“… es esta una ciudad encantada, no dada a ningún viajero descubrirla, aun cuando la ande pisando, ya que una espesa niebla se interpone siempre entre ella y el viajero y la corriente de los ríos que la bañan refluye para alejar embarcaciones que se aproximan demasiado. Sólo al fin del mundo la ciudad se hará visible para convencer a los incrédulos de su existencia.»
Del libro “Chiloé y los chilotes”, de Francisco Cavada (1914)
Gran parte de la historia de la humanidad se ha escrito a partir de sueños, de ilusiones, de búsquedas de tesoros, de ciudades encantadas o de paraísos perdidos. A todos nos gustaría tener un hada madrina o encontrar la lámpara con el genio que nos concede los deseos. Los hombres somos soñadores empedernidos y muchas veces trasmitimos a nuestros semejantes, como si fueran reales, esas visiones que nos llenan de esperanzas por un mundo mejor. Los juegos de azar, las religiones y los partidos políticos son también creadores de utopías que los humanos, llenos de esperanzas, porque no vislumbramos algo mejor, aceptamos como realidades indesmentibles en las que buscamos refugio. Y disfrutamos escuchando a aquellos que nos hablan de mundos más justos, de tierras prometidas, de riquezas inmensas que, una vez conquistadas, nos permitirán una vida de holganza. Nos llevarán al bíblico Paraíso Terrenal o a la Jerusalén celestial.
Uno de estos sueños, que duró trescientos años y que para muchos persiste hasta hoy, es el de la Ciudad de los Césares.
De cómo se forjó y de quienes partieron en pos de convertirlo en realidad, hablarán las crónicas que iniciamos con esta primera entrega.
Primera Fuente
El 1° de septiembre de 1513, en compañía de ciento noventa españoles, un número indeterminado de indígenas y llevando sus perros, Vasco Núñez de Balboa inició el cruce del istmo de Panamá buscando el nuevo mar del que le hablaron los aborígenes. Después de un sinfín de peripecias, de batallas en contra de tribus hostiles y de una lucha feroz enfrentando la selva impenetrable y repleta de fieras, el 29 del mismo mes mojó sus pies en un océano inmenso que bautizó como Mar del Sur.
Este hallazgo permitió a los españoles comenzar a cuantificar, en toda su dimensión, el descubrimiento hecho por Cristóbal Colón veintiún años antes. El nuevo mar que Balboa ponía a disposición del rey de España, les abría un mundo casi sin fronteras y les permitiría crear un imperio en el que nunca se pondría el sol.
Pero Balboa supo de cerca que atravesar el istmo de Panamá no era tarea fácil, y el rey español quería tomar pronta posesión de los territorios y de las riquezas a las que se accedía por esta nueva ruta. España necesitaba encontrar con urgencia un paso que comunicara por mar estos dos océanos que el valiente aventurero había logrado unir por tierra.
Los demás países europeos, especialmente Portugal, su gran competidor en los océanos y en sus afanes de conquista, permanecían expectantes a los avances de los hispanos porque también querían una tajada de los tesoros que entregarían estos nuevos territorios. Y porque eran tan remotos y tan inconmensurablemente extensos, creían que la torta debería alcanzar para todos, idea que los españoles no compartían.
Entonces el Rey Fernando El Católico encomendó a Juan Díaz de Solís que hiciera un viaje secreto en busca del paso que permitiera unir los dos océanos. Claro que de “secreto” no tuvo mucho, porque los portugueses supieron de él e intentaron, mediante distinto ardides, evitarlo. Pero no lo consiguieron.
Juan Díaz de Solís, que según algunos investigadores nació en Alentejo, Portugal, y según otros en Sevilla, zarpó de San Lúcar de Barrameda el 8 de octubre de 1515 con tres pequeñas carabelas y una tripulación de setenta hombres, en busca del paso transoceánico.
El 20 de enero de 1516 llegó a lo que hoy es Punta del Este, en Uruguay, y que él bautizó como Puerto de Nuestra Señora de la Candelaria. Desde ahí descubrió un brazo de mar cuya agua era menos salobre que la del océano, por lo que lo bautizó “Mar Dulce”. Sin saberlo, había descubierto el Río de la Plata.
Pensando que podría tratarse del anhelado paso interoceánico, se internó por su cauce en una de las carabelas, llegando hasta las cercanías del sector que hoy es conocido como Arroyo de las Vacas. Ahí desembarcó junto a siete tripulantes, los que fueron atacados por los indios. Sólo uno sobrevivió. Los demás, cuenta la historia, fueron asesinados a la vista de los tripulantes que permanecieron en la nave, luego los asaron y se los comieron. Destino que también corrió Solís, no así el sobreviviente, Francisco del Puerto, grumete que se salvó de ser engullido por sus captores y que, en cambio, lo adoptaron.
Los observadores de tan dantesco espectáculo huyeron rápidamente, retornando al lugar donde esperaban las otras dos naves expedicionarias. Tomó el mando Francisco de Torres que decidió regresar a la península ibérica. Antes hicieron escala en la isla Santa Catarina, en Brasil, donde una de las carabelas zozobró, dejando en el continente americano a dieciocho expedicionarios.
