Historia de Eugène Eyraud, misionero francés de la Orden de los Sagrados Corazones de Jesús y María (SSCC), que fue el primer occidental en vivir en Rapa Nui
Hasta 1722, la Isla de Pascua o Rapa Nui, permaneció oculta al mundo occidental. Ubicada fuera de las rutas habituales de navegación, fue por una situación fortuita que el holandés Jacobo Roggenwein dio con ella el 6 de abril, día de Pascua de Resurrección. Posteriormente recibió esporádicas visitas de otros navegantes, como Cook o La Perousse, pero la isla, con muy poca población a raíz de una guerra tribal de siglos antes, no tenía ninguna riqueza que la hiciera atractiva a la voracidad de los conquistadores.
Esto duró hasta mediados del siglo XIX, cuando los traficantes de esclavos que portaban carga humana desde China hasta El Callao, descubrieron que en un viaje mucho más corto podían conseguir lo que buscaban y arrasaron con la población. Se calcula que entre ochocientos y mil quinientos nativos fueron secuestrados durante ese período, una cantidad enorme si se piensa que en esa época la población en total no superaba las tres mil almas.
Entonces, para los isleños, la visita de cualquier barco pasó a ser sinónimo de desgracias, por lo que, o corrían a ocultarse en las cavernas naturales de la isla, o los recibían pintarrajeados y a pedradas, única arma de largo alcance de la que disponían. Esto hizo que quienes se acercasen a Pascua pensaran que estaban frente a salvajes sanguinarios, a los que incluso se tildó de caníbales. Quizás para su bien, esta fue la imagen que se difundió de ellos.
En un intento por mejorar la situación de los pascuenses y recuperar su simpatía, Monseñor Jenssen, vicario apostólico de Oceanía, consiguió la repatriación de algunos de los esclavos llevados a Perú, que al regresar a la isla lo hicieron portando la viruela y la tuberculosis, lo que desencadenó una epidemia que redujo aún más la ya escasa población.

Este fue el panorama que encontró el hermano Eugenio Eyraud cuando, en 1863, llegó a la isla. Llevaba como carta de presentación a cuatro hombres, una mujer y un niño, todos pascuenses de los rescatados en Perú, para repatriarlos.
Eugenio Eyraud nació en Saint Bounet, en Francia, el 5 de febrero de 1820. Fue el séptimo entre ocho hermanos, cuyos padres vivían con dignidad de la agricultura. Cuando contaba nueve años muere su padre y debe abandonar, en parte, sus estudios para ayudar a su familia. Decimos en parte porque trabajaba durante la temporada agrícola en el campo y en invierno asistía a la escuela, cuyos conocimientos reforzaba en casa en sus ratos libres. Pero la vida era difícil y mantenerse también, por lo que su hermano José, residente en Blois, donde ejercía como cerrajero, lo llevó a vivir con él. Durante los tres años que estuvo a su lado aprendió el oficio.
Enviado por José visitó Orleáns y París, pero no soportó la vida agitada y escandalosa de la capital, regresando a la casa materna. Pasó una temporada con su familia hasta que vino por él un comerciante al que había conocido en Blois, que se había instalado en Buenos Aires con un negocio. Buscaba una persona de confianza para que lo ayudase en su nueva empresa y pensó en Eugenio, que a la sazón ya contaba con veintitrés años.
Así partió hacia América, con rumbo a un país que lo recibió mal. Poco antes de su arribo, en medio de una de las tantas escaramuzas bélicas que se desarrollaban en la Argentina de esa época, el negocio de su patrón había sido asaltado y estaba en la miseria. Es decir, Eugenio, antes de llegar, ya estaba sin trabajo en un país cuyo idioma desconocía por completo. Buscando, consiguió emplearse en un hotel en el que trabajó cuatro meses que le permitieron ahorrar algo de dinero para incorporarse a una caravana que viajaba hacia Chile. Le habían dicho que al otro lado de los Andes la situación era más estable y que podría irle mejor. Luego de un terrible viaje a través de la cordillera llegó a Santiago donde se estableció con una pequeña cerrajería.
En carta enviada a su madre le explicaba que le iba bien y que las cosas estarían mejor si no se hubiese involucrado en un negocio de un ferrocarril, en el que aportó un capital que perdió.
Pero Eugenio no era hombre que se amilanara fácilmente, por lo que decidió partir al norte atraído por la fiebre de la plata de Chañarcillo. En Copiapó instaló su cerrajería, con tanto éxito, que muy pronto estaba enviando importantes sumas de dinero a sus familiares a Francia.
Hay que decir que, desde muy pequeño se había sentido atraído por la iglesia y que siempre fue un fiel cristiano que intentaba cumplir todos los preceptos. En Copiapó conoció a dos sacerdotes, franceses como él, pertenecientes a la Congregación de los Sagrados Corazones, que resucitaron todos sus deseos religiosos, latentes pero postergados por la necesidad de sobrevivir. Muy pronto estaba repartiendo su pequeña fortuna. Envió la mitad a Francia para su familia y el resto lo entregó a la congregación que lo acogía en su seno.
Partió al noviciado de Valparaíso e inició ahí la preparación de lo que sería su apostolado. Cabe hacer notar que Eugenio ya era un hombre de más de treinta años cuando inició su carrera religiosa, en una época en que la mayoría de los aspirantes eran adolescentes, casi niños.
Mientras el novicio se preparaba para futuras misiones, en el convento recibieron la visita del capitán Lejeune que, viajando desde la Polinesia, había recalado en Pascua, encontrando, en general buena acogida de los nativos. Esto motivó al padre Montiton, vicario de Tahití, que se encontraba en Valparaíso recuperándose de una enfermedad, a solicitar a los superiores de la congregación autorización para cristianizar la isla. En la goleta Favorita zarparon rumbo a Tahití, Montiton, el padre Rigal y el novicio Eyraud, incorporado a última hora en la expedición y que fue, en definitiva, el único que llegó a Rapa Nui.
