Décimo capítulo de la novela Un surco en el mar, Libro I de la serie De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, de Fernando Lizama Murphy (disponible en Amazon)
Ya tenía perdida la cuenta del tiempo transcurrido cuando fuimos enviados a distintas naves. Al mayor Miller y a mí nos correspondió el bergantín Galvarino, de dos mástiles y dieciocho cañones.
El día 28 de septiembre de 1819 (lo sé porque lo dijo el almirante en su arenga) atracamos en el fondeadero de la Isla San Lorenzo, frente a El Callao y muy cerca de la naves españolas. Después del discurso, el almirante envió a un oficial con una carta para el Virrey del Perú anunciándole el inicio del bloqueo y que si no rendía su flota y la ciudad, iniciaríamos el ataque.
El almirante traía a bordo un arma secreta, por lo menos para mí. Los cohetes Congreve, que como todo lo que se usaba en la guerra, para mí eran un misterio. Pronto tuve que abordar unas balsas que se arrojaron al mar y en las que instalamos unos caballetes metálicos sobre los que se dispusieron los famosos cohetes, que eran unos cilindros metálicos con punta cónica rellenos de material explosivo, y de los que sobresalía hacia atrás un cordel, que los oficiales llamaron mecha, apuntando a las naves españolas y a las fortalezas de El Callao. No eran muy pesados y tenían una vara de madera a manera de cola.
Antes de iniciar el ataque, el almirante dio instrucciones de navegar apegados a la costa para ver la reacción del enemigo. Fue mi bautismo de fuego, pues el Galvarino sufrió el ataque de las armas de los fuertes, que, afortunadamente, carecían de buena puntería, por lo que solo provocaron daños menores, aunque el susto fue grande.
Como el Virrey rechazó la propuesta del almirante, atamos la balsa que habíamos preparado en la popa del Galvarino y la acercamos a la costa, calculando el alcance de las baterías virreinales. Cuando el mayor Miller consideró que estábamos listos, comenzamos el ataque. En la balsa la expectación era mucha pues todos permanecíamos atentos a lo que estaba por ocurrir. El oficial encendió una tea, la acercó a la mecha y… no pasó nada. Nos chingamos, como se dice en mi tierra, porque a los operadores les resultó imposible disparar los cohetes. Las mechas se consumieron y nosotros, todos con las manos en las orejas para evitar el ruido, mirábamos de reojo sin que ocurriese lo esperado.
Desde otra balsa, la que remolcaba el Pueyrredón, vimos salir un cohete en cualquier dirección, menos en la que se esperaba, y lo peor fue en el Araucano, donde los proyectiles explotaron, hiriendo al oficial Hind y a otros trece marineros.
El mayor Miller, quizás porque intuía algo, hizo embarcar en la balsa un mortero y, luego del fracaso de los cohetes, nos acercamos al puerto y lo disparamos, primero contra una lancha cañonera, que se hundió rápidamente, y después contra las fortificaciones, causando daños que no pudimos evaluar porque recibimos a cambio una andanada que casi nos hace naufragar. En algún momento yo estaba aterrorizado. Era tanto el fuego enemigo y no teníamos dónde refugiarnos, que estuve a punto de arrojarme al mar y nadar hacia la orilla, aunque cayese prisionero de los realistas. Por suerte, gracias a la serenidad y a la habilidad de mi mayor, logramos salir de ese infierno sin mayores daños.
Luego del fracaso el almirante Cochrane citó a los oficiales a una reunión urgente a bordo del O´Higgins, me imagino que para analizar las razones del fiasco y tomar una decisión.
Después, en su camarote, Miller me confidenció que el almirante les informó que los cohetes fueron saboteados por los prisioneros españoles, a los que el Gobierno les encomendó la tarea de fabricarlos. Examinaron algunos que no alcanzaron a ser usados y en su interior, en lugar de pólvora, se encontró arena, aserrín y viruta de hierro, materiales que impidieron la ignición. Miller estaba furioso, me imagino que igual que el almirante, y en una jerigonza que me costó comprender me dijo que el Gobierno usó a presos españoles para ahorrar en la mano de obra, poniendo en peligro nuestras vidas. En una mezcla de inglés y español, yo interpreté que dijo:
─¡Los desalmados del ministerio no saben al peligro que nos expusieron! ¡Todo por economizar unos pocos pesos!
