¿Por qué contentarnos con vivir a rastras cuando sentimos el anhelo de volar?
Helen Keller [Discurso en Philadelphia (8-07-1896)].

La loca geografía peruana, que se pasea por entre cordilleras, selvas, desiertos y valles, todo acunado por el inmenso Océano Pacífico, resultaba muy difícil de cubrir antes del invento que revolucionó el transporte humano: el avión. Desplazarse por tierra en el Perú era una odisea y los traslados que hoy representan unas cuantas horas antes significaban días, semanas o meses, y enfrentando grandes peligros. Con el advenimiento de la aviación todo ese problema comenzó a quedar, en parte, atrás. El desplazamiento de personas se hizo más expedito, aunque el traslado de carga debió esperar un tiempo más a que este nuevo medio de transporte evolucionara.
Pero para poder aventurarse en estos nuevos aparatos se requerían avezados pilotos que supieran leer el paisaje aéreo, hasta entonces solo cruzado por las aves. Por la precariedad de las aeronaves existentes en la época, esos pilotos pioneros arriesgaban sus vidas en cada viaje. Se necesitaba mucho coraje para ejercer ese oficio. La lista de estos osados hombres del aire es larga: hoy nos detendremos en uno de ellos que entregó, literalmente, su vida a la aviación peruana, el Comandante Pedro Canga Rodríguez.
Pedro Canga nació en 1898 en Moyobamba, ciudad ubicada en la selva amazónica, y quizás por eso supo mejor que otros de los problemas que producía vivir retirado de los centros de poder que, normalmente en esa época —y hoy, lamentablemente sigue siendo así— acaparaban gran parte de los recursos del país. Además, la conectividad era mala y, pese a que su ciudad natal era paso obligado de las caravanas que viajaban entre Lima y Quito, no contaba con caminos que permitieran un tráfico fluido hacia la capital y otros centros urbanos. Es fácil imaginar que si eso ocurría en una ciudad que cumplía la función de capital del departamento de San Martín, en zonas de más al interior, afectadas por un clima tropical con frecuentes lluvias que elevaban el caudal de los ríos, la situación era casi de permanente aislamiento.
A los jóvenes estos lugares apartados tampoco les ofrecían muchas oportunidades, ni laborales ni de estudios, por eso muchos emigraban, y uno de los destinos preferidos era seguir la carrera militar o naval. Por esta última se inclinó nuestro personaje y, en 1915, en el mismo año en que la Escuela Naval del Perú iniciaba sus actividades en el distrito La Punta, en El Callao, Canga comienza la carrera que lo ligaría de por vida a las fuerzas armadas del país.
En la marina logró ascender hasta el grado de Teniente Primero antes de pedir su traslado al Cuerpo de Hidroaviación, creado en 1919 y que tuvo su primera sede en la isla San Lorenzo. Canga recibe su licencia de piloto en 1931.
Como es lógico suponer, cuando tuvo alas las usó para volar,y de preferencia lo hizo hacia su selva natal. Él abrió la ruta aérea entre Iquitos y Puerto Maldonado, y batió el record de velocidad para unir Ancón con Iquitos. Durante su carrera profesional se esmeró en fabricar caminos por el cielo para llegar a esos lugares en los que la topografía era la enemiga de las comunicaciones, enemiga del progreso. Muchas de esas rutas son las que se usan hasta nuestros días para llegar a remotos sitios de la selva peruana.
Para entonces Pedro Canga ya era parte del Cuerpo de Aviación del Perú, que en 1938 cambió su nombre por el de Cuerpo Aeronáutico del Perú. Solo a partir de 1950 recibirá su actual denominación: Fuerza Aérea del Perú.
Pero este gran aviador no solo se destacó durante la paz. En el conflicto colombo-peruano de 1932-1933, comandó, con el grado de capitán, una escuadrilla de cazas Curtiss Hawk, que durante esta guerra tuvieron su base en Leticia. Por lo bien que conocía la topografía del sector, la misión encomendada a Canga fue de reconocimiento y desplazamientos de las tropas enemigas.
Concluida la conflagración continuó con sus labores habituales hasta 1936, cuando lo nombraron jefe de la Escuela de Pilotaje del Aeroclub del Perú. De ahí salieron los primeros pilotos civiles, que pasaron a ser reservas de la fuerza aérea nacional.
