CONJURO A LAS LUCIÉRNAGAS

niño mapucheLa primera vez le dijo que era el sacristán, la segunda fue el alcalde, luego, un policía, un albañil. Rosalía seguía el juego, sabiendo por la voz y el aliento que era Marcos, su vecino leñador, marido de Edelmira.

Muerta Clara, su madre, Rosalía creció al amparo de sus tíos, mostrando ahora, en la adolescencia, una belleza inquietante. El pelo negro enmarcaba un rostro moreno, armónico, poseedor de unos inútiles ojos ambarinos.

Marcos se ausentaba por semanas, talando en remotos rincones del bosque. A su regreso, dormía días enteros mientras Edelmira recolectaba moras, mosquetas o callampas para contribuir al sustento. Salía ella y él despertaba para cruzar hasta la rústica vivienda de la vecina. Creía engañarla con su burdo camuflaje verbal.

La ciega se dejaba seducir, ajena a las consecuencias de su candidez. Evocaba el suave y tierno cariño materno, pero se entregaba sin resistencia a este hombrón rudo, de manos callosas, simulando desconocer su identidad. Temía perder ese único afecto brutal y por eso guardaba un silencio cómplice. Cuando él dejó de visitarla, Rosalía supuso que fue porque intuyó que en su vientre latía un nuevo corazón.

Edelmira, madre de tres hijas menores, se percató muy pronto:

—Estás embarazada, cabrita —le dijo.

—¿Qué? —respondió asombrada la niña.

—Que estás embarazada, te digo —repitió la mujer, sin comentarios ni preguntas.

Gracias a la sabiduría campesina adquirida por instinto, Edelmira se daba cuenta de todo con sólo mirar el rostro de Marcos cuando se encontraba cerca de la ciega. Veía aflorar la lascivia del rústico leñador, pero callaba por el temor a una golpiza o a una represalia en contra de sus hijas. Por mucho que estimara a Rosalía, prefería que su marido se descargara en ella que en alguna de sus niñas.

Marcos y su familia llegaron a la faena forestal buscando un mejor futuro. Con ellos viajó Clara, recién viuda, hermana de Edelmira, que trabajaría cocinando para los obreros del campamento. La acompañaba su hija ciega.

Clara sobrevivió poco tiempo en ese ambiente hostil y la única herencia que le dejó a Rosalía fueron las clases de tejido que con paciencia infinita le impartió. La niña, que había aprendido rápido y bien, se convirtió en una experta, creando con su tía una sociedad tácita. Edelmira compraba lanas que Rosalía convertía en chales y bufandas. Las utilidades del negocio permitían en parte la sobrevivencia de la muchacha y ahora de Andrés, el hijo de la invidente.

—¿Cómo te las arreglas para tejer tan lindo si no ves los colores? —preguntaba, intrigada, Edelmira.

—No sé. Junto las lanas tal como las voy tomando. Quizás mi mamá, desde el cielo, me guía las manos —respondía, sonriendo, Rosalía.

Luego del nacimiento de Andrés, la vida transcurrió con la normalidad propia de aquellos que cada día deben inventar la sobrevivencia. Hasta que el vino y la motosierra se unieron para dejar viuda a Edelmira. Marcos regresó en un cajón rústico que descendió directo a la tierra. La cruz que marcaba el lugar de eterno reposo del leñador fue pronto devorada por la humedad.

Terminados los días de llanto, que por escasez de recursos fueron pocos, Edelmira se vio enfrentada al drama de mantener a sus hijas, a Rosalía y a Andrés. Por mucha mora, callampas y mosqueta que recolectara y aunque Rosalía tejiera día y noche como araña, todo resultaba insuficiente para proveer a tantas bocas.

La fortaleza que Edelmira levantó para defenderse de los embates de obreros acalorados, terminó por derrumbarse frente a tanta necesidad. Cuidadosa del pudor, enviaba a sus hijas a la vivienda de Rosalía mientras atendía a sus clientes, y luchó, no siempre con éxito, por evitar que la ciega se rindiera, como ella, a las acometidas de los leñadores.

