JUAN SANTOS ATAHUALPA

Tú y los tuyos nos estáis matando con vuestros sermones.

Ignacio Torote, líder indígena.

Juan Santos AtahualpaTendemos a asociar al Perú con la cultura inca, y si bien es cierto ellos lo dominaron durante trescientos años, no fueron la única etnia que pobló el vasto territorio peruano. De hecho, existieron innumerables pueblos que los enfrentaron o que prefirieron perderse en la montaña y la selva antes que aceptar el dominio de los Reyes del Sol.

Por otra parte, si aceptamos las investigaciones del arqueólogo estadounidense Richard MacNeish sobre el poblamiento del territorio peruano, podemos decir que estaba ocupado por el hombre de Papaicasa, en la región de Ayacucho, desde hace más de 20.000 años. Con este parámetro, los tres siglos de hegemonía inca representan muy poco, no así la trascendencia que tuvieron en la evolución cultural, artística y religiosa de una parte importante de Sudamérica.

Pero el imperio incaico se levantó sobre las espaldas de muchos pueblos que se sometieron, a veces por las buenas, otras después de oponerse por las armas. Y como ocurre siempre, cuando los incas utilizaron medidas de fuerza, tanto para subyugar como para cobrar tributos, sembraron muchos enemigos. Eso, en gran medida, favorecería la penetración hispana, que aprovechó estas odiosidades para obtener aliados.

Pero una vez consumada la colonización, los españoles comenzaron a repartirse la tierra y sus habitantes, los que muy pronto se dieron cuenta que solo habían cambiado de amo, en muchos casos por uno nuevo que exigía más, castigaba más y que intentaba imponer su Dios a la fuerza.

Algunos pueblos, sobre todo aquellos que se habían resignado al yugo inca, aceptaron con relativa docilidad a estos nuevos patrones; otros, a poco andar, se rebelaron y hubo algunos que, ante la imposibilidad de defenderse de la penetración religiosa y de la maquinaria bélica española, apoyada por indígenas sumisos, prefirieron dejar sus territorios e internarse en la selva para conservar su independencia.

Pero los conquistadores eran insaciables y cada día intentaban incorporar una nueva mascada del territorio que ya consideraban propio, sometiendo de paso a todos aquellos naturales que caían bajo sus dominios. Y si no eran los militares, eran los sacerdotes que, escudados en la cruz, se internaban aún más en terrenos para ellos inexplorados, con el propósito de divulgar la fe. Treinta y dos misiones se establecieron en la zona conocida con el Gran Pajonal, quizás la más reacia del Perú central para someterse a los hispanos.

Pero como no todos los nativos estaban dispuestos a soportar los abusos a que los sometían los nuevos verdugos, surgieron rebeliones, levantamientos, ataques sorpresivos de aquellos que luchaban por defender las tierras que les pertenecían desde siempre, además de su libertad. Más de un centenar de estos hechos se registran entre 1619 —cuando cuatro mil indios záparos rebeldes fueron derrotados por Pedro Baca de Vega, siendo sometidos a terribles torturas— y 1742, año en que aparece en escena Juan Santos Atahualpa.

Cabe hacer notar que los únicos episodios y las únicas verdades registradas de los mismos, fueron aquellas de las que dejaron constancia los misioneros.

Durante esta lucha aparecieron varios líderes, algunos cuyos nombres nunca asomaron en los libros de historia, o porque nadie supo de ellos o fueron tan efímeras que no alcanzaron a ser registradas. No fue el caso de Juan Santos Atahualpa, que, aunque no alcanzó la notoriedad de Túpac Amaru, supo mantener por más de diez años a los colonizadores en jaque.

Se estima que Juan Santos nació en las cercanías de Cajamarca o del Cuzco, porque se educó en el Colegio de Caciques de esta ciudad. Esto hace presumir que provenía de cuna noble, pues esos colegios fueron creados por los religiosos para evitar la influencia de los sacerdotes incas en los descendientes de los nobles del imperio. Utilizando terminología actual, podríamos decir que nacieron para lavar el cerebro de la futura clase dirigente inca.

Se supone que los conocimientos adquiridos por Juan Santos, que dominaba varias lenguas nativas, además del español, el latín y, al parecer, el inglés son producto de esta educación. También poseía notables conocimientos de la historia y la geografía de la sierra peruana.

Existen antecedentes que permiten establecer, con relativa certeza, que entre 1724 y 1734 viajó por Europa y África en compañía de un sacerdote franciscano. Al parecer recorrió España, Francia, Italia e Inglaterra, y, en el continente africano, Angola y Congo.

