía hacer: vender su cuerpo. Clara nunca fue madre y ésta es la única descendencia que se le conoce, aunque años después la desheredó al descubrir que intentaba arrebatarle, mediante ardides legales, su fortuna.

En alguna declaración de bienes que hizo Clara quedó en evidencia que era dueña de un importante patrimonio que según los historiadores que investigaron su vida, era imposible reunir dando hospedaje a extranjeros en su casona. Además subarrendaba una habitación a los ingleses reunidos en la “British Commercial Room”, antecesora de la Cámara de Comercio Británica. Los investigadores suponen que, aprovechando la experiencia de su marido y los contactos de sus arrendatarios, también se dedicó tanto al contrabando como a hacer de proxeneta para conseguir elegantes damas de compañía a sus empingorotados huéspedes.

Lo concreto es que tenía parte de su fortuna en Buenos Aires y depósitos en bancos londinenses que le reportaban intereses y rentas nada despreciables.

Para 1822 era una mujer rica y ese año la propietaria del edificio en que funcionaba la fonda, decidió ponerlo en venta. El dinero que tenía Clara bien le hubiese permitido adquirirlo, pero no lo hizo. Quizás porque en octubre de ese año falleció Thomas Taylor no tuvo el ánimo de continuar sola a cargo de la hospedería y decidió cerrarla, para vivir de sus rentas.

Antes de que esto ocurriese, arribó a Buenos Aires un inglés, Thomas George Love, que consiguió trabajo como secretario de la “British Commercial Room” y que se alojaba en la pensión de Clara y Taylor, de quienes se hizo gran amigo. Una vez viuda, continuó durante ocho años junto a Love. Lo más probable es que hayan sido solo amigos, aunque algunos historiadores piensan que ella fue la que lo mantuvo durante ese tiempo. Estando juntos al parecer él publicó, en 1825, el libro “Cinco años en Buenos Aires por un Inglés” y un año después fundó el periódico “The British Packet and Argentine News”, que fue clausurado por los rebeldes durante la Guerra Civil de 1829, hasta que asumió Rozas el poder. Decimos que el libro fue “al parecer” escrito por Love, porque en las ediciones disponibles el autor aparece como “anónimo”.

Una vez desaparecida la fonda, ambos residieron primero un par de años en casa de una familia amiga, los Saavedra, cuyo jefe de hogar era don Cornelio Saavedra y Rodríguez quien en 1810 fuera Presidente de la Primera Junta de las Provincias Unidas del Río de la Plata, para luego rentar una vivienda en la misma calle 25 de Mayo mientras a Clara le construían su propia residencia ubicada en el sector El Retiro, cerca de la iglesia de Santa Catalina, siempre por 25 de Mayo.

Los últimos años de vida de Mary Clarke o doña Clara no fueron para nada aburridos o monótonos. Por una parte la invadió un fuerte misticismo que volcó en la iglesia católica quizás por su amistad con el presbítero José Antonio Picazzarri, aunque algunos aseguran que siempre se mantuvo fiel a la Iglesia Anglicana, en una muestra evidente de sus frecuentes contradicciones.

Su celebridad aumentó a raíz de las fastuosas fiestas con las que agasajaba a sus amigos para el 12 de agosto, día de Santa Clara, onomástico que adoptó como propio. Para entonces sus contertulios ya no eran los marineros borrachos ni las rameras del puerto. Ahora se codeaba con la rancia aristocracia bonaerense, a la que se agregaban los más conspicuos representantes de la colonia inglesa residente, colonia que tuvo un notable incremento durante las primeras décadas del siglo XIX.

Fue en 1932 cuando recibió a su coterráneo Charles Darwin quien la visitó acompañada por Fitz Roy, el capitán del Beagle. Fue ahí donde el inglés, mal informado, emitió unos calificativos muy poco galantes respecto a su compatriota que a la sazón contaba entre 54 y 58 años:

“Jun­to con el ca­pi­tán Fitz­roy vi­si­ta­mos a do­ña Cla­ra o Mrs. Clar­ke. La his­to­ria de es­ta mu­jer es ex­traor­di­na­ria. Al­gu­na vez fue muy her­mo­sa. Em­bar­ca­da por un cri­men atroz, con­vi­vía a bor­do con el ca­pi­tán. Po­co an­tes de lle­gar a la la­ti­tud de Bue­nos Ai­res, cons­pi­ró con otras mu­je­res con­vic­tas pa­ra ase­si­nar a to­dos a bor­do, sal­vo unos po­cos ma­ri­ne­ros. Ma­tó al ca­pi­tán con sus pro­pias ma­nos y con la ayu­da de al­gu­nos ma­ri­ne­ros con­du­jo el bar­co has­ta Bue­nos Ai­res. Aquí se ca­só con una per­so­na de gran for­tu­na a quien he­re­dó. Tan ex­traor­di­na­ria fue su la­bor co­mo en­fer­me­ra de nues­tros sol­da­dos, des­pués de nues­tra de­sas­tro­sa ten­ta­ti­va pa­ra ocu­par es­ta ciu­dad, que to­do el mun­do pa­re­ce ha­ber ol­vi­da­do sus fe­cho­rías. Hoy es una mu­jer vie­ja y de­cré­pi­ta, con un ros­tro mas­cu­li­no y evi­den­te­men­te to­da­vía con una dis­po­si­ción fe­roz…

Como dijimos, expresiones desafortunadas y poco informadas para un flemático caballero británico de la época, sobre todo que no tenían mucho que ver con lo que en realidad ocurrió.

Debemos destacar que durante su vida Mary Clarke o doña Clara fue una mujer generosa, siempre dispuesta a ayudar a los necesitados en un país y en una ciudad en la que la pobreza era enorme.

En los últimos años de su vida la onda mística que la había invadido se incrementó, se hizo fiel amiga de sus vecinas, las monjas de Santa Catalina. También frecuentaban su residencia clérigos y personas importantes del ambiente cultural rioplatense que disfrutaban de su hospitalidad, obviando el pasado oscuro de la anfitriona.

Después de una larga enfermedad, falleció en julio de 1844 rodeada de monjas, sacerdotes y amigas, la mayoría mujeres de la aristocracia local. En su testamento ordenó perdonar a sus deudores y repartir parte de su fortuna entre sus sirvientes y los pobres del barrio, además de aportar para las iglesias y otras instituciones benéficas.