Así, entre callampas, moras, mosquetas, tejidos y amor vendido, sobrevivían las mujeres y su prole.

Los años pasaron raudos, Andrés creció, se convirtió en un niño vivaz, fuerte. Cuatro años tenía cuando le pidió a su madre que le leyera un cuento.

—Yo no puedo leértelo, hijo. Tendrá que ser al revés. Tú tendrás que aprender pronto, para que me lo leas.

—¿Por qué, mami?

—Porque yo vivo en un mundo oscuro… Dentro de mí no existe la luz —le explicó Rosalía.

—¿Y por qué, mami?

—Porque cuando mi mamá me encargó, algo salió mal y nací sin visión. Para mí sólo existe la noche. Mi reloj es el canto del gallo, el hambre, los ruidos. Todo lo que tú puedes ver, para mí es un puro misterio.

—¿Y si yo te digo “que linda es esa flor…”?

—Te creo, aunque no la veo, porque te he enseñado a no mentir.

—¿Y cómo sabes cómo soy?

—¡Uf! Porque desde pequeño te he recorrido con la yema de mis dedos, que son como mis ojos, junto con mi nariz y mi lengua. Con ellos me imagino cómo son las cosas, aunque nunca las veré. Para que sepas, conozco mejor que tú toditos los rincones de tu cuerpo.

—¿Y si usaras anteojos, como mi profe, mami?

—Tampoco vería nada. Mi enfermedad no se cura con anteojos.

—Mami, ¿y si atrás de tus ojitos ponemos unas ampolletitas chicas, de esas de linterna?

—¿Y dónde vas a ponerle las pilas? Porque las ampolletas necesitan pilas, ¿no es cierto? —respondió riendo.

—Detrás de tus orejas, pues mami.

—¡Buena idea, estás muy ingenioso hoy! Pero no es tan fácil, hijo —aseguró Rosalía riendo, sorprendida con las ideas del niño.

—¿Y si te pones luciérnagas? Mi profe dice que tienen una luz potente.

—¡Ja ja ja! De frentón hoy estas ocurrente, Andrés. ¡Capaz que funcione! Habría que preguntarle al doctor.

—Mañana voy a ir al bosque y voy a cazar un montón ¡así de grande! de luciérnagas para que puedas verme y leerme los cuentos.

A Rosalía le pareció un comentario más de la desbordante imaginación de su hijo. Pero al día siguiente, Andrés no regresó de la escuela. Se internó en el bosque para buscar las luciérnagas prometidas. Caminó entre los pinos hasta llegar a una quebrada plena de arrayanes, boldos y una vegetación multicolor. Correteó mariposas, intentó capturar lagartijas y siguió a una columna de hormigas. Pero luciérnagas, ni una. Se percató tarde de que el día se iba. La incipiente oscuridad y el crujir de los árboles le produjeron un temor que aumentaba a medida que la noche comenzaba a cubrirlo todo. Temeroso y desorientado, buscó el camino de regreso, corrió en distintas direcciones, internándose aún más en esa espesura que rasguñaba rostro y manos, que le hacía zancadillas con ramas y piedras, botándolo una y otra vez.

El muchachito, lleno de temores y magulladuras, terminó su loca carrera acurrucado y llorando junto al tronco de un roble añoso. Pero los ruidos subieron de volumen hasta convertir el miedo en pánico. Sus gritos de auxilio enmudecían al canto lúgubre de las lechuzas. Cansado, Andrés se durmió, tiritando de temor y frío.

Lo despertaron unos suaves golpes en el hombro. Mudo de pavor, vio una enorme sombra negra que se le abalanzaba. Unas manos ásperas le acariciaron y escuchó unas palabras en tono tranquilizador, pronunciadas en un idioma extraño. Aterrado se puso de pié, percatándose de que el bulto negro era un humano vestido de forma distinta, que de la mano lo llevó a través del bosque por huellas que él jamás hubiera descubierto.

