Necesité amedrentar a Victoria, amenazarla de muerte para que me lo contara todo y se resistió hasta cuando el puñal comenzaba a penetrar en sus carnes. Cuando finalmente accedió, me obligó a jurar que no se lo contaría jamás a nadie. Menos a ti.
Así supe que aquella a la que siempre consideraste tu madre, no era tal.
Supe que naciste en un burdel de mala muerte en la calle 10 Oriente, en Talca; que tu auténtica madre era una puta a la que en un allanamiento en busca de drogas, la policía encontró postrada en un camastro inmundo, llena de pústulas y laceraciones y a ti, una guagua, llorando de hambre y frío en una caja de cartón. Supe que a esa pobre mujer la trasladaron al hospital, donde se le perdió el rastro y que a ti, una de las policías que participaba en la operación te llevo con ella, pensando en regresarte con tu madre cuando recuperara la salud.
Esa policía era Victoria.
Encariñada contigo, decidió dos cosas: renunciar a la policía para no tener que entregarte en un hogar de menores y huir de Talca. Así llegaron a Antofagasta. También supe que en el norte recibiste una buena educación y que en un ambiente acogedor, te convertiste en la hermosa mujer que conocí cuando estudiabas en la universidad, en Santiago.
En la capital llevabas una vida licenciosa que imaginé como la típica reacción de la hija sobreprotegida que de pronto encuentra esos espacios de libertad, que decide aprovechar a concho.
Pero me confundían tus excesos.
─¿Por qué ─me preguntaba─ una muchacha tan hermosa se entrega a la lujuria con tanto desenfreno, como emperatriz romana?
Pero eso no impidió que me enamorara de ti.
¡Cuánto tiempo anduve tras tuyo como perro encadenado! ¡Cuántas veces lloré desesperado al verte en otros brazos! Cuántas horas perdí en pos de tus pasos extraviados, soñando en que me miraras sólo a mí, que no te fijaras en mis atributos externos, sino que además, aunque fuera de reojo, contemplaras mi interior y finalmente me abrieras tu corazón.
Hasta que lo conseguí.
Entonces me ilusioné sinceramente, creyendo que mi amor era correspondido, que de tanto insistir había conseguido conquistarte y más iluso aún, que me serías fiel.
Pero cuando nos fuimos a vivir juntos, comenzó mi otra lucha, ahora para apropiarme de esa fidelidad que me negabas.
Aunque muy pronto supe que jamás lo conseguiría.
Lloraba de impotencia y de frustración las noches en que regresabas tarde, dando explicaciones inconsistentes y con señas evidentes de haber estado entre otros brazos.
Me juraba una y otra vez que nunca más te perdonaría. Pero siempre terminaba haciéndolo.
La confesión de Victoria me permitió descubrir que lo tuyo era genético, que te corría por las venas porque estaba incorporado a tu sangre caliente, que ningún esfuerzo mío te haría cambiar.
Descubrí que lo de hija de puta no era sólo una metáfora.
Supe que dar rienda suelta a tus más básicos instintos te resultaba imprescindible, como comer.
Imaginé que tus deseos de serme fiel eran sinceros, pero que la lascivia superaba tu voluntad, tal como me ocurre con el cigarrillo.
No sé por qué cuando conocí a Victoria me empeciné en conocer la verdad. A pesar de que me narraba tu vida oficial una y otra vez, intuía que algo me ocultaba.
Y yo insistía e insistía, la presionaba, le gritaba, hasta que descubrí una vacilación, una inconsistencia. Algo que, de tanto oírlo, no me cuadraba.
Tal vez si no le hubiese arrancado la verdad a la fuerza a Victoria, ahora no estaría preso.
Fernando Lizama-Murphy
Este relato forma parte del libro 24 Cuentos