LA TRAGEDIA ÉTNICA DE RAPA NUI Y LA POLINESIA

LA TRAGEDIA ÉTNICA DE RAPA NUI Y LA POLINESIA

«Tepito-te-henúa, ombligo del mar grande,
taller del mar, extinguida diadema.
De tu lava escorial subió la frente
del hombre más arriba del Océano,
los ojos agrietados de la piedra
midieron el ciclónico universo,
y fue central la mano que elevaba
la pura magnitud de tus estatuas…»

Fragmento del poema Rapa Nui, de Pablo Neruda.

Según se reconoce oficialmente, la isla de Pascua —Rapa Nui para los isleños— nació al mundo occidental el 6 de abril de 1722, día de la pascua de resurrección. De ahí su nombre. Ese día, el almirante holandés Jakob Roggeveen descendió a tierra con ciento cincuenta hombres para encontrarse con un grupo de aborígenes casi desnudos, a los que de inmediato consideraron seres inferiores. Incluso se dice que a uno de los tripulantes se le escapó un tiro de mosquete que hirió de muerte a un isleño. Si fue intencional e intimidatorio es algo que no sabemos.

Pero no existe unanimidad respecto a este hallazgo. La Sociedad Geográfica de Madrid, en su Boletín del Año VIII, emitido en septiembre de 1883, aseguraba que la isla fue descubierta por el marino español Juan Fernández hacia 1570, durante una expedición que abarcó gran parte del Pacífico Sur.

En el mismo Boletín se cita que en 1686 la isla habría sido visitada por el inglés Davis, pero Lionel Waffer, cirujano en la nave de Davis, publicó una relación del viaje en la que las características topográficas de la isla descubierta en esa ocasión, diferían mucho de las de Rapa Nui, dejando dudas que nunca se han aclarado sobre esta visita.

Por eso prevaleció como autor del descubrimiento Jakob Roggeveen, quien, con una flota de tres naves y 260 tripulantes, zarpó desde Texel, Holanda, el 1 de agosto de 1721, para regresar al mismo puerto el 11 de junio de 1723, después de ser el decimosexto marino en dar la vuelta al mundo. El descubrimiento de la isla de Pascua es considerado el hallazgo más importante de su travesía.

Los investigadores estiman que Rapa Nui fue poblada mil años antes por polinésicos provenientes desde otras islas de la cuenca del Pacífico Sur, especialmente Tahiti, que a su vez fueron habitadas dos milenios antes por migrantes del Sudeste asiático.

Por su aislamiento, en la isla se desarrolló una cultura, un idioma y un sistema de vida muy particular, con una forma de liderazgo impuesto a la fuerza que significó constantes guerras civiles para romper la hegemonía de aquellos que se adueñaban del poder.

Por otra parte, lo limitado del territorio llevó a una sobreexplotación de recursos alimenticios y forestales, que terminó en nuevas guerras para obtener el dominio sobre esos bienes. Pese a estos conflictos, la población aumentaba; se calcula que en su máximo apogeo la isla llegó a tener entre ocho y diez mil habitantes. Si se piensa que su superficie total es de 173 km2, que en ella hay volcanes, lagunas y zonas rocosas, es fácil deducir que la densidad de población era bastante alta y la tierra disponible para agricultura, escasa.

La tala indiscriminada de árboles y arbustos, vegetación con la que literalmente arrasaron los isleños, los condenó al ostracismo. Sin madera no pudieron construir naves que les permitieran la pesca mar adentro ni emigrar hacia otras latitudes en busca de los elementos necesarios para su subsistencia. Sin proponérselo, construyeron su propia cárcel.

Se estima que cuando los occidentales arribaron a sus costas, la población fluctuaba entre las tres mil y cinco mil almas, según apreciaciones de distintos navegantes. Porque una vez que fue incluida en las cartas de navegación, muchas expediciones atracaron en la isla, entre ellas la de Cook en 1774 o la de La Pérouse en 1786 y en general fueron bien recibidas.

Eso hasta que en 1804 los tripulantes del barco estadounidense Nancy, raptaron a doce hombres y diez mujeres, matando además a muchos que opusieron resistencia. El relato histórico nos cuenta que, después de cuatro días de navegación, los marineros les quitaron las cadenas a los pascuenses y estos, desesperados por volver a su tierra, se arrojaron al mar sin calcular la distancia que a esas alturas les separaba de la isla. Otra versión dice que sólo los hombres huyeron y que las mujeres fueron retenidas, para luego ser vendidas como esclavas. Este es el primer caso conocido de rapto de nativos de Rapa Nui.

A partir de este hecho, los aborígenes fueron poco hospitalarios con los navegantes que se acercaban a sus costas. Los repelían a pedradas o con lanzas de madera, las armas que utilizaban.