Su amigo Love publicó en el The British Packet and Argentine News, la siguiente despedida:

Mrs. Mary Clark (do­ña Cla­ra) cu­yo de­ce­so in­for­ma­mos la se­ma­na pa­sa­da, era na­ti­va de Lon­dres. Las hon­ras fú­ne­bres por el des­can­so de su al­ma se ce­le­bra­ron en la Ca­te­dral el sá­ba­do pa­sa­do, y las in­vi­ta­cio­nes pa­ra la ce­re­mo­nia fue­ron cur­sa­das en nom­bre de sus al­ba­ceas, do­ña Ma­ría Jo­se­fa Ez­cu­rra y el re­ve­ren­do Fe­li­pe de Elor­ton­do y Pa­la­cio. La con­cu­rren­cia fue nu­me­ro­sa, en es­pe­cial de miem­bros del cle­ro…

Tal como informa Love, sus restos fueron velados en la Catedral (algunas versiones hablan de que, a pedido de ella, parte del ritual funerario se habría realizado según el ceremonial anglicano) y depositados, el 3 de agosto, en el cementerio La Recoleta.

Buenos Aires se volcó a las calles para despedirla al paso de los dos coches mortuorios que, cargados de coronas, trasportaban el cuerpo de esta mujer arribada 46 años antes en las condiciones más precarias imaginables y que a lo largo de su vida supo construir un pasar digno.

De las demás convictas de la Lady Shore, el tiempo se encargó de borrar su huella.

Para saber más:

Godoy, Eusebio – La mala vida en Buenos Aires – Ediciones Biblioteca Nacional – Año 2011.

Gerding C. Eduardo: El Sargento Mayor de marina Thomas Taylor y la señora Mary Clarke. Boletín del Centro Naval Argentino N° 812.- Septiembre –diciembre 2005

Consultado Diciembre 2021

Hanon Maxine – Doña Clara, inglesa brava. – Sitio Buenos Aires Historia.

Consultado Diciembre 2021

Méndez Avellaneda, Juan María – El Motín de la Lady Shore. Revista “Todo es Historia” N° 265 – julio 1989 – Reproducido en el sitio Historia y Arqueología Marítima. – https://www.histarmar.com.ar/InfHistorica/LadyShore-1.htm

LA TRAGEDIA ÉTNICA DE RAPA NUI Y LA POLINESIA

LA TRAGEDIA ÉTNICA DE RAPA NUI Y LA POLINESIA

«Tepito-te-henúa, ombligo del mar grande,
taller del mar, extinguida diadema.
De tu lava escorial subió la frente
del hombre más arriba del Océano,
los ojos agrietados de la piedra
midieron el ciclónico universo,
y fue central la mano que elevaba
la pura magnitud de tus estatuas…»

Fragmento del poema Rapa Nui, de Pablo Neruda

Según se reconoce oficialmente, la isla de Pascua —Rapa Nui para los isleños— nació al mundo occidental el 6 de abril de 1722, día de la pascua de resurrección. De ahí su nombre. Ese día, el almirante holandés Jakob Roggeveen descendió a tierra con ciento cincuenta hombres para encontrarse con un grupo de aborígenes casi desnudos, a los que de inmediato consideraron seres inferiores. Incluso se dice que a uno de los tripulantes se le escapó un tiro de mosquete que hirió de muerte a un isleño. Si fue intencional e intimidatorio es algo que no sabemos.

Pero no existe unanimidad respecto a este hallazgo. La Sociedad Geográfica de Madrid, en su Boletín del Año VIII, emitido en septiembre de 1883, aseguraba que la isla fue descubierta por el marino español Juan Fernández hacia 1570, durante una expedición que abarcó gran parte del Pacífico Sur.

En el mismo Boletín se cita que en 1686 la isla habría sido visitada por el inglés Davis, pero Lionel Waffer, cirujano en la nave de Davis, publicó una relación del viaje en la que las características topográficas de la isla descubierta en esa ocasión, diferían mucho de las de Rapa Nui, dejando dudas que nunca se han aclarado sobre esta visita.

Por eso prevaleció como autor del descubrimiento Jakob Roggeveen, quien, con una flota de tres naves y 260 tripulantes, zarpó desde Texel, Holanda, el 1 de agosto de 1721, para regresar al mismo puerto el 11 de junio de 1723, después de ser el decimosexto marino en dar la vuelta al mundo. El descubrimiento de la isla de Pascua es considerado el hallazgo más importante de su travesía.

Los investigadores estiman que Rapa Nui fue poblada mil años antes por polinésicos provenientes desde otras islas de la cuenca del Pacífico Sur, especialmente Tahiti, que a su vez fueron habitadas dos milenios antes por migrantes del Sudeste asiático.

Por su aislamiento, en la isla se desarrolló una cultura, un idioma y un sistema de vida muy particular, con una forma de liderazgo impuesto a la fuerza que significó constantes guerras civiles para romper la hegemonía de aquellos que se adueñaban del poder.

Por otra parte, lo limitado del territorio llevó a una sobreexplotación de recursos alimenticios y forestales, que terminó en nuevas guerras para obtener el dominio sobre esos bienes. Pese a estos conflictos, la población aumentaba; se calcula que en su máximo apogeo la isla llegó a tener entre ocho y diez mil habitantes. Si se piensa que su superficie total es de 173 km2, que en ella hay volcanes, lagunas y zonas rocosas, es fácil deducir que la densidad de población era bastante alta y la tierra disponible para agricultura, escasa.

La tala indiscriminada de árboles y arbustos, vegetación con la que literalmente arrasaron los isleños, los condenó al ostracismo. Sin madera no pudieron construir naves que les permitieran la pesca mar adentro ni emigrar hacia otras latitudes en busca de los elementos necesarios para su subsistencia. Sin proponérselo, construyeron su propia cárcel.

Se estima que cuando los occidentales arribaron a sus costas, la población fluctuaba entre las tres mil y cinco mil almas, según apreciaciones de distintos navegantes. Porque una vez que fue incluida en las cartas de navegación, muchas expediciones atracaron en la isla, entre ellas la de Cook en 1774 o la de La Pérouse en 1786 y en general fueron bien recibidas.

