Por Fernando Lizama Murphy
“Con demasiada sorpresa han visto los habitantes del Guayas, que se hallaban en botes y diferentes embarcaciones menores, colocados enfrente de la ciudad, al otro lado del río, sumergirse el Hipopótamo, estando a su bordo el señor José Rodríguez, en unión del señor José Quevedo, joven contemporáneo de aquel y natural también de este país, y seguirlo con la vista fija a un pequeño tubo, que quedaba muy poco fuera del agua e imperceptible a la simple mirada, a una distancia regular; dicho tubo estaba amparado por una boca de fuego en la que estaba colocada la bandera nacional, que flameaba hermosamente por la brisa que corría”.
Diario El Ecuatoriano del Guayas – 21 de septiembre de 1838
Después de su tercer intento y por falta de financiamiento, José Raymundo Rodríguez Labandera dejó abandonado su submarino, bautizado como Hipopótamo, en la orilla del río Guayas. Harto de burocracia, botó su sueño de tantos años y desapareció para buscar un medio de subsistencia.
José Rodríguez supo desde niño lo que eran las privaciones. Sus padres, personas modestas, a duras penas le entregaban lo justo para vivir. Aun así, él soñaba con ser alguien. Mientras inventaba sus juguetes, observaba el entorno y se daba cuenta de que existía un mundo mejor. Uno que, lamentablemente, nunca le abrió sus puertas. Decidido a buscarlo, desde temprana edad entró a estudiar en la Escuela de Artes y Oficios de la Sociedad Filantrópica del Guayas, donde aprendió rudimentos del arte de la impresión.
Cuando tenía 18 años, fue de los primeros aspirantes que ingresaron a la Escuela Náutica de Guayaquil, fundada en 1823 por el General John Illingworth, el mismo que años antes trasladara a Lord Cochrane a Chile. En esta institución aprendió, entre otras materias, física, matemáticas y fundamentos de la ingeniería naval.
Como guardiamarina, fue enrolado en la Armada Colombiana y participó en el bloqueo de El Callao. Después se retiró voluntariamente y decidió radicarse en Lima. Ahí comenzó a proyectar el que sería su mayor invento. En 1837, cuando consideró que el diseño y las características estaban lo suficientemente maduros como para llevarlo a cabo, lo presentó a las autoridades peruanas buscando apoyo y financiamiento. Sólo encontró lo primero, y sin dinero, no podía seguir.
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