DESEMBARCO EN PISCO

Undécimo capítulo de la novela Un surco en el mar, Libro I de la serie De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, de Fernando Lizama Murphy (disponible en Amazon)

La suerte nos seguía jugando en contra. La idea era desembarcar en Pisco de noche, pero el viento nos abandonó a media tarde y solo al amanecer divisamos la costa, donde las tropas realistas nos esperaban con piezas de artillería, además de caballería y un nutrido contingente. En ese sitio los brulotes no servían y la única posibilidad era desembarcar, eludiendo el fuego enemigo. El mayor Miller nos ordenó subir a los botes, que se abrieron en abanico para abarcar la mayor cantidad de playa y nos instruyó de no disparar hasta estar a tiro del enemigo sin tener que recargar, lo que nos dejaba muy expuestos. Luego del primer tiro, calar bayoneta y buscar el enfrentamiento cuerpo a cuerpo.

Quizás por la vivencia de la balsa, ya no sentí la misma sensación de pánico con las balas zumbando sobre mi cabeza, aunque veía caer a mis compañeros a mi lado. Continué corriendo y cuando estuve a una distancia que me pareció buena, me eché a tierra, apunté a una cabeza que sobresalía detrás de un refugio y disparé. Estoy seguro de haber dado en el blanco. Inmediatamente miré alrededor y vi a varios de mis compañeros en una carrera desenfrenada en contra de las posiciones enemigas. Decidido a caer luchando, continué corriendo lo más agachado que podía y en zigzag para dificultar la puntería de los españoles, con la bayoneta apuntando al frente. Cuando veía algo que podía servir de refugio, me ocultaba para recuperar el aliento y continuaba mi loca carrera. El uniforme de lanilla, mojado al bajar de los botes, además del peso del fusil y de todo el equipamiento, sumado a la emoción del momento, obligaba al cuerpo con frecuencia a pedir un reposo.

Pese a todos los obstáculos fuimos una ola la que cayó sobre los enemigos, que, aterrados, comenzaron a huir hacia la plaza del pueblo, desde donde, refugiados hasta en el campanario de la iglesia, también nos disparaban. Mientras muchos de los nuestros caían, a mi derecha, a unos pocos pasos, corría el mayor Miller, pero enceguecido en el frenesí de la batalla, ensartando con mi bayoneta a todo aquel que se me cruzara, no me percaté que las balas enemigas lo habían herido.

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ATACANDO EL CALLAO

Décimo capítulo de la novela Un surco en el mar, Libro I de la serie De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, de Fernando Lizama Murphy (disponible en Amazon)

Ya tenía perdida la cuenta del tiempo transcurrido cuando fuimos enviados a distintas naves. Al mayor Miller y a mí nos correspondió el bergantín Galvarino, de dos mástiles y dieciocho cañones.

El día 28 de septiembre de 1819 (lo sé porque lo dijo el almirante en su arenga) atracamos en el fondeadero de la Isla San Lorenzo, frente a El Callao y muy cerca de la naves españolas. Después del discurso, el almirante envió a un oficial con una carta para el Virrey del Perú anunciándole el inicio del bloqueo y que si no rendía su flota y la ciudad, iniciaríamos el ataque.

El almirante traía a bordo un arma secreta, por lo menos para mí. Los cohetes Congreve, que como todo lo que se usaba en la guerra, para mí eran un misterio. Pronto tuve que abordar unas balsas que se arrojaron al mar y en las que instalamos unos caballetes metálicos sobre los que se dispusieron los famosos cohetes, que eran unos cilindros metálicos con punta cónica rellenos de material explosivo, y de los que sobresalía hacia atrás un cordel, que los oficiales llamaron mecha, apuntando a las naves españolas y a las fortalezas de El Callao. No eran muy pesados y tenían una vara de madera a manera de cola.

Antes de iniciar el ataque, el almirante dio instrucciones de navegar apegados a la costa para ver la reacción del enemigo. Fue mi bautismo de fuego, pues el Galvarino sufrió el ataque de las armas de los fuertes, que, afortunadamente, carecían de buena puntería, por lo que solo provocaron daños menores, aunque el susto fue grande.

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APRENDIENDO A NAVEGAR

Noveno capítulo de la novela Un surco en el mar, Libro I de la serie De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, de Fernando Lizama Murphy (disponible en Amazon)

Pronto me asignaron funciones a bordo. Me incluyeron en un turno en el que, además de limpiar las cubiertas y las cabinas de los oficiales, ordenar las mercaderías en las bodegas y espantar ratones y cucarachas para que no infectaran nuestras comidas, tuve que aprender a remendar velas y ayudar al cocinero a encender el fogón para preparar las comidas, cuidando de evitar que una chispa pudiese provocar un incendio, además de muchas otras funciones propias de la vida en el mar, que con el correr de los días ya no me parecía tan aburrida.