Eso hasta que en 1804 los tripulantes del barco estadounidense Nancy, raptaron a doce hombres y diez mujeres, matando además a muchos que opusieron resistencia. El relato histórico nos cuenta que, después de cuatro días de navegación, los marineros les quitaron las cadenas a los pascuenses y estos, desesperados por volver a su tierra, se arrojaron al mar sin calcular la distancia que a esas alturas les separaba de la isla. Otra versión dice que sólo los hombres huyeron y que las mujeres fueron retenidas, para luego ser vendidas como esclavas. Este es el primer caso conocido de rapto de nativos de Rapa Nui.

A partir de este hecho, los aborígenes fueron poco hospitalarios con los navegantes que se acercaban a sus costas. Los repelían a pedradas o con lanzas de madera, las armas que utilizaban.

Trasladándonos al continente, sabemos que la esclavitud en Perú fue abolida, en parte, en 1821 por José de San Martín, que decretó la libertad de vientre. Es decir, todo hijo de esclavo nacido en Perú era libre. Pero decimos que esto fue así en parte, porque esta ley no contempló la importación de cautivos nacidos en otros países bajo esa condición, por lo que la esclavitud continuó existiendo. Para los terratenientes, dueños de minas y guaneras, el vasallo forzado y comprado era sinónimo de mano de obra barata a la que se negaban a renunciar.

La esclavitud sólo se declaró completamente abolida en Perú el 3 de diciembre de 1854, durante el gobierno de Ramón Castilla. A partir de entonces comenzó la «importación» de chinos culís para paliar el déficit de mano de obra que produjo esta nueva normativa.

La denominación de «culí» (palabra que, según la versión más extendida, proviene del inglés coolie, quienes la toman de la expresión hindi kuli, que significaría algo así como «persona que desarrolla una labor por poca paga») es porque se suponía que estos trabajadores de oriente venían bajo contrato y que sus derechos serían respetados, pero en la práctica eso no ocurrió. En las estancias, en las minas y en la extracción del guano, lejos de los controles estatales, recibieron un trato indigno y se les maltrató tal como antes se hacía con los esclavos.

Para mala suerte de los polinésicos, los viajes a china resultaban onerosos y tardaban más de medio año (o más según las condiciones climáticas), sumadas al tiempo que se tardaba en reclutar a los trabajadores. Entonces alguien descubrió una fuente más económica y cercana para abastecer de obreros a la economía peruana y los barcos cambiaron su destino a la más próxima Polinesia.

Existen registros de más de treinta naves que, entre 1859 y 1862, se dedicaron a este turbio negocio, la mayoría de bandera peruana, aunque también se consignan cuatro chilenas y una española. Según los datos recopilados por Fran Nagaro, estudioso de la historia del Perú antiguo, fueron secuestrados más de 3.600 polinesios, de los que alrededor de 1.400 provenían de Rapa Nui. Otras islas de los múltiples archipiélagos, tanto de la Polinesia como de la Micronesia, aportaron cerca de 2.250 esclavos.

Según estimaciones de la época, en el caso de la isla de Pascua la cifra representó cerca del 50% de los nativos. En las otras, el porcentaje fue algo inferior, pero de cualquier manera causaron un daño demográfico gigantesco en toda la cuenca insular del Pacífico Sur. Muchos estudiosos del tema lo consideran un genocidio.

En la Polinesia hubo islas como Ata, en la que la totalidad de la población fue secuestrada por el Grecian, un barco ballenero proveniente de Australia. Gran parte de los esclavos capturados fueron vendidos a la nave peruana General Prim, comandada por Olano. Hasta nuestros días, Ata permanece deshabitada.

Cabe hacer notar que en el llamado triángulo polinésico (cuyos vértices son Hawaii, Nueva Zelanda e isla de Pascua) se estima que existen entre veinte mil y treinta mil islas, de distintos tamaños y de diversas formaciones geológicas como atolones, islas de origen volcánico o arrecifes coralinos. Muchas están desde siempre deshabitadas y otras han sido abandonadas por diversos motivos.

Sin duda, fue el dinero la motivación para que personas de la estatura de Miguel Grau capitanearan barcos dedicados a este negocio. El Apurinac figuraba al mando de Grau. En los registros navales peruanos no existe otro marino con este apellido salvo el héroe nacional, lo que permite suponer que también don Miguel se dedicó a este lucrativo mercado en algún momento de su vida.

Fernando Grau, un descendiente del marino, asegura que su antepasado, si bien viajó a esos parajes en esa época, no participó en el transporte de «canacas» (nombre que se daba a los primitivos habitantes de la Polinesia).

El sistema más usual que emplearon los esclavistas para capturar sus presas humanas consistía en desparramar por la playa abalorios que llamaban mucho la atención de los aborígenes, tanto que se agolpaban para recogerlos. Cuando lograban reunir una cantidad interesante de posibles víctimas, los tripulantes comenzaban a disparar al aire e incluso sobre alguno de los incautos, causando pánico. Los que no lograban huir eran capturados y llevados a bordo de las naves. Mediante este procedimiento, que seguramente repitieron con variantes porque es difícil de creer que los nativos fuesen engañados tantas veces con el mismo truco, diezmaron a la población polinésica en general y pascuense en particular.

Como si solamente el rapto no fuese en sí una gran tragedia, en Rapa Nui además capturaron a toda la clase dirigente y a los maori, los sabios que eran los únicos que podían interpretar las tablillas parlantes en las que está escrita la historia de la isla. Con la desaparición de estos personajes nunca han podido ser descifradas.

Sebastián Englert, misionero capuchino alemán fallecido en 1969, que además era lingüista y etnólogo, durante treinta y cinco años misionó en Rapa Nui. En su libro La Tierra de Hotu Matu´a: historia y etnología de la Isla de Pascua, describió así la catástrofe:

«No es exageración si decimos que la cultura de Hotu Matu´a recibió un golpe fatal y final, pues entre los que fueron llevados como esclavos a las islas guaneras y sucumbieron allí, se encontraba el Ariki henua [jefe supremo], Kai Mako´i y su hijo Maurata, además de muchos hombres sabios llamados «maorí», instruidos en el arte de leer y escribir las tablillas kohau rongorongo. Con ellos desaparecieron los últimos restos de la antigua religión y cultura».

