Cuando finalizaba la fiesta por mis ocho años, los amigos, entre risas, me comentaron que mi padre los había acariciado.
—Conmigo siempre lo hace —les expliqué, nervioso.
—Pero tú eres su hijo —replicaron con sorna.
Mi madre minimizó el tema:
—Tú sabes cómo es tu padre. Siempre querendón con los niños —me dijo.
—Es que me avergüenza que acaricie a mis amigos.
—Se lo diré para evitarte el bochorno. Pero no olvides que pasa muy ocupado, que es un solitario. Su trabajo como ingeniero es frío y creo que él intenta volcar todo ese afecto que le brota del alma en ti y en mí. Quizás se acercó a tus amigos para parecer simpático. Eres tan huraño con él. ¿Por qué te comportas así?
Guardé silencio.
Mi padre era un próspero profesional, que se casó con mamá cuando ella recién cumplía dieciocho y él bordeaba los cuarenta. Nací un año después. Mi madre se embelesó con la apostura y con la billetera de este ingeniero exitoso, al que le enorgullecía relatar que fue el único sobreviviente de una tragedia familiar. Se crió en un orfanato, se tituló gracias a su esfuerzo y a las becas, y se resistió al matrimonio hasta disponer de una situación que le permitiera vivir con holgura junto a los suyos.
Para ella, conocerlo representó la fractura con una vida de privaciones, pero también con sus amistades. Ni compañeras de colegio ni familiares comprendieron que, aunque tuviera mucho dinero, se enamorara del Tata, como lo apodaban. Para él, esta muchacha tan hermosa era el trofeo que le faltaba en la vitrina de la prosperidad.
Mi cumpleaños número catorce lo pasamos encerrados en casa con mamá. Él iniciaba una condena de cinco años y un día por pedofilia. El mundo se cerró para mí. Abandoné el colegio y me refugié en casa, incapaz de soportar las burlas y el escarnio.
En un principio, mi madre se negaba a aceptar las acusaciones, pero el peso de un veredicto inapelable la sumió en un estado depresivo severo. Se repelaba por su ceguera y por no escuchar cuando le transmití, tantos años antes, los comentarios de mis amigos. Quizás mi error fue que, por temor a él, nunca le conté lo que me hizo, eso que mantuve oculto hasta esa tarde.
Pero ahí exploté y le relaté todo. Me escuchó atónita, culpándose por su ceguera. Se le aclararon tantas cosas… Entre ellas el por qué yo lo evitaba. En ese momento de extrema franqueza, me habló de su soledad, de la tristeza que le produjo alejarse de sus amigas y de su familia porque no encajaban en esta vida de severa abundancia. Lloramos mucho hasta que me fui a acostar, dejándola con sus cavilaciones y un Martini.
Somnoliento, la vi recortada contra la luz de la puerta. La contemplé extasiado cuando se desnudaba con parsimonia, mostrándome generosa su cuerpo perfecto de mujer que comenzaba a escalar la treintena. Se metió en mi cama. Sentí cuando me acarició, no como a un hijo y yo, necesitado de todo su afecto, lamí los pechos que me amamantaron, deslicé mis manos por el vientre que me cobijó, y nos fundimos a través de esa caverna que yo había recorrido de cuerpo entero.
Desperté cuando el sol resplandecía y ella, cubierta sólo con un pequeño baby doll, me llevó el desayuno. Al verla, bajé la mirada avergonzado. Sentí pudor por tenerla como protagonista de un sueño erótico. Pero me sorprendió al decirme:
—Ya eres todo un hombre… Estoy orgullosa de ti.
Caminó hacia el baño, sonriéndome con dulzura, hasta que su silueta se fundió con el vapor de la ducha.
Fernando Lizama-Murphy
Este relato forma parte del libro 24 Cuentos