El emergente mercado latinoamericano despertaba la avidez de la mayoría de las industrias aeronáuticas de Estados Unidos y Europa, por lo que no resulta extraño que la fábrica de aviones Societá Aeroplani Caproni S.p.A. de Italia, interesada en mostrar sus productos en la Primera Conferencia Interamericana de Aviación, que se realizó en Lima en septiembre de 1937, instalara, con el beneplácito del Cuerpo Aeronáutico del Perú (CAP), en un sitio contiguo a la Base Aérea Las Palmas, una armaduría destinada a ensamblar sus aviones. Esta empresa recibió el nombre de “Fábrica Nacional de Aviones Caproni Peruana”. Hasta ella llegaron, a bordo de la nave Gloria Stella, cajas portando las aeronaves que se exhibirían en la Conferencia, las que posteriormente pasarían a manos del CAP.
Además, el gobierno peruano adquirió a la firma italiana dieciséis bombarderos ligeros modelo Ca.310 Libeccio, a los que los expertos del CAP solicitaron algunas modificaciones específicas con respecto al original. A estos modelos acomodados a los requerimientos peruanos se les agregó el apellido “Perú”. Según el contrato, los italianos debían entregar los aviones listos para ser armados en el Perú, en seis meses, es decir, en septiembre de 1938.

Cuando se acercaba el plazo de entrega, el gobierno decidió enviar a Italia una comisión para que evaluara el estado de avance y diera su conformidad a las características solicitadas. La comisión fue encabezada por Pedro Canga, que se encontraba en Italia desde antes, siguiendo unos cursos de Vuelo Ciego y Navegación en Alta Mar, ambos en la recién inaugurada Scuola di Applicazione della Regia Aeronautica, en Florencia.
Cabe hacer notar que posteriormente el proyecto conjunto entre el gobierno peruano y la fábrica italiana quedó en nada por el inicio de la Segunda Guerra Mundial, porque Perú se alineó con los aliados, enemistándose con Roma, lo que supuso el fin de las tratativas.
Las aeronaves, por problemas de suministros de materias primas, según la excusa dada por los fabricantes, estaban muy retrasadas y la verdad es que su construcción comenzó en Milán solo poco antes del arribo de la delegación peruana. Contrariado por la demora, Canga permaneció un tiempo presionando a los fabricantes y luego recorrió otras industrias italianas del rubro aéreo. Ahí pudo constatar que muchas empresas de ese país atravesaban por crisis de suministros a raíz de las ventas de materias primas que el gobierno de Mussolini estaba haciendo a la Alemania de Hitler, que se preparaba para la guerra. Los mismos italianos estaban insertos en una campaña armamentista que los obligaba a canalizar grandes recursos de todo tipo a su industria bélica.
Solo en marzo de 1939 la última aeronave salió de la línea de producción y comenzaron los preparativos para el despacho, por vía marítima, hacia el Perú. Quince Caproni Bergamaschi Ca. 310 “Perú” arribaron a El Callao a fines de mayo de 1939 para ser ensamblados en la planta limeña de la fábrica italiana. A fines de septiembre fueron puestos en funciones, luego de una pomposa ceremonia a la que asistieron las principales autoridades del país.
Lo que no alcanzó a saber Pedro Canga, que solo salió a la luz cuando se inició el proceso de armado de los aviones en Lima, era que éstos adolecían de muchas fallas, la mayoría a causa de la utilización de materias primas defectuosas.
Entre los defectos se citan los siguientes[1]:
- Mal funcionamiento del sistema de paso variable de las hélices.
- Fallas del sistema eléctrico.
- Fracturas en pistones y bielas por mala calidad del material empleado.
- Fisuras en los tubos de escape, por la misma razón.
- Falsas alarmas de incendio.
- Mal funcionamiento del sistema hidráulico.