Tal vez conocer los contrastes entre las condiciones de vida de los países europeos con los africanos, le permitiera intuir hacia dónde iba la catástrofe que se estaba gestando en el Perú con las culturas nativas. Por eso, una vez de regreso, se dedicó a recorrer la sierra buscando adeptos para una rebelión a la que convocaría a todas las tribus que se quisiesen unir. Estaba decidido a expulsar al invasor. Sus principales aliados los encontró entre los asháninkas, pero también lo apoyaron los pibos, los mochobo, los cocama y muchas otras tribus de naturales, hartos de los abusos.

No pocas de estas tribus eran enemigas entre sí, pero como suele ocurrir frente a las desgracias, en Juan Santos encontraron el catalizador para dejar atrás viejas diferencias y luchar todos por una causa común tan básica como lo es la libertad de sus pueblos.

Así describe el reclutamiento el sacerdote franciscano Manuel Del Santo, uno de los principales informantes de las andanzas de Juan Santos:

Llama a todos los indios Amajes, Andes, Cunibos, Sepibos, Simirinchis, y ya los más los tiene juntos y obedientes a su voz; y todos clamando que no quieren Padres, que no quieren ser cristianos, e incitándole a que les deje matar a los negros…

La educación en el Colegio de Caciques permite suponer que efectivamente provenía de la familia real incaica, aunque algunos alumnos eran escogidos por los curas, independiente de su cuna, por mostrar habilidades especiales para el aprendizaje. Pero Juan Santos aseguró que sí tenía origen noble y, apelando a este derecho, agregó a su nombre el de Atahualpa, el inca traicionado por Pizarro.

El otro rasgo a destacar de este peculiar personaje es que nunca abandonó su formación cristiana y, para él, la lucha fue una especie de cruzada para liberar a su pueblo, pero manteniendo la cruz como símbolo. De hecho, siempre colgaba de su cuello una cruz de oro. Según algunos que han escrito sobre él, su pensamiento religioso fue evolucionando durante la lucha hasta llegar a declararse hijo de Cristo y Dios de América. Con el tiempo, su liderazgo fue adquiriendo aires mesiánicos.

También es curiosa su actitud frente a los negros. Al comienzo de su discurso se manifestó en contra de ellos y propiciaba su expulsión, junto a los blancos, pero entre sus colaboradores tenía a un cuñado de origen negro y durante sus campañas militares se rodeó de varios asistentes de raza negra. Al parecer, el hecho de que sacerdotes, terratenientes o empresarios mineros utilizaran esclavos negros como personas de confianza y como ejecutores de los castigos que se les imponían a los nativos, hizo nacer en él un recelo que se fue extinguiendo con el tiempo.

Este rasgo resulta doblemente curioso, porque si vivió en Angola y Congo, como aseguraba, seguramente fue testigo de los abusos que se cometían en contra de los negros. Si fue así, la lógica indicaba que debió ser solidario con ellos y no su enemigo.

Las primeras noticias que se tienen de la rebelión que encabezó llegaron a conocimiento de las autoridades en junio de 1742 a través de una carta que les envió fray Manuel del Santo. Este sacerdote pretendía entrevistarse con él para conocer sus verdaderas intenciones e intentar hacerlo recapacitar. Por lo que le había tocado ver y vivir, estaba muy consciente de la fragilidad de las relaciones de la iglesia y de los españoles con los naturales de esa zona:

Viene este Indio, que dice ser Inca del Cuzco (llamado Atahualpa) traído por el río por un Curaca simirinchi, que se llama Bisabequi… Su ánimo es, dice, cobrar la corona que le quitó Pizarro y los demás españoles, matando a su padre (que así le llama al Inca) y enviando su cabeza a España.

Pero no fue el sacerdote Del Santo quien tuvo el primer contacto con el rebelde, sino que el reverendo Santiago Vásquez de Caicedo. La entrevista fue en el pueblo de Quisopango y así nos la relata Del Santo en su carta:

Llegó a dicho pueblo a las cinco de la tarde y al entrar en él halló a los indios dispuestos en forma de media luna. El padre gritó “Ave María’; y ellos por costumbre respondieron: ‘Sin pecado concebida’. Cerraron los indios el círculo, cogiendo al padre en medio y luego le quitaron de las manos el báculo con la cruz que tenía. Salió el fingido inca, y saludándose ambos, el padre le preguntó su nombre y algunas oraciones en castellano, y rezó el credo en latín. Hizo sentar al padre, y mandó que le trajesen de merendar. Díjole después que había mucho tiempo que deseaba manifestarse; pero que Dios no le había dado licencia hasta entonces. Que venía a componer su reino, y que su ánimo era salir a coronarse a Lima; que no quería pasar a España ni a reino que no fuese suyo. Que el virrey podía tener a bien dejarle tomar posesión de sus reinos, porque de lo contrario a él y a su hijo les tiraría el pescuezo como a unos pollitos.

Además, demostró conocer a la perfección la zona y no dejó dudas de la lealtad de sus súbditos. Como corolario, agregó que tenía contacto con los ingleses para que le ayudasen a recuperar su reino.