Para agravar aún más el drama, la inmensa mayoría de los habitantes de esas regiones casi inexploradas carecían de inmunidad frente a enfermedades existentes en el continente americano, como la viruela y la tuberculosis. Algunos hablan también de la lepra, aunque es probable que ese contagio fuera transmitido entre los propios polinésicos. La mortandad por estas dolencias fue enorme en los forzados migrantes.

Sólo la intervención del Gobierno de Francia que conminó, a través del gobernador de Tahiti, al de Perú a poner fin a este expolio humano, permitió terminar con esta situación. Paralelamente, el obispo de la Polinesia solicitó a los peruanos la repatriación de los raptados.

Perú, deseoso de poner fin a este vergonzoso episodio, compró los derechos a muchos de aquellos que adquirieron a estas personas y procedieron a ordenar el regreso de 1.216 polinesios a sus sitios de procedencia.

Pero esto desencadenó nuevas tragedias. Según informa Rudolfo A. Philippi en su libro Isla de Pascua y sus habitantes, se calculan en cien los isleños devueltos a Rapa Nui, de los cuales cincuenta y cinco murieron durante el viaje. Los que sobrevivieron lo hicieron portando las plagas que habían causado la mortandad en Perú, acarreando nuevas desgracias y más muerte a la isla.

Philippi cita en su obra a un oficial, de iniciales R.S., de la nave inglesa Topaze, que escribió un extenso artículo sobre su viaje en el periódico de su país Macmillan´s Magazine, de marzo de 1870, donde afirma, entre otras cosas, que sólo tres de los repatriados lograron permanecer con vida.

La misión del Topaze, que debió tardar algún tiempo, fue llevar a Inglaterra algunos moais, los gigantescos monumentos de piedra volcánica característicos de la isla, por encargo del Museo de Londres.

El drama humano que produjo en Pascua el éxodo forzado de polinésicos fue de una letalidad tal que, cuando llegaron los sacerdotes del Sagrado Corazón a misionar, la epidemia tenía a muchos isleños al borde de la muerte. Concluida la peste, los misioneros contabilizaron sólo algo más de un centenar de habitantes en toda la isla.

Pero no solo los pascuenses sufrieron, porque la orden de repatriar fue para todas las islas de la Polinesia, con resultados similares. Para mayor desgracia de estos infelices, inescrupulosos capitanes de algunos de los barcos contratados para esta misión no se tomaron la molestia de dejar a todos los retornados en sus respectivas islas.

Se sabe de 426 personas, habitantes de las islas Kiribati, Tonga y Tuvalú que fueron abandonadas a su suerte en la isla Cocos, frente a Costa Rica. Sólo treinta y ocho sobrevivieron, y fueron rescatados un año después por el vapor de guerra peruano Tumbes y trasladados a Paita, donde terminaron integrándose en la población local.

¿Cómo supo el capitán del Tumbes de este abandono? ¿Lo enviaron desde el Gobierno porque algún marinero arrepentido confesó lo ocurrido a su regreso al Perú? Preguntas de difícil respuesta.

Para entonces, la tragedia humanitaria estaba consumada. Toda la Polinesia debió reconstruirse socialmente a partir de los supervivientes, y las potencias coloniales comenzaron a tender sus tentáculos sobre esos territorios, poco antes vírgenes. Otros países, los más cercanos a las islas, como fue el caso de Chile, formaron parte de este reparto y, hasta hoy, mantienen conflictos sin resolver con los isleños.

Para saber más:

—Englert, Sebastián (2004). La tierra de Hotu Matu´a: historia y etnología de la Isla de Pascua y diccionario del antiguo idioma de Isla de Pascua. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.

—Nagaro, Fran (2010). «Artículos cortos sobre Perú antiguo». Perú Antiguo (blog).

—Philippi, Rodulfo A. (1873). Isla de Pascua y sus habitantes. Santiago de Chile: Imprenta Nacional.

—Beltrán y Róspide, Ricardo (1883). «La Isla de Pascua». Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid, 9.

—Parque Nacional Rapa Nui. La más completa historia de la Isla de Pascua. Consultado en diciembre de 2019.

SENDEROS DE MUERTE EN LUCANAMARCA

Por Fernando Lizama Murphy

…el marxismo–leninismo es el sendero luminoso del futuro.

José Carlos Mariátegui, escritor peruano

En las décadas de 1960, 70 y 80, el Estado, enfrentado a múltiples y sucesivas crisis políticas y económicas, se olvidó más que nunca del Perú profundo, de ese Perú del campesino indígena, eternamente postergado en la sierra y en la selva. La zona al interior de Ayacucho, una de las más pobres del país, carecía de caminos, escuelas, hospitales y el gobierno solo se hacía presente a través de algunas remotas unidades policiales, de escaso contingente y mal pagadas, que se dedicaban a solucionar pequeños conflictos campesinos, casi siempre en beneficio de aquel que les retribuía mejor. Era tal el atraso, que en muchas comunidades no usaban el dinero para el intercambio de productos, sino el trueque. Tantas veces engañados, desconfiaban de aquellos que intentaban comprarles o venderles algo con billetes.

Como es habitual, los políticos aparecían en períodos de elecciones para desaparecer pronto, ganasen o perdiesen.

Desde el gobierno central se hicieron algunos intentos de remediar esta situación, como una reforma agraria en la que se les entregaron parcelas de entre 3 y 20 hectáreas –expropiadas a los latifundistas− pero en la que los campesinos, bajo la condición de “arrendires”[1], quedaban obligados a trabajar durante diez a doce jornadas al mes para el antiguo patrón o para el gamonal[2] , en forma gratuita y por un plazo indefinido. Diez o doce jornadas que casi siempre se convertían en más, acomodándolas según las cuentas del patrón. Como los arrendires no disponían de tiempo para atender sus propias parcelas, porque el tiempo no era de su propiedad, surgieron los “allegados”, medieros que trabajaban la tierra de estos nuevos parceleros a cambio de repartir lo producido. Nunca se capacitó a los campesinos de manera que pudiesen administrar bien esas posesiones que pagaban con trabajo.

En conclusión, el experimento fracasó y la pobreza continuó expandiéndose entre comunidades de por sí pobres y a consecuencia de su ignorancia e ingenuidad, temerosas y desconfiadas de todo.

