La diabetes, con su paso cansino, privó a Leopoldo de sus atributos. Ya le había devorado dos dedos del pié y ahora iba por la pierna entera. Su memoria lo abandonaba como la gotera a la llave. Pero para su oficio, lo peor era la ceguera que le envolvía los ojos con su gasa sombría. La plaza de San Teobaldo se difuminaba ante él como en un eterno invierno.
La cámara Leica, su “socia”, entregaba imágenes inciertas que en nada se parecían a aquellas en las que eternizara actos cívicos, romances, familias y niños que ya eran ancianos como él. Los reclamos por desenfoque, cabezas amputadas o familias divididas, aumentaban. Pero Leopoldo, que se negaba a aceptar el deterioro de su vista, culpaba a la calidad de los líquidos reveladores y a su vieja cámara. Repetía muchas veces una toma, para lograr una foto mediocre y la paciencia de los clientes se agotaba pronto. Ya no esperaban, como antes, para ver su retrato en el papel. Cada vez con más frecuencia necesitaba que su amigo manisero enfocara y revelara, limitándose a oprimir el obturador.
El verano en que se realizó el XXIII Retiro Anual de Artistas en San Teobaldo, la ciudad se inundó de estrafalarios personajes exhibiendo sus obras. Otros, aperados de cámaras digitales, eternizaban los rincones de un pueblo encadenado al pasado. Entonces, Leopoldo pasó de fotógrafo a modelo y, posando junto a su “socia”, entraba en la historia como uno de los pocos sobrevivientes de la antigua cofradía de artistas de plaza, que por tantos años reflejaran con sus cámaras de cajón la vida cotidiana.
Como si ese cambio no bastara para romper una apacible existencia, sus distorsionadas fotos llegaron a manos de estos visitantes estrambóticos, que quedaron embelesados por el sutil arte de Leopoldo, Capaz de ver la realidad desde un punto de vista tan subjetivo, plasmando en sus erráticas imágenes todo el sentir de un pueblo olvidado por el centralismo exacerbado, diría un periodista especializado al repasar el evento.
Estos artistas intervinieron con tecnologías de punta los trabajos fallidos del viejo fotógrafo y los exhibieron en la exposición. La invasión de medios que acompañaba la actividad permitió que las fotos movidas o cortadas de Leopoldo recorrieran el mundo, convirtiéndose en un fenómeno universal.
Durante la semana de exhibición y los meses siguientes, Leopoldo recibió mucho más dinero que el recaudado durante toda su vida pretérita. Las imágenes, que el viejo acumulaba en todos los rincones de su modesta vivienda, saltaron a muros de transnacionales, a museos del orbe y a casas de coleccionistas. Los llamados para entrevistas o reportajes, que el anciano rechazaba por timidez, se sucedían casi a diario.
Leopoldo no estaba preparado para la fama. Acosado, buscó refugio en la modesta casa que le regalara el alcalde con motivo del centenario del pueblo, en agradecimiento por haber plasmado la vida provinciana con su “socia”, que el fotógrafo se comprometió a donar al museo de San Teobaldo cuando se retirara de la actividad.
El dinero produjo cambios importantes en la vida del fotógrafo. Olvidado de las privaciones que le imponían su enfermedad y la pobreza, transformó su pequeña fortuna en regadas y pantagruélicas comidas.
Pronto debieron amputarle la pierna amenazada y la ceguera terminó de bajar el telón. Su viejo amigo, el manisero, se convirtió en lazarillo y administrador de sus bienes.
Pero nada lo persuadía para que regresara a la vida de antes y, menos para que abandonara su actividad. En silla de ruedas, guiada por el manisero, regresaba a la plaza con su cámara a cuestas, decidido a seguir fotografiando una realidad que ya no veía.
Un domingo de invierno, después de compartir el almuerzo con su amigo en el restorán de don Lucho, cruzaron ebrios hacia la plaza solitaria. El manisero, tambaleante, empujaba la silla que zigzagueaba, mientras Leopoldo, que reía feliz, intentaba enfocar una imagen incierta con su nueva Canon digital.
Ninguno vio al camión.
Fernando Lizama-Murphy
Este relato forma parte del libro 24 Cuentos
Pingback: UN FOTÓGRAFO CIEGO | amauros blog