Juan Santos Atahualpa había logrado formar un interesante ejército, se estima que de unos dos mil combatientes, aprovechando el descontento de los nativos y los había instruido para llevar a cabo una guerra de guerrillas. Tenía muy claro que su desventaja era enfrentar el armamento español, como también que su mejor aliado era el terreno selvático, que sus huestes conocían de memoria.

Cuando los sacerdotes enviaron las novedades a sus superiores del Cuzco, éstos no vacilaron en hacerlas llegar de inmediato a las autoridades virreinales. Como eran tantas las rebeliones que habían enfrentado, ésta no les hubiese llamado la atención si no fuera por la posible alianza con los ingleses. Desde hacía tiempo existían rumores de las intenciones británicas de apoderarse de las colonias españolas de América y, poco tiempo antes, había recorrido el litoral peruano la flota del marino inglés George Anson. Fue esta posible colusión lo que gatilló la reacción del virrey.

El almirante Anson zarpó desde Inglaterra hacia América con una flota de siete naves y con instrucciones precisas: atacar los puertos españoles del Pacífico hasta llegar a Panamá. Mientras Anson se hacía del istmo por la banda occidental, una gigantesca flota haría lo mismo por el Caribe, más específicamente asaltaría Cartagena de Indias. Pero la expedición fracasó por todos lados. En Cartagena fueron rechazados tres veces por el almirante Blas de Lezo, con grandes pérdidas de vidas y materiales, y la flota de Anson sufrió muchas bajas por el mal tiempo y las enfermedades durante la travesía, llegando al Pacífico muy debilitada. Solo tres naves lograron arribar al archipiélago de Juan Fernández. Pese a las precarias condiciones en las que se encontraba su escuadra, atacó Paita en noviembre de 1741. Poco después, y a raíz de la poca tripulación disponible, abandonó dos naves y navegó con rumbo a Oceanía con una sola embarcación, con la que logró dos hazañas: capturar el galeón de Manila, cuyas riquezas lo hicieron millonario y famoso, y dar la vuelta al mundo.

En Perú el ataque de Anson a Paita despertó una gran inquietud, por eso la posible colusión entre Juan Santos y el almirante inglés causaba tanta preocupación.

Juan Santos era consciente de que sus amenazas no serían suficientes para conseguir que el virrey abandonase el país, por lo que comenzó la preparación de sus ejércitos. Nombró general al curaca de Metraro y Eneno y, como lugarteniente, a su cuñado negro.

La cruzada que estaba emprendiendo Juan Santos tenía un precedente cercano. En marzo de 1737, un lustro antes, Ignacio Torote, cacique de Catalipango, entró junto a un grupo de indios al pueblo de Sonomoro y asesinó a tres misioneros, dos donados y quince creyentes que se encontraban en la capilla del lugar. El gobierno en Lima, preocupado por una posible escalada de violencia, tomó como primera medida nombrar gobernadores militares en Jauja y en Tarma. Los designados fueron Benito Troncoso y Pedro Milla respectivamente. Pero la reacción virreinal fue lenta y organizar un ejército les tomó siete meses. Por supuesto que en ese generoso plazo el cacique agresor desapareció. Al final, los habitantes del pueblo, que nada hicieron por defender a los agredidos, fueron acusados de complicidad por las autoridades y pagaron un alto precio por este ataque.

Ahora, frente a la nueva complicación que representaba Juan Santos Atahualpa, desde Lima entregaron la responsabilidad a los mismos jefes militares: Milla y Troncoso. Estos hombres en conjunto pensaron en una estrategia envolvente para capturar, con la ayuda de indios leales, al jefe rebelde. Además, estaban contra el tiempo: si no aprovechaban la estación seca, con lluvia les resultaría imposible circular por esos territorios.

La primera campaña fue compleja. Los ataques fulminantes de los nativos a las tropas españolas y a sus aliados, les impedían avanzar. La misma técnica utilizaban frente a aquellos sacerdotes, que con la ayuda de lugareños leales, intentaban construir puentes y calzadas para facilitar el avance de las tropas, sobre todo de la caballería, que muy poco podía hacer en terrenos montañosos y selváticos.

A mediados de octubre de 1742, Troncoso, llevando a sus tropas a marcha forzada, logró sorprender a los rebeldes en Quisopango, donde Juan Santos tenía su arsenal. No fue una batalla decisiva, aunque fue la única vez en que las tropas virreinales derrotaron a los nativos. Pero pronto llegó la lluvia y los españoles se vieron obligados a regresar a sus cuarteles.

En 1743 el virrey envió un nuevo ejército de más de quinientos hombres para capturar al rebelde. Nuevamente fallaron las estrategias, pero ahora con un saldo tremendo para las tropas españolas, que fueron masacradas en Chanchamayo.