Nueve meses permaneció el hermano Eugenio entre los isleños. Nueve meses que, la mayor parte del tiempo, fueron un verdadero calvario. De partida, en la isla no existía la propiedad privada, todo era de todos, por lo que no dudaron en sustraer lo que el religioso llevaba, aun desconociendo su utilidad.
Las vivencias de este hombre entregado por entero a su labor misionera están registradas en el informe que hizo llegar al superior de su Congregación a su regreso, en diciembre de 1864.
Ahí relata desde la atracción que ejerció en él el clima, hasta el miedo que sintió cuando arribó y se encontró con indígenas armados de lanzas, casi desnudos y con sus cuerpos pintados. Cuenta que su intención era desembarcar en Anakena, pero que las condiciones del mar se lo impidieron y debieron dejarlos en Anarova, caserío enemistado con los de Anakena. Relata que se alimentaban casi exclusivamente de patatas, que los pescados y las gallinas estaban reservadas para los grandes acontecimientos, celebrados sólo por hombres, que entregaban las sobras de los banquetes a mujeres y niños. Que no existía un rey o alguien elegido para gobernarlos y que los dirigía aquel que imponía por la fuerza su autoridad. Narra que sus viviendas eran refugios cavados entre las quebradas, cubiertos con ramas, a los que se accedía a gatas. Las riñas entre familias frecuentemente terminaban con el incendio de la vivienda del rival. En fin, tantas costumbres tan extrañas y tan distintas a las propias.
Él mismo fue víctima de uno de estos jefes auto elegidos llamado Torometi, que le hurtó casi todas sus pertenencias y lo tuvo bajo amenazas constantes. Aunque cuando él le reclamó por sus cosas, con cinismo le respondió que no era un ladrón, sino que se las estaba guardando para evitar que otros se las robasen.
Los usos y costumbres de los insulares están genialmente descritas en su informe, con detalles simpáticos que hacen posible empaparse de esta cultura a través de su lúcido relato.
A quienes les interese, lo pueden leer completo en siguiente ENLACE.
Lo importante para él fue que su misión tuvo éxito. Logró ganarse la confianza de los isleños, a muchos niños les enseñó tanto a leer como el catecismo en su propio lenguaje, utilizando libros que trajo de Tahití. En definitiva y pese a todos los contratiempos, quedó prendado de la isla y decidió que regresaría.
Seguramente en la Congregación consideraron que por su edad, ya tenía 45 años, era mejor obviar algunos trámites para que accediera a ser consagrado y con una dispensa especial le permitieron emitir los votos perpetuos en mayo de 1865, sin haber concluido su preparación como seminarista. Recibió el título de Hermano Coadjutor.
A fines de ese mismo año zarpó de Valparaíso rumbo a las Islas Gambier, donde recogió al padre Hipólito Roussel que lo acompañaría en su misión y a tres nativos conversos que les ayudaron a entenderse con los isleños.
Regresó a Pascua en mayo de 1866 y entre todos los de la comitiva defendieron sus propiedades de la multitud que deseaba arrebatarles lo que portaban. Lo que más cuidaron fueron unas planchas de cinc que llevaban para levantar sus viviendas y una capilla.
Cuando concluyeron la construcción, a un nativo se le ocurrió lanzar una piedra en el techo y les gustó tanto el ruido, que transcurrieron dos meses en los que todos se entretenían en arrojar proyectiles para escuchar la “música”. Es fácil suponer que en ese ambiente resultaba imposible trabajar.
Pero poco a poco, mediante regalos y enseñanzas, los misioneros fueron conquistando a los pascuenses que empezaron a concurrir a la capilla, aunque no faltaron las amenazas de aquellos que vieron en estos invasores el fin del mundo en el que habían convivido por siglos.
Ahora sabemos que tenían razón.
Un año después del arribo, llegaron a Rapa Nui otros dos sacerdotes para colaborar con la evangelización. Traían consigo árboles y semillas para reforestar la isla, arrasada cientos de años antes por la sobreexplotación y las luchas tribales. También traían vacas, conejos, gallinas y otros animales domésticos, además de herramientas para trabajar la tierra. El aspecto de la isla era muy distinto al que tenía a la llegada de los dos primeros religiosos. Se veían algunas viviendas bastante bien construidas, rodeadas de jardines y varios artilugios fabricados por Eugenio, aprovechando sus conocimientos mecánicos y de cerrajería. Y lo más importante, casi toda la población los acogió con respeto.
Los últimos en aceptar a los curas fueron algunos líderes que se empeñaban en la poligamia, pero que al final terminaron aceptando las reglas que les imponía esta nueva fe.
Desde hacía ya bastante tiempo el hermano Eugenio estaba aquejado de tuberculosis, enfermedad que intentaba mantener oculta, aunque durante las crisis, sus colegas percibían cómo se agravaba. Inútiles fueron los ruegos para que regresara al continente, porque en la isla no disponían de ningún elemento para tratarlo.
El 14 de agosto de 1868, quizás por la emoción después de una ceremonia masiva, en la que se bautizaron sobre quinientos isleños y que para él representó el clímax de su gestión como evangelizador, su salud empeoró.
Falleció cinco días más tarde. Sus restos descansan en la isla que tanto amó.
Cabe hacer notar que sólo veinte años después de la muerte de Eugenio Eyraud, el 9 de septiembre de 1888, Rapa Nui, gracias a la gestión de Policarpo Toro, fue incorporada como territorio chileno.
Fernando Lizama Murphy
Octubre 2015