Crónica de Fernando Lizama-Murphy
Hay en Rayén Quitral una gran cantante lírica en potencia, pues difícil es imaginar voz más fresca, de timbre más grato, de más fácil emisión y extensión igual todo lo que concurre a señalar en la joven artista de veinte años un cúmulo de cualidades naturales, de las que puede esperarse el máximo para el futuro.
La Prensa, Buenos Aires, 14 de septiembre de 1937.
Existen seres humanos a los que la naturaleza los dota de habilidades superiores. Muchos se pierden en el camino por falta de oportunidades, por problemas de carácter, porque sus contemporáneos no son capaces de valorarlos o porque el entorno no les permite su desarrollo.
Otros, como el caso de María Georgina Quitral Espinoza, nos muestran cómo una persona nacida en una situación de gran pobreza material, con esfuerzo y un poco de suerte puede destacar en un ambiente absolutamente opuesto a su realidad.
María Georgina nació el 7 de noviembre de 1916 en Iloca, caleta de pescadores ubicada en la desembocadura del río Mataquito, en cuya ribera murió combatiendo Lautaro, el más grande cacique araucano. Su padre, Fidel Quitral Correa, que falleció cuando la niña era muy pequeña, era un humilde peón agrícola cuya herencia mapuche, aparte del apellido, no era muy distinta a la de muchos campesinos de la zona central de Chile. La madre, que trabajaba como empleada doméstica en una casa ilocana, se llamaba Elena o Fidelina Espinoza Letelier.
Cuando la mujer enviudó decidió partir con sus tres hijos, Elsa, René (que sería arquero del club de fútbol Santiago Wanderers de Valparaíso) y María Georgina a establecerse en San Javier de Loncomilla, siempre en la zona central del país.
Ahí la futura cantante de ópera realizó sus estudios primarios hasta que su madre, quizá buscando mejores horizontes, decidió trasladar nuevamente su residencia, ahora estableciéndose en Curicó, donde la niña, que por esa época tenía siete años, comenzó a lucir su voz en reuniones familiares y en la iglesia.
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