En este entorno de abandono y miseria y luego de la Revolución Cubana, el Perú oculto, que tenía en Ayacucho su epicentro, dio a luz muchos movimientos extremistas de inspiración marxista, que incluían todas las corrientes (leninistas, maoístas, troskistas, guevaristas y otras). El partido comunista peruano, en variantes tradicionales y algunas nuevas, encontraba un caldo de cultivo más que fértil para captar seguidores.

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JOSÉ RODRÍGUEZ LABANDERA Y EL HIPOPÓTAMO

Por Fernando Lizama Murphy

“Con demasiada sorpresa han visto los habitantes del Guayas, que se hallaban en botes y diferentes embarcaciones menores, colocados enfrente de la ciudad, al otro lado del río, sumergirse el Hipopótamo, estando a su bordo el señor José Rodríguez, en unión del señor José Quevedo, joven contemporáneo de aquel y natural también de este país, y seguirlo con la vista fija a un pequeño tubo, que quedaba muy poco fuera del agua e imperceptible a la simple mirada, a una distancia regular; dicho tubo estaba amparado por una boca de fuego en la que estaba colocada la bandera nacional, que flameaba hermosamente por la brisa que corría”.

Diario El Ecuatoriano del Guayas – 21 de septiembre de 1838
José Rodríguez Labandera, inventor, científico, mecánico y militar ecuatoriano.

Después de su tercer intento y por falta de financiamiento, José Raymundo Rodríguez Labandera dejó abandonado su submarino, bautizado como Hipopótamo, en la orilla del río Guayas. Harto de burocracia, botó su sueño de tantos años y desapareció para buscar un medio de subsistencia.

José Rodríguez supo desde niño lo que eran las privaciones. Sus padres, personas modestas, a duras penas le entregaban lo justo para vivir. Aun así, él soñaba con ser alguien. Mientras inventaba sus juguetes, observaba el entorno y se daba cuenta de que existía un mundo mejor. Uno que, lamentablemente, nunca le abrió sus puertas. Decidido a buscarlo, desde temprana edad entró a estudiar en la Escuela de Artes y Oficios de la Sociedad Filantrópica del Guayas, donde aprendió rudimentos del arte de la impresión.

Cuando tenía 18 años, fue de los primeros aspirantes que ingresaron a la Escuela Náutica de Guayaquil, fundada en 1823 por el General John Illingworth, el mismo que años antes trasladara a Lord Cochrane a Chile. En esta institución aprendió, entre otras materias, física, matemáticas y fundamentos de la ingeniería naval.

Como guardiamarina, fue enrolado en la Armada Colombiana y participó en el bloqueo de El Callao. Después se retiró voluntariamente y decidió radicarse en Lima. Ahí comenzó a proyectar el que sería su mayor invento. En 1837, cuando consideró que el diseño y las características estaban lo suficientemente maduros como para llevarlo a cabo, lo presentó a las autoridades peruanas buscando apoyo y financiamiento. Sólo encontró lo primero, y sin dinero, no podía seguir.

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JOSÉ ANTONIO ÁLVAREZ CONDARCO. UN HÉROE OLVIDADO

Por Fernando Lizama Murphy

“…la presencia de este oficial es aquí rarísima, como que a su inmediata dirección giran las fábricas de pólvora y salitres, delineación de mapas topográficos y otras incumbencias no menos importantes, que absolutamente no hay otro a quien confiarlas”.

Fragmento de carta de San Martín a Pueyrredón, presentando a Álvarez Condarco

En todas las guerras existen personajes que cumplen roles secundarios y eso les impide calificar para ser integrado al panteón de los héroes. Las guerras por la independencia de los países de América del Sur tienen muchos de esos personajes injustamente olvidados.

Hoy nos vamos a referir a un tucumano genial y valiente, que tuvo una muy importante participación en la guerra por la independencia de Chile y, más indirectamente, en la del Perú. Escribiremos sobre don José Antonio Álvarez de Condarco. (Posteriormente suprimiría la preposición “de” de su apellido)

Nació en Tucumán en 1780 y de su infancia no es mucho lo que se sabe. Solo que era hijo del regidor del Cabildo de su ciudad, homónimo y de doña Gregoria Sánchez de Lamadrid. Es muy probable que en sus años de colegio haya aprendido química, lo que le resultó de mucha utilidad en su vida profesional y tal vez ya en esta época haya sobresalido por su prodigiosa memoria visual, como se verá, característica importante para su futuro y el de la Independencia de Chile

En 1810, establecido en Buenos Aires, decide que sus simpatías están al lado de los patriotas de Mayo y asume algunos compromisos en una de las corrientes que intentan dirigir los ánimos independentistas de los habitantes del Río de la Plata.  Es en esas instancias donde se le encomienda su primera misión a Chile: mediar, para unificar criterios y directrices, entre las distintas facciones que luchan por la independencia del país.

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EL PIRATA MÁS FAMOSO DE CHILOÉ

Por Fernando Lizama Murphy

¡Oh mi Jesús amoroso! / ¡Oh mi Dios, Padre Divino! / Por esta cruz en tus hombros / por este amargo camino / Dadme luz y entendimiento / a esta torpe pluma y lirio / para relatar a ustedes / el caso más peregrino / del señor Pedro Ñancúpel / que en Melinka fue cautivo.

Fragmento de poema anónimo dedicado a Pedro Ñancúpel
Retrato hablado de Pedro Ñancúpel.

Quizás sea el aislamiento, tal vez la imaginación desbordada por la soledad o algo de su comida típica, vaya uno a saber, lo que hace de Chiloé una zona prolífica en mitos y leyendas. Algunas tienen bases reales que inspiran a los chilotes para crear o adaptar personajes o fábulas que, a través de los siglos, han ido enriqueciendo el enorme imaginario popular.

Por eso muchas veces, cuando alguien se propone escribir sobre acontecimientos acaecidos años ha en el archipiélago, le cuesta separar la paja del trigo, el mito de la realidad.

Es lo que pasa cuando se busca información sobre los piratas que asolaron las islas en la segunda mitad del siglo XIX. Algunos comentaristas los ven como delincuentes sanguinarios y otros como redentores dispuestos a terminar con los abusos de los poderosos.