Caminaron en silencio hasta un claro con una vivienda de paja, de cuyo centro salía humo. Frente a la puerta se erigía un tótem tallado como una escala, con un rostro tosco labrado en su extremo superior.

—Estos son mi ruca y mi Rehue —dijo la sombra, pasándole un vaso con agua.

A la luz del fuego que entibiaba la morada, Andrés pudo ver que su salvadora era una mujer gorda, morena, de ojos oblicuos, penetrantes. Vestía una capa negra desde la cabeza hasta los pies. Destellos despedía una corona de monedas que sostenían el manto a la frente.

Mientras limpiaba las heridas del niño, la mujer le explicó:

—Soy una machi mapuche, una curandera. Regresé al bosque para comunicarme con mis ancestros y fortalecer mis poderes de sanación. También recolecto hierbas para medicinas. Y tú, ¿qué haces aquí, en medio de la noche?

—Salí a cazar luciérnagas para que mi mami pueda ver y me perdí —respondió entre sollozos.

—Llevo muchos años recorriendo estas tierras y nunca he visto una luciérnaga. ¿Qué le pasa a tu madre?

—Es ciega, por eso no me puede leer ningún cuento.

—¿Cómo te llamas?

—Andrés, ¿y tú?

Amuillán. ¿De dónde vienes?

—Del campamento forestal.

—Estás muy lejos de tu casa. No sé cómo lo hiciste, pero estás muy perdido. Mañana te llevaré de regreso. Ahora duerme.

Al amanecer la mujer se levantó y meciendo una rama de canelo comenzó sus rogativas, entonando cánticos extraños, mirando hacia la montaña desde donde el Sol anunciaba su aparición. Luego golpeó su kultrún con un ritmo acompasado y comenzó un desaliñado baile ritual, mientras Andrés, más despierto que nunca, miraba sorprendido estos ritos misteriosos. Con timidez, le preguntó:

—¿Eres una maga o una bruja?

—Ni lo uno ni lo otro. Soy curandera. Puedo sanar a través de las plantas y otras cosas que provee el Wenu Mapu. A veces, puedo leer la mente y el futuro.

—¿Y puedes hacer que mi mamá vea?

—Es difícil. Si en la lucha entre Wenu Mapu y el Minche Mapu venció éste y la envió al mundo de las tinieblas, fue por una razón muy poderosa.

—¿Por qué alguien puede querer que mi mamá no vea, si ella es buena?

—Quizás algún día, cuando seas mayor, te lo explique. Por ahora te diré que soy un simple instrumento de los dioses y de los ancestros. Les ruego y a veces me escuchan, pero son ellos los que deciden lo que es bueno o malo para cada uno. Yo no puedo cambiar una orden de los dioses.

—¿Podrías intentarlo con mi mami, por favor?

—Porque me caes bien, iremos al campamento y veré a tu madre, pero no te aseguro nada.

Mucho tiempo caminaron por senderos ocultos en el bosque, que parecían dibujados por el dedo de los dioses para que sólo fueran vistos por Amuillán. Cuando el ronquido de algunas motosierras y el crujido de árboles al caer les anunciaron que se acercaban a su destino, la mujer se detuvo.

—Anda a buscar a tu madre. Aquí te espero. Si no estoy, no me llames. Será porque los huincas andan cerca. Espérame, porque yo me acercaré a ustedes.

Andrés corrió ansioso hacia el caserío, llamando:

—¡Mami, mamá!, ¡ya volví!

La vivienda tenía la puerta abierta, como la de Edelmira y muchas otras que recorrió. Pero no encontró a nadie. Solo estaba la mujer de la pulpería, que al oír los gritos, salió caminando apoyada en sus muletas.

—¡Andrés, Andrés, andan todos buscándote en el bosque! ¿Dónde te habías metido, chiquillo de moledera?

—Andaba cazando luciérnagas para que mi mami pueda ver…

—¡Pero niño, por Dios, andan todos detrás tuyo! Tu mami estaba tan afligida, que salió a buscarte y ahora también está perdida.