El costo en vidas y monetario que estaba alcanzando el conflicto superaba cualquier presupuesto, por lo que el virrey ordenó un statu quo. Se reforzarían las fortalezas en el entorno del conflicto para evitar que éste se extendiera. Pero en España no estuvieron de acuerdo con la actitud conservadora del virrey y lo reemplazaron por José Antonio Manso de Velasco, que hasta ese momento ocupaba el cargo de Gobernador de Chile, desde donde venía fogueado en la lucha contra los mapuches.

Tres años después de la última campaña se inició la ofensiva inspirada por el nuevo virrey, que creyó que si atacaban en la temporada de lluvias lograrían sorprender a los insurrectos. Fue el más sonado fracaso. No solo no lograron su propósito, sino que tuvieron pérdidas enormes de vidas, tanto a consecuencia de los enfrentamientos, como a causa de las enfermedades y los accidentes. Después de unas jornadas agotadoras los soldados ya no pensaban en luchar, simplemente se conformaban con sobrevivir. Los rebeldes, quizás para demostrar que estaban en mejores condiciones que los hispanos, atacaron el poblado de Monobamba.

Después de este desastre el virrey decidió continuar con la política de mantener las fronteras en el sitio en el que estaban para tratar de impedir la expansión del movimiento indígena.

Durante los siguientes cinco años la guerra se limitó a algunas escaramuzas, casi siempre por iniciativa de los nativos y destinadas, la mayoría de las veces, a robar alimentos. Los españoles se limitaban a defender los lugares hasta entonces conquistados, lo que funcionó relativamente bien hasta el verano de 1751, cuando las tropas de Juan Santos atacaron el poblado de Sonomoro, defendido por catorce soldados que, frente a la superioridad de los enemigos, prefirieron huir.

Los rebeldes continuaron asediando poblados y caseríos cercanos, al parecer más en busca de comida que en una campaña de recuperación de territorios, porque en muchas oportunidades se limitaron a robar lo que necesitaban, para retirarse raudos a la selva.

Las últimas acciones de guerra que se registran, fueron el ataque de las tropas de Juan Santos al poblado de Andamarca, en el que solo quedaban dos blancos, ambos sacerdotes, y el intento por apoderarse de Acobamba.

Un lustro después, en 1756, tropas españolas dirigidas por Pablo Sáenz lograron internarse en la selva hasta Quimiri, sin ser atacadas. Desconcertados, pues esperaban una reacción adversa, consultaron a los franciscanos del lugar. Éstos informaron que los nativos dijeron que Juan Santos Atahualpa, el inca que logró mantener a raya durante más de diez años a los españoles, había muerto y que su cuerpo se había esfumado.

A partir de estos hechos la figura de Juan Santos se desvanece para la historia y se acrecienta en la mitología. Casi todas las versiones de su desaparición lo dan por muerto, algunos a manos de sus propias tropas cansadas de luchar, otros por causas naturales. Hay quienes aseguran que se elevó a los cielos o que reencarnó en algún antiguo dios. Incluso lo asocian con el Inkarri, palabra que fusiona los conceptos de “inca” y “rey”. Existen varias versiones para este mito surgido después de la llegada de los españoles. Este ser supremo se opone a Españarri (rey de España) que, además, según algunas versiones, representaría al dios cristiano. Inkarri, mediante engaños, fue asesinado por Españarri que lo hizo desmembrar y enterrar las partes de su cuerpo en los cuatro puntos cardinales del Perú, quedando la cabeza sepultada en el Cuzco. Según el mito, a partir de esta cabeza el cuerpo se estaría regenerando; cuando esté completo, se reinstaurará el imperio Inca. Otros aseguran que cuando el cuerpo esté restaurado, se acabará el mundo.

Por el momento, nadie sabe en qué lugar se encuentra sepultada esa cabeza. Mientras tanto, la historia de Juan Santos Atahualpa se fundió con la leyenda y continúa viva entre los pueblos de la selva peruana.

Fernando Lizama Murphy
Mayo 2018

Fuente

TORRE Y LÓPEZ, Arturo Enrique de la. Juan Santos: ¿el invencible? Histórica, [S.l.], v. 17, n. 2, p. 239-266, feb. 1993. ISSN 2223-375X.

Disponible en: <http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/historica/article/view/8192&gt;. Consultado el 21 de mayo de 2018.

3 comentarios en “JUAN SANTOS ATAHUALPA

  1. Niní Tuuli

    Interesantes extractos de la historia heroica Inca. Los recibo con mucha complacencia y agardecimiento. Después de un año vuelvo a deleitar mis ojos y refrescar la memoria con estos interesantes escritos, olvidados en las estanterias de las bibliotecas americanas. Lo saludo atentamente, Gracias

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