Pese a que estos desperfectos fueron aparentemente superados, los aviones sufrieron un sinnúmero de accidentes, la mayoría a causa de problemas mecánicos. Antes del fin de ese año dos de las quince aeronaves se habían estrellado, con consecuencias fatales, y una tercera se incendió al aterrizar. El resto tampoco tuvo larga vida, aunque algunos participaron en la guerra contra Ecuador, participando en acciones de bombardeo a instalaciones militares enemigas. Los últimos continuaron volando hasta 1944, cuando fueron desguazados. Solo cinco años prestaron servicios al CAP.
Después de la seguidilla de accidentes, ocurridos cuando estaban recién puestos en servicio, los Caproni nunca gozaron de la confianza de las tripulaciones.
Pero estos aviones no fueron las únicas adquisiciones: en 1938 el Perú, empeñado en un gran plan de modernización de su fuerza aérea, adquirió otras aeronaves en los Estados Unidos de Norteamérica. A la fábrica Grumman le compró cuatro hidroaviones modelo G-21 “Goose”, cuyo traslado al país estuvo a cargo del comandante Humberto Gal´Lino. Despegaron desde Nueva York el 23 de marzo de 1939 y, después de las necesarias escalas para reabastecimiento, arribaron a Lima sin novedad.
Dos meses después, el 31 de mayo, partieron desde Los Ángeles diez cazas Douglas 8ª-3P, diseñados especialmente para el Perú, al mando del comandante Armando Revoredo, que también aterrizaron en Lima sin sobresaltos luego de las imprescindibles detenciones.
Fue quizás el conocer estas noticias lo que llevó al comandante Pedro Canga a solicitar a las autoridades de su institución permiso para trasladar, en vuelo, hasta la capital peruana uno de los aviones adquiridos en Italia.
El desafío propuesto por el valeroso Canga implicaba volar sobre el Mediterráneo, el desierto del Sahara, el Atlántico, la selva amazónica y la Cordillera de los Andes, obstáculos nunca antes salvados en un mismo raid.
Las autoridades peruanas lo autorizaron, teniendo presente la experiencia y el prestigio de Canga, que se haría extensivo a toda la fuerza aérea del país, representada en ese logro. Por supuesto, recomendaron al osado comandante que tomara todas las precauciones para el éxito de la misión.
Lo primero que hubo que hacer fue modificar el Ca 310, adaptado a los requerimientos peruanos para dejarlo apto para esa travesía. Las distancias eran largas y la autonomía no permitía cubrirlas sin esos cambios. De partida, no se incluyó armamento, pues para los efectos perseguidos el vuelo debía realizarse como una aeronave civil. Además, se retiró la torreta, que los ingenieros peruanos habían dispuesto a un costado de la nave, cuyo peso era mucho y había que reducirlo para poder instalar estanques suplementarios de combustibles. También se le equipó con un radio de mayor alcance y con instrumentos que permitieran volar de noche. Por supuesto que todos estos cambios fueron efectuados por la firma fabricante, a la que también le interesaba que la misión fuese exitosa. Canga permaneció durante todo el proceso en la fábrica italiana supervisando que las cosas se efectuasen de la mejor manera.
Como tripulantes, el Comandante Canga escogió a los mejores de los que disponía en Italia. En su vuelo a la eternidad lo acompañarían el suboficial mecánico Alfredo Icaza Contreras y el suboficial radiotelegrafista Luis Villanueva Puente.
En la madrugada del 1° de agosto de 1939 —apenas un mes antes de la invasión de Alemania a Polonia, hecho que sería el detonante de la Segunda Guerra Mundial— el Caproni Bergamaschi Ca. 310 “Perú” despegó desde la base aérea de Guidonia, en las afueras de Roma. Lo despidieron autoridades consulares peruanas, ejecutivos de la firma fabricante y un grupo de cadetes que cursaba estudios en una academia italiana. Además, tanto la prensa peruana como la de la península itálica informaron en grandes caracteres sobre la odisea que se iniciaba.
Canga y sus hombres, quizás presintiendo que las cosas podían salir mal, escribieron una carta al presidente del Perú, cuyo texto reproducimos en parte:
“No ignoramos los peligros que se presentarán pero confiados, ciegamente, en que Dios nos guíe y acompañe nos lanzamos al espacio. Si encontramos la muerte, habremos cumplido así con el sagrado deber de dar nuestra vida por la patria, aún en tiempo de paz”.
