Se embarcó entre gallos y medianoche, huyendo de su Hungría natal. Cambió su nombre en el camino. Antes, a bordo de un vapor, había enviado a sus parientes de Chile un baúl gigante de alcanfor con lo rapiñado a las arcas de su país, aprovechando el caos de posguerra.
En su patria era una condesa perseguida por la justicia. Acá, una mujer acogida por la elite santiaguina que, omitiendo su pasado, la incorporó a la vida social que tanto agradaba a la folklórica parodia local de la Belle Époque.
Cuando espías de su país la ubicaron en Chile, solicitaron su extradición, aunque sin mucho afán. Era de mal gusto juzgar a un miembro de la nobleza. Las autoridades nacionales pasearon por años entre los escritorios de la cancillería y de los juzgados la petición magyar. Así transcurrió el lustro necesario para que la condesa olvidara sus culpas y retomara, sin tapujos, sus antiguos títulos. Entonces, con mayor razón pasó a ser invitada de honor a todos los eventos sociales. La burguesía local buscaba su cercanía, aunque no faltaran aquellos que la apuntaban con el dedo, pregonando el pasado oscuro de la noble y hermosa dama.
Porque no lo hemos dicho, pero la dama era dueña de una hermosura tan incalculable como la fortuna birlada a las arcas de su país. Resaltaba su talle privilegiado con elegantes prendas de última moda, y joyas cuyo valor y belleza enmudecían de envidia a cualquier ricachona local. Su rostro perfecto, de pelo rubio y ojos turquesa, era la carta de presentación que le abría todas las puertas. Muy discreta, jamás se la vio en actitud comprometedora con algún encopetado local, aunque muchos alardearan de su amistad y de sus favores.
El día del estreno de La Traviata en el Teatro Municipal de Santiago, rechazó el palco para instalarse en primera fila. Según ella, desde allí escucharía mejor la interpretación de la soprano, su compatriota. Al ingresar, dejó muda a toda la sociedad santiaguina. Coronaba su magnífica vestimenta con un sombrero alto, ornamentado con plumas de avestruz y faisanes.
No le preocupó que tan magnífico atavío dificultara la visión de aquellos sentados a su espalda. Los aristócratas de frac, sus admiradores, se resignaron a solo escuchar la ópera de Verdi. Pero sus mujeres y muchos burgueses que accedían por vez primera a un espectáculo en este coliseo comenzaron a emitir pequeñas rechiflas de protestas. Frente a la indiferencia de la mujer, subieron de tono, hasta que los más conspicuos miembros de la sociedad santiaguina intentaron acallarlos, amenazándolos con sus bastones.
Los arribistas, que no se resignaban a aceptar que por el alto valor de la entrada solo pudieran escuchar, comenzaron a arrojar papeles, palos de fósforos y otros pequeños objetos a la copa del sombrero. Éste comenzó a tambalearse, ante la aparente impavidez de su dueña, que continuaba disfrutando de la obra. Hasta que un exaltado espectador se levantó de su asiento y con un sutil capirotazo lanzó lejos el emplumado sombrero, provocando risas entre sus aliados y la airada reacción de conspicuos, que las emprendieron a golpes en contra del roto mal educado que se atrevía a agredir a la bella dama.
Este acto, que en otro caso pudo pasar inadvertido, provocó el desborde de la envidia acumulada. Las mujeres que se sentían desplazadas por la advenediza y los hombres que aspiraban a sus favores se trenzaron a golpes con los aristócratas. La condesa, olvidada de su dignidad pero no de su sombrero, huyó hacia el escenario, confundiéndose con líricos y miembros de la orquesta, para desaparecer tras bastidores.
El saldo fue desolador. Catorce heridos, entre ellos el alcalde ―que luchaba por imponer la cordura―, y dos músicos. Para los amantes de la ópera, el castigo fue la negativa, por mucho tiempo, de las compañías a presentarse en el país.
La opinión pública, molesta con la arrogancia de la húngara, comenzó a exigir por todos los medios:
…la extradición de esta mujer que ha venido a burlarse de los criollos y que, haciendo gala de un pésimo gusto, ha impedido a la concurrencia apreciar un espectáculo que merecía otro marco. Esta noble europea es sólo una bella ladrona, perseguida en su patria por robarse los caudales públicos. Sus atributos han conquistado a aristócratas y a politicastros locales, manteniéndose en el país a costilla del Estado, es decir, de todos los contribuyentes.
Avisada por amigos de que el Gobierno dictaría el decreto de extradición, la condesa se embarcó tal como salió de su país, es decir entre gallos y medianoche, en una nave con destino a Panamá. No olvidó su enorme baúl de alcanfor.
Pero el barco llegó a la ciudad del istmo sin su pasajera. Ningún tripulante quiso informar respecto de la misteriosa mujer ni de su equipaje.
Se rumorea que desembarcó en Guayaquil, se internó en la selva, desde donde gobernó a una tribu ignota, que la adoró como a una diosa hasta su muerte. Dicen que en su cabeza, en lugar de corona, exhibía un elegante sombrero de plumas.
Fernando Lizama-Murphy
Este relato forma parte del libro 24 Cuentos