La mayoría de estos náufragos logró sobrevivir en la isla. Ahí, por boca de los nativos, se enteraron de la existencia, hacia el poniente, de un país en el que el oro y la plata abundaban al extremo que sus calles estaban pavimentadas de esos metales. Con seguridad los marinos deseaban llegar a esas riquezas, pero no contaban con los medios para hacerlo. Quizás por un milagro la oportunidad podría presentárseles.
Y algo parecido a eso ocurrió.
El 3 de abril de 1526 zarpó desde Sevilla, con destino a Las Molucas, un archipiélago ubicado en Indonesia y que entonces se conocían como Islas de las Especias, una expedición dirigida por el marino veneciano Sebastián Caboto. Esta flota cruzaría por el Estrecho de Magallanes, descubierto en 1520, para dirigirse hacia el poniente. Pero Caboto decidió recalar en la isla de Santa Catarina, donde para su sorpresa, encontró a algunos de los sobrevivientes de la expedición de Díaz de Solís, que no tardaron en informarle de todo aquello que habían aprendido en los diez años que llevaban viviendo en esos parajes. También narraron la trágica aventura dirigida por uno de ellos, un portugués llamado Alejo García.
Alejo García entabló buenas relaciones con los nativos y convencido de la veracidad de las historias de ciudades de oro y plata, decidió organizar su propia expedición. Lo secundaron algunos de los náufragos de Solís, pero el mayor contingente fueron indios. Partiendo desde Santa Catarina, cruzaron todo Sud América hasta llegar a las tierras del Rey Blanco que, se supone, era el nombre que daban al Inca. Ahí consiguieron muchas riquezas, pero cuando regresaban a Brasil, fueron emboscados por unos indígenas que asesinaron a todos los ibéricos. Solo algunos nativos lograron huir y fueron los que narraron las peripecias vividas. Como muestra de sus logros, llevaban algunas piezas de oro y plata que entregaron a aquellos sobrevivientes de la expedición Solís que permanecieron en Santa Catarina.
Por supuesto que la codicia brilló en los ojos de Caboto y de sus tripulantes al escuchar de esas tierras pletóricas de riquezas de las que hablaban los náufragos.
El veneciano decidió entonces postergar su misión y seguir el curso que había hecho su antecesor. Entró en el que entonces llamaron Río de Solís y que ahora conocemos como Río de la Plata, en una nave de fondo plano construida especialmente para poder navegar en aguas poco profundas, internándose hasta la confluencia del río Paraná con el Carcaraña, donde fundó la ciudad de Sancti Spiritu, en 1527. Por esos parajes encontró a Francisco del Puerto, el único sobreviviente de la matanza en la que murió Solís junto a sus marineros, quien se ofreció como guía e intérprete.
Mientras Caboto seguía río arriba, uno de sus capitanes, llamado Francisco César, solicitó autorización para expedicionar por tierra hacia el poniente, lo que le fue concedido. Según el historiador José Toribio Medina, dividió a sus catorce hombres en tres grupos que partieron, en noviembre de 1528, por rutas distintas. César regresó junto a parte de su tropa en febrero de 1529, o sea, alrededor de tres meses después, asegurando haber visto muchas riquezas de oro, plata y piedras preciosas.
Considerando que se trataba de tierras desconocidas habitadas por indígenas hostiles, resulta difícil de aceptar que en ese plazo los aventureros hayan podido recorrer una distancia tan larga como para llegar y regresar hasta el Cuzco. Tampoco es probable que arribase a los cerros de Potosí, cuya plata no fue descubierta por los europeos hasta varios años después. Menos a la Patagonia, región en la que el imaginario popular radicó la mítica Ciudad de los Césares. Lo más probable es que llegara hasta las Sierras de Córdoba donde habitaban los diaguitas que, influenciados por los incas, también habían desarrollado una magnífica orfebrería en la que utilizaban metales preciosos.
Por otra parte, es importante hacer notar que la expedición de Francisco Pizarro que conquistó el Imperio Inca, se inició en 1528 y su consolidación en Perú no se produjo sino hasta 1532. Hasta entonces, los españoles solo conocían de oídas que yendo hacia el sur del continente existía una cultura superior, cuyas riquezas eran inimaginables. Es muy poco probable, o casi imposible, que antes de su viaje César hubiese escuchado hablar de la magnífica cultura andina.
En todo caso, Francisco César regresó a España junto a la expedición de Caboto. Él y los integrantes de su expedición terrestre narraron a quién quisiera escucharles sus aventuras y desde entonces se comenzó a hablar de esas tierras ignotas, sin ubicación geográfica determinada y supuestamente repletas de riquezas, como las “tierras de César”, expresión que muy pronto, por deformación, derivó a la “tierra de los Césares”, para, finalmente, dar lugar a la “Ciudad de Los Césares”.
Y así comenzó la leyenda.
Fernando Lizama Murphy
Marzo 2017.