LA SOMBRA DEL PAPAGAYO

papagayoEl hombre, con aspecto de filibustero escocés, calza unas viejas botas de cordones largos desatados. De noche, se dirige con seguridad hacia la casa en la que los moradores intentan dormir. El golpe en la puerta con un báculo retumba en el silencio nocturno, provocando pavor. Junto al tenue haz de luz que despide la puerta al entreabrirse, asoma parte del rostro ojeroso de una anciana. A sus espaldas se percibe la presencia de un hombre, viejo también.

—¿Qué se le ofrece? —pregunta ella, con voz trémula.

—Vengo por el papagayo —responde la voz cavernosa del filibustero.

—¿Qué papagayo? —replica ella.

—El que no los deja en paz.

La mujer mira confundida a su marido, que asiente.

Una vez adentro, el personaje mira, como buscando algo perdido.

—¿Cómo sabe lo del papagayo? —pregunta ella.

El hombre, que no responde, la intimida con la forma en que la mira.

—Hemos visto ese pajarraco, aunque solo parece una sombra. Pero no es lo único extraño en esta casa. Las cosas cambian de lugar, se escuchan ruidos tenebrosos. ¡Hasta un llanto! Con mi Gregorio estamos aterrados.

El filibustero se pasea con soltura, como conocedor de todos los rincones. La mujer, a sus espaldas, le dice que se llama Eulalia, que cuando Gregorio jubiló, buscaron paz, encontrando aquel rincón que les encantó. Jamás se imaginaron que la casa estaría embrujada.

—Y lo peor, es que no nos podemos ir… Invertimos todos nuestros ahorros aquí.

—Desde la muerte de los duques está así —explica el extraño personaje.

—¿De qué duques me habla?

Les relata que cuando terminó la Segunda Guerra, el duque, coronel del Reich, escapó con su mujer a Brasil. Pero un cazador de nazis los encontró. Siguieron huyendo hasta Chile, buscando asilo con unos parientes. Cruzaron la cordillera con identidades falsas.

La duquesa, fascinada con la exuberancia tropical, trajo de Brasil varios animales exóticos, entre ellos un papagayo multicolor, alegría de su vida errante. Pero hasta acá llegó el olfato del cazador de nazis. Acosados y hartos de huir, se colgaron en el patio.

—Yo los encontré. El loro, que al parecer por la pena perdió su colorido, gritaba triste al lado de los cuerpos oscilantes. Los sepulté en el bosque.

—¿Cómo nadie nos contó antes esta historia? No hubiésemos comprado aquí —dice la anciana.

—Los afuerinos no la conocen y en la zona el tema es tabú. Los vecinos temen que si la casa está deshabitada el pájaro emigrará a las de ellos. Por eso todos huyen; la sombra del papagayo hace que la vida resulte insoportable. Creo que enterrándolo junto a sus amos, morirá el sortilegio.

La mujer lo mira escéptica. El papagayo es sólo una sombra efímera, una exhalación. A los ancianos les parece intangible, aunque su canto estridente les erice los pelos.

El extraño personaje saca el largo cordón de una de sus botas y lo convierte en un lazo. Se desliza sigiloso entre penumbras en pos del pájaro. La mujer, que no le pierde pisada, atisba la sombra tras él.

—¡Ahí está! —le advierte casi en un susurro y él se vuelve con calma, haciendo girar el lazo entre sus manos. Cuando está frente al ave, lanza el nudo corredizo que se introduce limpiamente en torno al delgado cuello, originando ese chillar destemplado que tanto asusta a quien lo escucha. La pobre anciana casi se desmaya al ver al papagayo, autor de tantas noches de insomnio, vestido sólo con plumas blancas y negras, como un pingüino.

Entonces el cazador, en medio de los chillidos espeluznantes del ave, la mete en un bolso y camina hacia el bosque, portando la pala de los ancianos. Ellos, con su tranco lerdo, intentan seguirlo. Pero en la oscuridad, lo pierden de vista muy pronto.

Ya es de día cuando Eulalia y Gregorio buscan en vano. Sólo encuentran la pala junto a un montículo de tierra recién removida y el cordón, transformado en un lazo, colgado de la rama de un árbol cercano. No hay huellas ni rastros de pisadas. Nada. Los ancianos quedan con la inquietante percepción de que el extraño personaje se ha esfumado o se ha sepultado junto al pájaro.

Por un tiempo desaparecen las sombras ambulantes, los cantos estridentes, los llantos misteriosos. Disfrutan de la anhelada paz.

Hasta que a Eulalia le parece ver la sombra de un simio colgando de la lámpara del comedor.

Fernando Lizama-Murphy

Este relato forma parte del libro 24 Cuentos

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