El plan de vuelo contemplaba cinco etapas, la primera, sería unir Roma con Casablanca, en Marruecos, en ese momento colonia francesa. Ese día, en total fueron 2.120 kilómetros que cubrieron, sin dificultades, en poco menos de siete horas. Al día siguiente, luego de cargar combustible, iniciaron la segunda etapa que pretendía llegar a Puerto Praia, en el Archipiélago de Cabo Verde, a 2.450 kilómetros de distancia.
Amanece cuando comienzan a volar sobre el desierto del Sahara, aunque manteniendo la costa a la vista a su derecha. Llevan recorrido poco más de un quinto de la meta del día, cuando los manómetros indican serios problemas de presión de aceite en el motor derecho de la aeronave. La distancia hasta la meta es demasiada, por lo que deciden regresar a Casablanca, donde un equipo técnico de Caproni había evaluado la nave luego de finalizar el primer tramo. Pero a poco andar el Comandante Canga comprende que no alcanzarán a llegar hasta la ciudad de origen y resuelve dirigirse a Azzemour, más cercana. Tampoco lo consigue y se ve obligado a descender en pleno desierto.
El avión responde bien a la maniobra, pero las imperfecciones del terreno le pasan la cuenta: una de las ruedas se entierra en una grieta y desestabiliza a una nave que llevaba sus estanques llenos de combustible. Alguna chispa, producto de la fricción, genera la tragedia. Junto con el impacto, la puerta trasera se abre y el suboficial Villanueva, que viajaba en el asiento posterior, sale disparado. Eso le salvaría la vida, aunque resultó con una fractura en una pierna y otras lesiones menores. Sin poder moverse, el radiotelegrafista observa impotente como las llamas consumen la aeronave en pocos minutos, con Canga e Icaza que, atrapados en la cabina, mueren calcinados.
Cuando Villanueva se repone a medias de la impresión comprende que está inmóvil, solo y sin recursos en medio del desierto y cree que morirá ahí por el calor del día, el frío nocturno o el ataque de alguna fiera. Pero, para suerte de él, unos beduinos divisan la columna de humo y se desplazan hacia allá. Nada pueden hacer por los fallecidos, pero al sobreviviente lo trasladan hasta Azzemour, la ciudad más cercana, donde recibe atención médica.
Posteriormente el gobierno del Perú trasladará a Villanueva a Roma, desde donde, en un navío, regresará a Perú para narrar su trágica experiencia.
Los cuerpos calcinados de Pedro Canga Rodríguez y de Alfredo Icaza Contreras fueron llevados a la ciudad portuaria de La Rochelle, en Francia, pero para entonces la Segunda Guerra Mundial ya se había instalado en el Viejo Mundo resultando imposible el traslado a su tierra. Los peruanos deberán esperar hasta 1947 para recibir a estos mártires y sepultarlos en suelo patrio.
El Comandante Canga, que se casó con Luzmila Portella, tenía cinco hijos.
Alfredo Icaza dejó viuda a Victoria Gosch, con la que tuvo dos hijas.
Luis Villanueva permanecía soltero al momento del accidente.
Fernando Lizama Murphy
Junio 2018
[1] Amaru Tincopa. Los Caproni Bergamaschi Ca.310 “Libeccio” en el Perú (Partes 1 y 2). En https://alasandinas.wordpress.com/2015/01/28/los-caproni-bergamaschi-ca-310-libeccio-en-el-peru-parte-2/. Consultado el 31 de mayo de 2018.
Excelente relato de un luchador aviador peruano,que queriendo ayudar a su Patria, y cumplir sus ideales le costó la vida. Hombres de esfuerzo y superación un gran ejemplo. Gracias
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Soy bisnieto de Pedro Canga por lado de su hija Teresa Canga, y justamente le contaba a mi hija de 10 años que su tatarabuelo era un piloto famoso y me encuentro con esta página, se la enseñé y ella ha quedado fascinada. Gracias.
Christian Harmsen
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Una historia completamente maravillosa y me interesó bastante saber sobre el comandante Canga ya que es el nombre de una calle de la Urb. Dónde vivo y recién he conocido su gran trayectoria.
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Me gusta sacar del anonimato a personajes que a veces la historia olvida. Gracias por tu comentario.
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