Yo, que nunca había visto al mayor tan enojado, pensé que había que ser idiota para poner al enemigo a preparar las armas con las que se atacaría a sus propios compañeros. Me parecía que el sabotaje era de esperarse.
Debo aclarar que, además de las confidencias que me hacía el mayor Miller, quizás como una forma de desahogarse, muchas de las conversaciones de la oficialidad eran escuchadas por la marinería, que no tardaba en comentarlas. Las naves eran un pequeño mundo en el que costaba mantener la discreción y en el que todas las paredes, al parecer, tenían oídos. Por eso era relativamente fácil conocer las opiniones de nuestros superiores.
En El Callao, todo el empeño de Cochrane estaba centrado en obligar a las naves realistas a salir a mar abierto y enfrentarlas en un combate naval, pero el enemigo no quería abandonar el amparo de las fortalezas. Mientras estábamos ahí se comentó que en el mes de mayo habían zarpado tres naves desde España para reforzar las defensas del virreinato, pero dos de ellas no alcanzaron a llegar. Una sufrió daños que la obligaron a regresar y la otra se hundió en el Estrecho de Magallanes. La tercera estaba navegando hacia El Callao y los jefes esperaban atentos su arribo, que podría ocurrir en cualquier momento. Se decía que viajaba junto a otra que portaba suministros y dinero para pagar a los soldados, y yo creo que ese era el trofeo que esperaba Cochrane.
Frente al fracaso de los cohetes, el almirante decidió usar su otra arma, que podríamos llamar secreta. La Jerezana, la nave que se usó como campo de entrenamiento, estaba destinada a convertirse en un brulote (otra palabra nueva para mí) que consiste en transformarla en un torpedo para dirigirla contra las naves enemigas. La otra embarcación para este fin, era el Victoria.
A fin de probar los resultados, Cochrane hizo convertir en brulote un bote pequeño, para medir los posibles resultados. Un teniente lo condujo hacia las naves enemigas, pero la suerte no estaba de nuestro lado. De pronto cesó el viento y el brulote, a la deriva, se dirigió con la mecha encendida contra unos maderos. El teniente alcanzó a lanzarse al agua, desde donde lo rescató un bote, antes de que el torpedo explotase sin causar ningún daño, pero advirtiendo al enemigo de lo que estábamos preparando para atacarlos, lo que provocó una nueva frustración.
Por esos mismos días se corrió la voz de que era la fragata Prueba, de cincuenta cañones, la que venía llegando desde España en conserva con otra nave, y que intentarían romper el bloqueo. Después de los fracasos, el pesimismo se había asentado entre nosotros, los tripulantes, porque además en ese momento la situación nuestra era muy compleja. Hacía días que el rancho, de por sí escaso, se había hecho paupérrimo. Los anaqueles de las cocinas estaban casi vacíos y la pesca desde la nave era muy poca. Por eso el almirante nos envió, junto al Lautaro y los brulotes que no se usaron, al puerto de Pisco, claramente a conseguir víveres a como diera lugar. Éramos más de trescientos, entre soldados y marinos, para llevar a cabo esta misión.
Por lo que se nos dijo, el almirante intentaría dar caza a la Prueba e impedir que pudiese dar apoyo a las fuerzas del rey.
Por Fernando Lizama Murphy
Este texto corresponde al capítulo diez de la novela Un surco en el mar, primer volumen de la trilogía De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, ficción histórica que narra las aventuras de un campesino de Vichuquén, pequeña localidad de la zona central de Chile, que en la época inmediatamente posterior a la independencia del país se verá involucrado en diversos acontecimientos históricos a partir del segundo bloqueo de El Callao emprendido por Lord Cochrane en el marco de la Expedición Libertadora del Perú (1819) hasta mediados del siglo XIX.
La serie, si bien siguiendo el esquema de textos novelados, respeta los hechos históricos y refleja muchos aspectos de la vida cotidiana en la época en que sucedieron estos hechos.