La diabetes, con su paso cansino, privó a Leopoldo de sus atributos. Ya le había devorado dos dedos del pié y ahora iba por la pierna entera. Su memoria lo abandonaba como la gotera a la llave. Pero para su oficio, lo peor era la ceguera que le envolvía los ojos con su gasa sombría. La plaza de San Teobaldo se difuminaba ante él como en un eterno invierno.
La cámara Leica, su “socia”, entregaba imágenes inciertas que en nada se parecían a aquellas en las que eternizara actos cívicos, romances, familias y niños que ya eran ancianos como él. Los reclamos por desenfoque, cabezas amputadas o familias divididas, aumentaban. Pero Leopoldo, que se negaba a aceptar el deterioro de su vista, culpaba a la calidad de los líquidos reveladores y a su vieja cámara. Repetía muchas veces una toma, para lograr una foto mediocre y la paciencia de los clientes se agotaba pronto. Ya no esperaban, como antes, para ver su retrato en el papel. Cada vez con más frecuencia necesitaba que su amigo manisero enfocara y revelara, limitándose a oprimir el obturador. Seguir leyendo «UN FOTÓGRAFO CIEGO» →