Trasladándonos al continente, sabemos que la esclavitud en Perú fue abolida, en parte, en 1821 por José de San Martín, que decretó la libertad de vientre. Es decir, todo hijo de esclavo nacido en Perú era libre. Pero decimos que esto fue así en parte, porque esta ley no contempló la importación de cautivos nacidos en otros países bajo esa condición, por lo que la esclavitud continuó existiendo. Para los terratenientes, dueños de minas y guaneras, el vasallo forzado y comprado era sinónimo de mano de obra barata a la que se negaban a renunciar.

La esclavitud sólo se declaró completamente abolida en Perú el 3 de diciembre de 1854, durante el gobierno de Ramón Castilla. A partir de entonces comenzó la «importación» de chinos culís para paliar el déficit de mano de obra que produjo esta nueva normativa.

La denominación de «culí» (palabra que, según la versión más extendida, proviene del inglés coolie, quienes la toman de la expresión hindi kuli, que significaría algo así como «persona que desarrolla una labor por poca paga») es porque se suponía que estos trabajadores de oriente venían bajo contrato y que sus derechos serían respetados, pero en la práctica eso no ocurrió. En las estancias, en las minas y en la extracción del guano, lejos de los controles estatales, recibieron un trato indigno y se les maltrató tal como antes se hacía con los esclavos.

Para mala suerte de los polinésicos, los viajes a china resultaban onerosos y tardaban más de medio año (o más según las condiciones climáticas), sumadas al tiempo que se tardaba en reclutar a los trabajadores. Entonces alguien descubrió una fuente más económica y cercana para abastecer de obreros a la economía peruana y los barcos cambiaron su destino a la más próxima Polinesia.

Existen registros de más de treinta naves que, entre 1859 y 1862, se dedicaron a este turbio negocio, la mayoría de bandera peruana, aunque también se consignan cuatro chilenas y una española. Según los datos recopilados por Fran Nagaro, estudioso de la historia del Perú antiguo, fueron secuestrados más de 3.600 polinesios, de los que alrededor de 1.400 provenían de Rapa Nui. Otras islas de los múltiples archipiélagos, tanto de la Polinesia como de la Micronesia, aportaron cerca de 2.250 esclavos.

Según estimaciones de la época, en el caso de la isla de Pascua la cifra representó cerca del 50% de los nativos. En las otras, el porcentaje fue algo inferior, pero de cualquier manera causaron un daño demográfico gigantesco en toda la cuenca insular del Pacífico Sur. Muchos estudiosos del tema lo consideran un genocidio.

En la Polinesia hubo islas como Ata, en la que la totalidad de la población fue secuestrada por el Grecian, un barco ballenero proveniente de Australia. Gran parte de los esclavos capturados fueron vendidos a la nave peruana General Prim, comandada por Olano. Hasta nuestros días, Ata permanece deshabitada.

Cabe hacer notar que en el llamado triángulo polinésico (cuyos vértices son Hawaii, Nueva Zelanda e isla de Pascua) se estima que existen entre veinte mil y treinta mil islas, de distintos tamaños y de diversas formaciones geológicas como atolones, islas de origen volcánico o arrecifes coralinos. Muchas están desde siempre deshabitadas y otras han sido abandonadas por diversos motivos.

Sin duda, fue el dinero la motivación para que personas de la estatura de Miguel Grau capitanearan barcos dedicados a este negocio. El Apurinac figuraba al mando de Grau. En los registros navales peruanos no existe otro marino con este apellido salvo el héroe nacional, lo que permite suponer que también don Miguel se dedicó a este lucrativo mercado en algún momento de su vida.

Fernando Grau, un descendiente del marino, asegura que su antepasado, si bien viajó a esos parajes en esa época, no participó en el transporte de «canacas» (nombre que se daba a los primitivos habitantes de la Polinesia).

El sistema más usual que emplearon los esclavistas para capturar sus presas humanas consistía en desparramar por la playa abalorios que llamaban mucho la atención de los aborígenes, tanto que se agolpaban para recogerlos. Cuando lograban reunir una cantidad interesante de posibles víctimas, los tripulantes comenzaban a disparar al aire e incluso sobre alguno de los incautos, causando pánico. Los que no lograban huir eran capturados y llevados a bordo de las naves. Mediante este procedimiento, que seguramente repitieron con variantes porque es difícil de creer que los nativos fuesen engañados tantas veces con el mismo truco, diezmaron a la población polinésica en general y pascuense en particular.

Como si solamente el rapto no fuese en sí una gran tragedia, en Rapa Nui además capturaron a toda la clase dirigente y a los maori, los sabios que eran los únicos que podían interpretar las tablillas parlantes en las que está escrita la historia de la isla. Con la desaparición de estos personajes nunca han podido ser descifradas.