En esta crónica intentaremos separar las aguas entre el mito y la realidad. Claro que las turbulentas aguas de los canales del sur no facilitan la tarea.

La Isla de Chiloé fue uno de los últimos baluartes de los españoles en Sudamérica y cuando los patriotas chilenos lograron su captura, en 1826, muchos chilotes no estuvieron de acuerdo en adherir a la nueva patria. Una importante cantidad de residentes querían continuar ligados a la corona española, sobre todo porque el gobierno de Chile, después de expulsar a los ibéricos, los dejó en la más completa orfandad, una parte por desidia y también por carecer de los elementos y los recursos económicos para colonizarla adecuadamente. Aunque sin duda la causa principal fue porque la naciente república tenía más al norte otros conflictos muy urgentes que resolver. Aparte de enviar un pequeño contingente militar, un puñado de policías y algunos funcionarios públicos y judiciales, no hubo más. Chiloé podía esperar.

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CUANDO ENGAÑARON A PERÓN: EL PROYECTO HUEMUL

Por Fernando Lizama Murphy

“El Dr. Richter ha mostrado un desconocimiento sorprendente sobre el tema.”

 José Antonio Balseiro, Científico argentino

Richter junto a Juan Domingo Perón

Juan Domingo Perón, en su paso por Europa como Agregado Militar en la Italia de Mussolini, entendió que el crecimiento económico iba asociado a mejoras en la calidad de vida de los asalariados y tenía muy claro que una política basada en la agricultura no generaba las condiciones de bienestar que él buscaba para los argentinos. Por eso, cuando fue presidente, estimuló, mediante políticas crediticias, la inversión interna y externa para un desarrollo industrial en el que, según su visión, el Estado tenía que tener un rol destacado. Eso se tradujo en mejoras sustantivas en los salarios de los obreros lo que conllevó, en primer lugar, a una fuerte corriente migratoria desde los campos a la ciudad y en segundo término, a conflictos con las clases acomodadas que controlaban la economía, con la consiguiente inestabilidad para el gobierno. 

Pero una de las falencias que tenía la idea del mandatario eran las personas calificadas para llevarlas a la práctica. Por eso Perón, que manifestada tibias simpatías por los aliados a los que su gobierno apoyaba más por obligación, pero que íntimamente era un indisimulado admirador de Mussolini y de Hitler, acogió a muchos refugiados alemanes que escapaban de la persecución y además buscó científicos y técnicos en los países europeos empobrecidos, que pudiesen desarrollar en Argentina proyectos avanzados para lo que era la realidad de América Latina.

Así llegó, en 1947 y con un pasaporte falso otorgado por Buenos Aires, Kurt Tank (también conocido como Pedro Matthies, nombre que figuraba en el pasaporte) ingeniero aeroespacial al que le cupo una importante participación en el diseño y fabricación de muchos de los aviones alemanes que combatieron durante la II Guerra Mundial y que poco antes del final del conflicto se encontraba trabajando en el proyecto del prototipo de un avión a propulsión. A Tank lo instalaron en Córdoba para que iniciara los estudios destinados a aplicar en el país los avances conseguidos en Alemania. Bajo su dirección nació el Pulqui II, heredero del Pulqui I, primer avión a reacción diseñado y fabricado en América Latina.

Tank, convencido de que el futuro de la aviación estaba en los aviones operados con motores de energía atómica, recomendó al presidente al científico austriaco Ronald Richter que, según sabía Tank, estaba en Europa trabajando en el desarrollo de la fusión atómica controlada para fines pacíficos.

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LA DESAPARICIÓN DEL ARA “FOURNIER” EN AGUAS MAGALLÁNICAS

Por Fernando Lizama Murphy

“(…) los camaradas del pueblo hermano de Chile cooperaron con sus buques y sus aviones en la búsqueda de los restos queridos de aquellos que rindieron con su vida tributo a la Patria”

Parte del discurso con que el Contralmirante argentino Enrique García, recibió los féretros con los cuerpos de los marinos encontrados.

La noche del 21 al 22 de septiembre de 1949, a una hora imprecisa, desapareció misteriosamente, con 77 tripulantes a bordo, el barco de la Armada de la República Argentina (ARA) Fournier en aguas territoriales chilenas, mientras se dirigía desde Río Gallegos a Ushuaia.

Para hacer ese recorrido las naves de guerra argentinas tenían dos rutas posibles. Por su territorio, necesitaban hacerlo bordeando la isla grande de Tierra del Fuego doblando en el Cabo de Hornos, viaje altamente peligroso por las corrientes marinas, los temibles oleajes y los fuertes vientos. La alternativa era internarse por el Estrecho de Magallanes, para luego continuar por un laberinto de canales hasta llegar a su destino, todo en territorio chileno de acuerdo a los límites vigentes entre ambas naciones

A raíz de la precaria flota que Chile mantenía en la zona en esa época, era habitual que los argentinos omitieran solicitar los permisos correspondientes para transitar por aguas chilenas, situación que, junto a otros factores, mantenía tensas las relaciones entre ambos países.

Por eso cuando en la ARA se percataron que el Fournier no daba noticias de su paradero ni arribaba al puerto de destino, mantuvieron en secreto la pérdida, mientras con sus naves y por su territorio marítimo iniciaban la búsqueda. La desaparición en sí constituía un enigma porque ni en los faros de la zona ni en las naves que circularon por el sector en esos días, se escuchó algún SOS.

Sólo diez días después de que perdieron todo contacto y no obtuvieron ninguna pista, las autoridades de Buenos Aires solicitaron apoyo chileno para la búsqueda.

El dragaminas Fournier tenía un significado especial para la ARA. Botado en agosto de 1939 en los Astilleros Sánchez y Cía., fue uno de los primeros barcos de guerra construidos completamente en Argentina. Desplazaba 550 toneladas, con una eslora de 59 m, manga de 7,3 m y un calado de solo 2,27 m. Destacamos el calado porque es posible que ahí estuviese la causa de su tragedia.

El diseño de la estructura estaba basado en barcos alemanes de similares características, utilizados en la Primera Guerra Mundial, de los que Argentina poseía algunas unidades, ya obsoletas, que fueron proyectados específicamente para detectar y eliminar minas instaladas en el océano por los enemigos. Por eso su borda era baja, lo que los hacía particularmente inestables. Aún con esta limitación la ARA lo destinó a Río Gallegos, en la zona sur del país, donde las aguas del Atlántico son fuertemente agitadas por frecuentes temporales de viento, lluvia y nieve.

