En el vecindario lo conocimos como “La Máquina”. Jamás nos preocupó conocer su verdadero nombre. Tendría unos diez años más que yo, medía cerca de dos metros y pesaba, por lo menos, ciento treinta kilos. Su inteligencia era inversa a su musculatura.
Fui testigo de su fuerza impresionante cuando la Chevrolet Apache amaneció con el neumático desinflado y mi padre recordó, enrabiado, que tenía la gata prestada. Jugando le dije:
—Máquina, levanta la camioneta.
Y él la alzó como si se tratara de un saco de cemento. La mantuvo en alto hasta que mi viejo le instaló un tronco bajo el eje. Cuando hubo cambiado la rueda, La Máquina la depositó con suavidad en el suelo. Quedamos todos boquiabiertos.
Se transformó en mi sombra. Me seguía al colegio y se sentaba en la puerta hasta la salida. Los miércoles, porque tenía tarde deportiva, almorzaba ahí y él me esperaba. Llevar doble colación ese día para compartirla con él se hizo habitual, aunque su estómago parecía no tener fondo. Algunos compañeros me imitaron, tratando de conquistar su amistad; a todos les aceptaba la comida, pero sólo conmigo regresaba a casa, con su inmensa mano apoyada en mi hombro.
Sin proponérmelo, me convertí en su manager. Cuando alguien requería de sus servicios, hablaba conmigo. Cargaba sacos, objetos pesados, picaba leña. Era útil en cualquier menester que se necesitara fuerza bruta.
En una oportunidad, el cable de un ascensor con dos personas a bordo se había cortado y debía ser rescatado. Los bomberos suplicaron su ayuda, pero hizo caso omiso hasta que yo se lo pedí. Con fuerza prodigiosa tomó el cable de acero y jaló. La vena del cuello se hinchó; parecía lista para reventar, pero continuó tirando hasta que el aparato se movió levemente. Entonces se giró, apoyó el grueso cordón en su hombro y tiró hasta que el ascensor comenzó a subir. Sudor e hilos de sangre corrían por su espalda, los ojos inyectados parecían dos bolitas blancas y rojas a punto de saltar de sus cuencas. Lo elevó lo necesario para que los bomberos engancharan el cable al güinche del camión y concluyeran el rescate. Entonces se desplomó exhausto, sangrando por narices y oídos, mientras me miraba como excusándose por no finalizar solo el rescate.
A mis trece años, me ufanaba de la fuerza que era capaz de manejar. Empecé a pololear con Gabriela y él también se enamoró. Caminaba a nuestro lado sin dejar de mirarla. Se estrelló con postes, cayó en hoyos, tropezó con soleras, hasta arrasó un quiosco de frutas, pero no separaba la vista de ella. Aunque nunca le habló.
Gabriela se incomodaba con esa mirada fija, como focos de un interrogador policial y me puso entre la espada y la pared. Obviamente opté por ella. Salíamos furtivos de nuestras casas para encontrarnos en algún sitio y desde ahí desaparecer en microbús, alejándonos lo más posible de La Máquina.
Al comienzo resultó simpático. Nos reíamos con la aventura adicional que significaba amarnos huyendo de esta sombra gigante. Pero con el tiempo se hizo tedioso y ella me instaba, molesta, a que le exigiera que nos dejara tranquilos. No hubo caso. Yo le explicaba y La Máquina me miraba con su cara inocente, como dispuesto a acatar, pero cuando me ponía de pie, él lo hacía al mismo tiempo y caminaba a mi lado con una risa triunfal en su cara.
Rompí con Gabriela y La Máquina me sustituyó. Se instalaba frente a su casa por horas. Cuando ella salía, la escoltaba como perro fiel hasta el microbús o adonde fuera. Ahí la esperaba en la puerta para seguirla. Mi antigua novia intentaba ahuyentarlo con ademanes y palabrotas. En vano. La situación se hizo insostenible. Víctima de delirio de persecución, despertaba a medianoche gritando.
La Máquina se independizó. De nada sirvieron mis instrucciones y ruegos para que la dejara tranquila. Se obsesionó con ella. Los padres hicieron gestiones en la policía y en el hospital psiquiátrico de la ciudad para que lo internaran, pero se declararon incompetentes. Según ellos, La Máquina no constituía un peligro. Desesperados, Gabriela y su familia abandonaron el barrio.
Con ella fuera de circulación, volví a ser el camión que lo arrastraba para todas partes, aunque ahora me resultaba molesto. Lo expulsaba de mi lado enojado, pero él, riendo, apoyaba su manaza en mi hombro como si no me escuchara.
Cuando entré a la universidad y dejé mi ciudad intenté explicarle lo que ocurría. Lo sentí como una obligación, aunque fuese el causante de mi primera pena de amor. Me miró intrigado, como no entendiendo lo que le quería decir, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas. Me contagió. Lloramos en silencio. En ese momento entendí que mi vida, de una u otra forma, estaría siempre ligada a la suya. No condicionaría mi futuro, pero tampoco podría abandonarlo.
Entonces se me ocurrió hablar con Octavio, el menor de mis hermanos, que tendría unos doce años, y le pregunté si le gustaría tener un amigo fiel, además de guardaespaldas y cargador. Aceptó entusiasmado; nadie de esa edad desestimaría la amistad del gigante. En presencia de Octavio le expliqué una vez más lo que ocurría. Pareció entender, porque salió tras él.
Anduvo bien un par de años, hasta que mi hermano comenzó a salir con Rafaela y al igual que a mi antigua novia, La Máquina no le quitaba la vista. Pero Rafaela reaccionó distinto, fue más acogedora, lo mimaba y hasta lo besaba en las mejillas. Era común verlos a los tres pasear tomados de la mano. Se veían felices.
Ni Rafaela ni Octavio se percataron de que La Máquina se enamoró. Con el amor llegaron los celos que desataron todas las fuerzas contenidas en ese poderoso cuerpo de mente infantil.
He llorado mucho por mi hermano y por Rafaela, pero soy incapaz de sentir rencor por La Máquina.
Fernando Lizama-Murphy
Este relato forma parte del libro 24 Cuentos