Una vida dura, en la que, pese a viajar apiñado con un par de centenares de personas recluidos en el estrecho espacio de una nave, se siente la soledad. Las incomodidades permiten recordar con nostalgia aquello que dejamos en tierra firme, que tantas veces nos pareció malo o insuficiente, y tal vez por eso las evocaciones aparecen con mucha frecuencia. Esta tristeza aumentaba durante los atardeceres cuando, observando el ocaso del día, alguien tañía una guitarra y varias voces coreaban canciones cargadas de melancolía. En algunos rincones de la nave, los que sabían escribir y tenían a quienes dirigirle sus cartas, redactaban mensajes que seguramente guardarían porque no se veía quién los pudiese llevar a su destino. A esos mismos, los tripulantes que no tenían la suerte de conocer las letras, les pedían que escribiesen a sus familiares o a sus amadas. Muchas veces se hacían bromas y el escritor llenaba la hoja con mensajes obscenos o palabrotas que por supuesto el solicitante del favor no sabía interpretar. Los que sí sabían leer, reían. Nunca supe si alguna de esas cartas llegaría a su destinatario.

Por mi parte, aunque hubiese conocido bien ese arte, no tenía a quién dirigirle mis saludos. Incontables veces sentí lágrimas que escapaban de mis ojos y no hice nada para contenerlas. Pensé que era un asunto mío, por la forma abrupta y violenta en la que había llegado hasta aquí, pero no tardé en darme cuenta que a muchos de nosotros nos pasaba lo mismo, incluso a los veteranos del mar.

Para atender las necesidades del cuerpo, teníamos una tabla con un agujero en la popa y, sujetos de unos cordeles para no caer al océano, evacuábamos a la vista de quien quisiera mirar. La intimidad no es algo practicable en la vida del marinero y muchas de las cosas que suceden a bordo permanecen en eterno secreto por un acuerdo tácito entre los tripulantes. Lo que ocurre en esa isla flotante se archiva ahí para siempre.

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DEJANDO EL TERRUÑO

Primer capítulo de la novela Un surco en el mar, Libro I de la serie De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, de Fernando Lizama Murphy (disponible en Amazon)

En la época en que comienza mi aventura, marzo de 1819, yo tenía dieciséis años. Era un joven robusto de tanto picar leña, de empujar el arado detrás de los bueyes, de encaramarme a los manzanos y a los perales, de tirar las redes en el lago y en el mar. Hoy soy un anciano, la vista y el oído me fallan y también las fuerzas. Lo que les narraré ocurrió hace casi medio siglo.

Me llamo Félix Núñez, soy nacido en Vichuquén, caserío en la costa de Curicó. Hombre de campo, las primeras letras me las enseñó el padre Nicodemo, ayudante del párroco don José Hurtado de Mendoza, pero fue por un tiempo breve porque debí reemplazar a mi padre en las faenas campesinas. Los realistas lo enrolaron por la fuerza durante la Guerra de la Independencia, para luchar contra el cacique Basilio Vilu y nunca más supimos de él.

Cinco años después de su partida, Rosario, mi madre, una mestiza fuerte, sobrina lejana de Vilu, insistía en que su hombre ─como le llamaba─ estaba vivo, porque en sus sueños no le había avisado de su muerte. Ella aseguraba tener un sentido que le permitía, mientras dormía, conocer lo que en verdad ocurría con otras personas que llevaba en su corazón, aunque estuviesen lejos.

─Más que finado, para mí que éste armó casa por allá por donde se fue con eso de la guerra ─solía decir, quizás como una forma de engañar la soledad. Por lo menos, mientras viví a su lado, ella nunca lo dio por muerto, ni vistió de viuda y eso le servía de esperanza y de pretexto para evitar el embate de algunos pretendientes.

Aprendí a leer y a escribir bien cuando fui mayor, que fue también cuando estudié para ser maestro de escuela. Ahora, ya retirado de todo y desde hace un tiempo de regreso en el terruño natal, donde han muerto casi todos aquellos con los que compartí mi infancia y presintiendo cercana mi propia partida, he decidido dejar por escrito aquello que tantas veces relaté a alumnos y vecinos, historias que muchos de ellos, encerrados en este rincón y ajenos al mundo real, creyeron desvaríos de viejo loco. Dijeron que eran sucesos imaginados, pero puedo jurar sobre la tumba de mi santa madre que todo lo narrado ocurrió, porque lo viví en carne propia. 

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