Cuando la III Zona Naval de Chile recibió la solicitud desde Argentina, de inmediato se instruyó al patrullero Lautaro, que recién regresaba de su misión habitual de abastecimiento a los faros del estrecho, para que zarpase en busca de la nave extraviada.

Según el relato de Hugo Alsina Calderón, 2° Comandante del Lautaro durante esta misión, publicado en la Revista de Marina N° 836 -1/97, a poco del zarpe la oficialidad chilena decidió trazar un plan que le permitiera cubrir todas las áreas en las que posiblemente se pudiesen encontrar restos del Fournier, descartando aquellas donde era muy improbable que hubiese navegado. A esas alturas ya nadie creía en el milagro de que la nave estuviese solamente extraviada en algún fiordo patagónico. Todos apostaban a una tragedia.

Pronto la tripulación tomó contacto con naves argentinas que ahora sí pidieron autorización para ingresar en aguas territoriales chilenas y en conjunto comenzaron la búsqueda, según el plan trazado por la oficialidad del Lautaro, que conocía mucho mejor veleidades y accidentes del océano en esa zona, particularmente peligrosa para la navegación.

Patrullero Lautaro.

Inicialmente fueron cinco, pero en total ocho naves terminaron participando de la misión, las que se distribuyeron por distintos sectores en los que, posiblemente, pudo circular la embarcación perdida. Después de cada jornada se reunían los comandantes en sitios previamente acordados, para compartir resultados y preparar las siguientes tareas, las que durante los primeros días fueron infructuosas, provocando gran desazón entre los expedicionarios.

Una tarde, cuando los cinco buques llegaron al sitio del encuentro pactado de antemano, el comandante del Spiro, nave argentina gemela al Fournier, comentó, a título de anécdota, que desde la nave divisaron a un poblador agitando una bandera chilena invertida, es decir, con la estrella hacia abajo. Los oficiales chilenos reaccionaron de inmediato, porque ese era un código pactado con los habitantes de esas remotas regiones para que, si tenían algún problema, llamasen la atención de las naves que pasaran por el sector en que residían.

Al día siguiente, de madrugada, zarpó la flotilla, encabezada por el Spiro, para que regresase a caleta Zig-zag, lugar preciso de ese incidente. Ahí encontraron al poblador que les explicó que, tres semanas antes, vio pasar frente a sus ojos un bote arrastrado por la corriente, en el que se divisaban unas personas que no respondieron a los llamados que les hizo desde la costa. Entonces los siguió en su chalupa para encontrarse con dos marinos muertos en su interior. Con el fin de que no fuesen devorados por los perros, los sepultó en la playa a la espera de poder avisar a alguien su hallazgo. 

Luego de exhumar los cuerpos, el Spiro notificó al resto de las naves lo que había encontrado, las que de inmediato se dirigieron a ese sitio. Al mismo tiempo lo informaron a la jefatura de la III Zona Naval, en Punta Arenas, los que se pusieron en contacto con la Armada Argentina que decidió enviar otros tres barcos de apoyo a la búsqueda. Con esto se completaron los ocho que participaron en la misión.

El conocimiento de la zona, más la experiencia de los tripulantes chilenos, permitió reducir bastante el área de búsqueda, estableciéndose con relativa exactitud que el naufragio había ocurrido en el seno Magdalena. Con la mayor cantidad de naves disponibles se pudieron recorrer otros canales, lo que se tradujo en el encuentro de dos cuerpos más, varados en una playa a la entrada del canal Gabriel.

Paralelamente, mientras los barcos continuaban su búsqueda por mar, la Fuerza Aérea de Chile (FACH) dispuso que un avión provisto de una cámara filmadora recorriera la zona, por si acaso desde el aire era posible encontrar otras señales que permitieran dar con el paradero del Fournier o con otros restos del naufragio.

Ruta seguida por el ARA Fournier.

Una vez que se reveló la película, se notificó al Comandante del Lautaro que en la imagen, muy borrosa, se divisaba una balsa con varias personas a bordo. La filmación no permitía establecer con exactitud el lugar en que se obtuvo la toma, lo que obligo a la tripulación del Lautaro a recorrer metro a metro un vasto sector, navegando paralelo a la costa, tratando de descifrar el misterio.

Se hizo de noche y los marinos, presintiendo que estaban cerca, no cesaron en la búsqueda, la que continuaron apoyados por el reflector del Lautaro. Cuando, más por instinto que por certezas, les pareció que la costa coincidía con la descrita en la filmación, se bajó un bote a cuyos tripulantes les cupo la triste y macabra misión de encontrar la balsa varada en la costa y en su interior cinco cuerpos abrazados. Pese a llevar ropa adecuada para el frío, ésta no fue capaz de protegerlos frente al rigor de los hielos polares. Todos los cadáveres estaban con la piel de sus rostros casi negra, como consecuencia del frío antártico.

Los cuerpos de los nueve tripulantes del Fournier  se trasladaron a Punta Arenas y desde ahí repatriados a la Argentina, donde recibieron honores y funerales de héroes.

Durante otros diez días continuó la búsqueda, sin obtener más resultados. Un avión Catalina de la FACH divisó, en el sector donde presumiblemente naufragó el barco argentino, una mancha de aceite que aparecía y desaparecía, según el viento y la marea. Se supone que ahí encontró su tumba el barco y los otros casi setenta tripulantes, porque en sus cercanías aparecieron restos de cajas y mercaderías que la nave trasladaba en cubierta. De cuerpos, nunca más apareció ninguno.

Los expertos intentaron establecer las causas del naufragio y coinciden en que un violento temporal, que por esos días azotó la zona, levantó un tren de olas enormes que embistieron por una de las bandas y dieron vuelta de campana al Fournier, sin darle tiempo a su tripulación de pedir socorro. Los mismos estudios permiten deducir que los cuerpos encontrados o estaban en cubierta o en la sala de control, porque los cadáveres de la balsa correspondían al Comandante, al Segundo Comandante, al Oficial de Guardia, a un Sargento y a un Cabo. Los relojes de todos, que en esa época no eran a prueba de agua, marcaban las 5.25 de la mañana, lo que permite presumir que el naufragio ocurrió pocos minutos antes.