Sebastián Englert, misionero capuchino alemán fallecido en 1969, que además era lingüista y etnólogo, durante treinta y cinco años misionó en Rapa Nui. En su libro La Tierra de Hotu Matu´a: historia y etnología de la Isla de Pascua, describió así la catástrofe:

«No es exageración si decimos que la cultura de Hotu Matu´a recibió un golpe fatal y final, pues entre los que fueron llevados como esclavos a las islas guaneras y sucumbieron allí, se encontraba el Ariki henua [jefe supremo], Kai Mako´i y su hijo Maurata, además de muchos hombres sabios llamados «maorí», instruidos en el arte de leer y escribir las tablillas kohau rongorongo. Con ellos desaparecieron los últimos restos de la antigua religión y cultura».

Para agravar aún más el drama, la inmensa mayoría de los habitantes de esas regiones casi inexploradas carecían de inmunidad frente a enfermedades existentes en el continente americano, como la viruela y la tuberculosis. Algunos hablan también de la lepra, aunque es probable que ese contagio fuera transmitido entre los propios polinésicos. La mortandad por estas dolencias fue enorme en los forzados migrantes.

Sólo la intervención del Gobierno de Francia que conminó, a través del gobernador de Tahiti, al de Perú a poner fin a este expolio humano, permitió terminar con esta situación. Paralelamente, el obispo de la Polinesia solicitó a los peruanos la repatriación de los raptados.

Perú, deseoso de poner fin a este vergonzoso episodio, compró los derechos a muchos de aquellos que adquirieron a estas personas y procedieron a ordenar el regreso de 1.216 polinesios a sus sitios de procedencia.

Pero esto desencadenó nuevas tragedias. Según informa Rudolfo A. Philippi en su libro Isla de Pascua y sus habitantes, se calculan en cien los isleños devueltos a Rapa Nui, de los cuales cincuenta y cinco murieron durante el viaje. Los que sobrevivieron lo hicieron portando las plagas que habían causado la mortandad en Perú, acarreando nuevas desgracias y más muerte a la isla.

Philippi cita en su obra a un oficial, de iniciales R.S., de la nave inglesa Topaze, que escribió un extenso artículo sobre su viaje en el periódico de su país Macmillan´s Magazine, de marzo de 1870, donde afirma, entre otras cosas, que sólo tres de los repatriados lograron permanecer con vida.

La misión del Topaze, que debió tardar algún tiempo, fue llevar a Inglaterra algunos moais, los gigantescos monumentos de piedra volcánica característicos de la isla, por encargo del Museo de Londres.

El drama humano que produjo en Pascua el éxodo forzado de polinésicos fue de una letalidad tal que, cuando llegaron los sacerdotes del Sagrado Corazón a misionar, la epidemia tenía a muchos isleños al borde de la muerte. Concluida la peste, los misioneros contabilizaron sólo algo más de un centenar de habitantes en toda la isla.

Pero no solo los pascuenses sufrieron, porque la orden de repatriar fue para todas las islas de la Polinesia, con resultados similares. Para mayor desgracia de estos infelices, inescrupulosos capitanes de algunos de los barcos contratados para esta misión no se tomaron la molestia de dejar a todos los retornados en sus respectivas islas.

Se sabe de 426 personas, habitantes de las islas Kiribati, Tonga y Tuvalú que fueron abandonadas a su suerte en la isla Cocos, frente a Costa Rica. Sólo treinta y ocho sobrevivieron, y fueron rescatados un año después por el vapor de guerra peruano Tumbes y trasladados a Paita, donde terminaron integrándose en la población local.

¿Cómo supo el capitán del Tumbes de este abandono? ¿Lo enviaron desde el Gobierno porque algún marinero arrepentido confesó lo ocurrido a su regreso al Perú? Preguntas de difícil respuesta.

Para entonces, la tragedia humanitaria estaba consumada. Toda la Polinesia debió reconstruirse socialmente a partir de los supervivientes, y las potencias coloniales comenzaron a tender sus tentáculos sobre esos territorios, poco antes vírgenes. Otros países, los más cercanos a las islas, como fue el caso de Chile, formaron parte de este reparto y, hasta hoy, mantienen conflictos sin resolver con los isleños.

Para saber más:

—Englert, Sebastián (2004). La tierra de Hotu Matu´a: historia y etnología de la Isla de Pascua y diccionario del antiguo idioma de Isla de Pascua. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.

—Nagaro, Fran (2010). «Artículos cortos sobre Perú antiguo». Perú Antiguo (blog).

—Philippi, Rodulfo A. (1873). Isla de Pascua y sus habitantes. Santiago de Chile: Imprenta Nacional.

—Beltrán y Róspide, Ricardo (1883). «La Isla de Pascua». Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid, 9.

—Parque Nacional Rapa Nui. La más completa historia de la Isla de Pascua. Consultado en diciembre de 2019.

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