Como Andrés no regresó a casa, Rosalía acudió a Edelmira. Buscaron por todo el caserío. Angustiada, la madre recordó la promesa del día anterior y le dijo a su amiga:

Ayer me dijo que iría al bosque a cazar luciérnagas.

—¿A qué?

—A cazar luciérnagas. Cree que si me las pongo en los ojos, voy a ver.

—¡Si será…!

La comunidad, afligida, organizó grupos de búsqueda que se internaron por distintos senderos. Cansados y decepcionados, regresaron de noche. Faltaba Rosalía. Desde el margen del bosque los llamaban, confiando que el fino oído de la ciega los escucharía. Pero no hubo respuesta. Continuaron la búsqueda temprano por la mañana y, hasta esa hora, la mujer de la pulpería nada sabía.

Andrés lloraba desconsolado. De la alegría del retorno, con el agregado de la posible cura para su madre, pasó violentamente a una aflicción desoladora.

Llorando regresó donde la Machi esperaba. Con solo mirarlo intuyó la desgracia. Cuando el niño le confirmó la desaparición de Rosalía, comprendió que prevalecían los tenebrosos designios del Lafken Mapu. Conmovida, le pidió a Andrés que trajera una prenda de vestir de su madre. El niño volvió con una raída blusa.

Amuillán la olió, la arrugó entre sus manos y la apoyó con fuerza en su frente. Comenzó a girar sobre sí misma, como sobre el plato del torno del alfarero, hasta definir una dirección. Casi levitando, con los ojos cerrados, caminó siguiendo el sendero con precisión. Andrés la escoltaba silencioso.

Lejanos, escucharon unos gritos llamando a Rosalía y a Andrés. El niño intentó responder, pero la mujer apoyó su índice en los labios y continuó su marcha en silencio.

Después de un tiempo inmedible, el camino concluyó en un barranco. La mujer miró hacia el fondo, sin ver nada. Sólo se oía el rumor del arroyo corriendo entre helechos y copihues.

Entonces Amuillán miró al cielo, alzó los brazos y exclamó en su lengua:

—Lo que de la tierra viene, a la tierra regresa.

Preguntó al niño:

—¿Quién te cuida cuándo no está tu madre?

—La tía Edelmira, ¿por qué?

—Deberás regresar con ella, te acompañaré.

—¿Y mi mamá?

—No regresará.

Andrés le tomó la mano y se acercó al borde de la quebrada, mirando hacia ese fondo invisible, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, dejando un surco de polvo.

—Pero yo no quiero irme con la tía Edelmira, quiero quedarme contigo.

Amuillán, encuclillada hasta la altura del niño, le limpió la cara con la blusa de Rosalía. Luego la ató a un renuevo de roble.

—A mi lado la vida no es fácil —dijo en voz alta, para continuar murmurando—, aunque con seguridad para ti nunca será fácil.

—Pero igual quiero irme contigo. Tu puedes pedirle a tus dioses que encuentren a mi mami y capaz que te hagan caso. A la tía Edelmira no la van a escuchar porque no tiene poderes como tú.

En el rostro pétreo de la mapuche se esbozó una sonrisa. Lo tomó de la mano y se fueron internando lentamente en el bosque por esos senderos ignotos dibujados por los dedos de los dioses.

BREVE GLOSARIO MAPUCHE

Ruca: Vivienda típica mapuche, de ramas y barro.

Rehue: Escultura ceremonial tallada en madera.

Amuillán: Nombre femenino que significa mujer servicial, magnánima.

Machi: Curandera y sacerdotisa. Puente entre el mundo sobrenatural y el mundo real.

Wenu Mapu: Tierra de arriba. Plataforma del bien, donde habitan los dioses.

Minche Mapu: Tierra de abajo. Plataforma del mal, donde habitan los seres maléficos.

Lafquen Mapu: Oeste. Punto cardinal negativo. Representa la oscuridad, enfermedad grave, muerte.

Kultrún: Tambor ceremonial.

Huinca: Extranjero. Todo aquel que no es indígena.

Esta historia forma parte del libro 24 Cuentos, las historias de cuentan por docena

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