Apoya la opinión de los expertos un informe emitido por el farero de Punta Delgada, que notificó que esa noche fatal del 21 al 22 de septiembre de 1949, en la que se desató un temporal terrible, pasó frente a ellos una nave a oscuras, sin identificarse. Todo permite suponer que se trató del Fournier.

El Presidente argentino Juan Domingo Perón, invitó a la Lautaro y a toda su tripulación a Buenos Aires para una ceremonia en homenaje de los marinos argentinos muertos a bordo del Fournier, pero el Gobierno de Chile rechazó la invitación. Consideró que no podían asistir, teniendo en cuenta que el naufragio se produjo en aguas territoriales chilenas, de una nave de guerra que circuló por ellas sin pedir la autorización correspondiente.

Posteriormente, varios de los tripulantes del Lautaro recibieron condecoraciones argentinas, las que les fueron entregadas en una ceremonia en la embajada de esa nación en Chile.

Durante todo el período en que esta tragedia estuvo latente, los medios informativos chilenos y argentinos informaron al respecto. Una de las noticias que entonces circuló, decía que los cuerpos de las víctimas estaban ennegrecidos a consecuencia de que a bordo del Fournier explotó una bomba atómica que la nave trasladaba a Ushuaia, que por eso la nave desapareció sin dejar rastro y que la negrura de los muertos eran una evidencia de ello.

Sello postal de conmemoración al naufragio del ARA Fournier.

Esta noticia, descabellada, tenía su fundamento en que el Gobierno Argentino, encabezado por Perón, estaba empeñado en desarrollar la energía atómica en su país para lo cual había creado, poco tiempo antes, en la Isla Huemul, en medio del lago Nahuel Huapi, cerca de Bariloche y de la frontera con Chile, un laboratorio secreto.

Pero eso será tema de la próxima crónica.

Fernando Lizama Murphy

Septiembre 2022

Fuentes

Alsina Calderon, Hugo – Naufragio del aviso ARA Fournier. Revista de Marina N° 836 1/97. Ver: https://revistamarina.cl/revista/836

González, Alberto – “Fournier”: El buque argentino que desapareció en Magallanes sin dejar sobrevivientes. Biobio Chile. Ver: https://www.biobiochile.cl/noticias/nacional/region-de-magallanes/2017/11/24/fournier-el-buque-argentino-que-desaparecio-en-magallanes-sin-dejar-sobrevivientes.shtml.

Revista Argentina de Historia y Arqueología Marina. La pérdida del ARA Fournier. Ver: https://www.histarmar.com.ar/InfHistorica/AvisoFournierbase.htm

GUNTHER PLÜSCHOW, ESE MAGNÍFICO HOMBRE EN SU MÁQUINA VOLADORA

Helo aquí, en pleno aire, dirigiendo el objetivo de la cámara cinematográfica hacia la Tierra del Fuego, los helados mares, los cerros nevados, los incomparables lagos, la visión imponente de los montes Sarmiento y Cella, los ventisqueros, los fiordos, el Cabo de Hornos, de sobrecogedora belleza, y esos lugares sin descripción en que la selva avanza irrefrenable hasta lamer la falda de las montañas cubiertas de nieve.

Luis Enrique Délano – Periodista chileno (1907-1985)

En 1965 el cine inglés nos regaló la película cuyo afiche encabeza esta crónica, una simpática sátira sobre los primeros años de la aviación. Si bien es cierto, en tono de comedia el film exagera muchos aspectos de esa época, también es verdad que, en alguna medida, refleja la fiebre que despertó en los hombres este nuevo invento: el aeroplano.

Los primeros aviones eran frágiles estructuras de madera y tela que portaban un motor y que permitían trasladarse pequeñas distancias, a no mucha altura, aterrizando en terrenos que no siempre eran los más adecuados y que, con relativa frecuencia, representaron la muerte del piloto.

Junto con el avión y al igual como ocurrió con el automóvil, surgió en el hombre el deseo de batir record de distancia, de altura, de velocidad, en fin, de todo aquello que pudiese ser medido. O solo o contra rivales.

También surgieron otros usos, además del bélico, aprovechando la ventaja que representaba ver el mundo desde arriba. Así nació la fotografía aérea.

La Primera Guerra Mundial significó un tremendo empuje para la actividad y ahí aparecieron innovaciones que hicieron los vuelos más seguros, aumentaron las autonomías, pronto surgieron la aviación postal y comercial. Pero quedaban rincones del mundo sin explorar, de difícil acceso por tierra y hacia esos sectores se aventuraron algunos intrépidos.

Uno de ellos fue el alemán Gunther Plüschow, que se convirtió en el primer hombre en sobrevolar, fotografiar y filmar la Patagonia, tanto chilena como argentina.

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LOS LEÑADORES DEL RÍO BAKER

Imagen Portal del Patrimonio Gob. de Chile.

Incierto es el lugar en donde la muerte te espera;
espérela, pues, en todo lugar.

(Séneca)

En un lugar remoto ubicado en la desembocadura del río Baker, en la región de Aysén, se encontraron treinta tres cruces, que recuerdan a obreros anónimos que en 1906 murieron ahí en circunstancias que ni la arqueología ni la historia han podido dilucidar del todo.

Cuando viajas a la Patagonia chilena, específicamente a Caleta Tortel, es habitual que te ofrezcan paseos a la Isla de los Muertos, ubicada en la desembocadura del río Baker. Se trata de un pequeño crucero que te permite conocer un rincón perdido, en medio de una selva impenetrable, que oculta una tragedia de la que existen diversas versiones, ocurrida a comienzos del siglo XX.

En el lugar es posible observar una treintena de cruces, la gran mayoría anónimas, que recuerdan que ahí descansan los cuerpos de algunos hombres fallecidos en trágicas y confusas circunstancias. ¿Fueron envenenados, murieron de hambre o qué fue lo que ocurrió?

Para entender cómo se llega a esto, contaremos que, el Gobierno de Chile, temeroso de que esos territorios remotos fuesen invadidos por Argentina, buscó la forma de poblarlos a través de colonos. Pero para que llegasen esos colonos era necesario crear fuentes de trabajo y vías de acceso.

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