Crónica de Fernando Lizama-Murphy
A mediados de mayo de 1914 zarpó de Bremen, en su crucero de instrucción, el buque escuela alemán Herzogin Cecilie, conocido familiarmente como “La Duquesa”. Llevaba una tripulación de ochenta y un hombres entre oficiales, marineros y cadetes, entre los que viajaban tres chilenos recién egresados de la escuela de pilotines de Bremen.
Ochenta días después, el 25 de julio, atracaban en la Bahía de Guayacán, en el puerto de Coquimbo, Chile. En sus bodegas cargaban carbón para la fundición de esa ciudad. Dos semanas más tarde, cuando ya concluían las labores de descarga, Inglaterra le declara la guerra a Alemania y el capitán Dietrich Ballehr, por instrucciones de su gobierno, solicitó al de Chile, neutral en la contienda, su protección. “La Duquesa” no regresó jamás a su puerto de origen y permaneció en Coquimbo hasta 1920.
El 8 de diciembre del mismo 1914, la flota alemana sufre una humillante derrota en manos de su similar inglesa en las Islas Malvinas. La única nave del Kaiser que consigue escapar es el crucero ligero Dresden, construido con la más moderna tecnología de la época, que le permitía ganar cuatro nudos de velocidad por hora frente a naves similares. Esa tecnología lo convertía en el plato más apetecido por los ingleses.
Después de la batalla huye hacia el sur y se refugia durante varios meses en los canales australes de Chile para reparar las averías del combate, recibiendo la ayuda de emigrantes alemanes de Punta Arenas y de otras ciudades del sur. Pero su capitán comprende que no puede permanecer mucho tiempo oculto y zarpa buscando una nave que lo surta de carbón e instrucciones para seguir en la lucha. Llega al Archipiélago de Juan Fernández y es sorprendido por tres naves inglesas. Pide refugio al gobierno de Chile, amparado en las leyes internacionales de neutralidad, pero los ingleses le niegan ese derecho y lo conminan a entregar la nave. El capitán alemán envía al joven oficial Wilhelm Canaris, (que llegaría a ser almirante durante la II Guerra Mundial y posteriormente sería ahorcado por intentar matar a Hitler) a conferenciar con los ingleses, pero a estos solo les interesa el buque. En esa disyuntiva, su capitán prefiere hundirlo, abriendo las válvulas y dinamitando la santa bárbara. Antes, había desembarcado a la tripulación.
El gobierno de Chile estaba en un dilema. Sin intenciones de romper la neutralidad, decide recluir a los tripulantes del Dresden en la isla Quiriquina, ubicada en la bahía de Talcahuano, entre esa ciudad y Tomé, a la espera del desarrollo de los acontecimientos. La verdad es que los reclusos tenían un sistema carcelario bastante poco estricto, lo que les permitía cruzar con cierta facilidad desde la isla al continente.
Algún tiempo después, en Valparaíso recala el vapor alemán Göttingen, también con problemas para zarpar por temor a la flota británica que ronda las costas del Pacífico Sur.
Son algunos tripulantes de esta nave los que, enterados de lo que ocurre en Coquimbo y de sus compatriotas recluidos en la Quiriquina, los que comienzan a pensar en un plan para regresar a su país. Contactan a algunos marinos del puerto nortino, y hacen llegar a la isla sureña su proyecto, que consistía en adquirir alguna embarcación económica que les permitiera navegar hasta su patria.
La idea cae en tierra fértil porque, después de casi dos años, muchos de los jóvenes marinos teutones están desesperados tanto de su inmovilismo como de deseos de entrar en combate en defensa de su patria y, por medio de los contactos que han hecho durante ese tiempo, comienzan a reunir fondos entre la colonia alemana residente en distintas ciudades chilenas para financiar la aventura.
Los germanos de Osorno los conectan con don Carlos Oelckers que tenía en Calbuco una embarcación de 45 metros de eslora y 8 de manga, tan vieja, que podría vender por un precio razonable.
La barca era la “Tinto”, construida sesenta y cinco años antes, con casco de madera ―que a la sazón estaba carcomido―, de tres mástiles cuyas velas prácticamente no existían. La compraron y la acondicionaron con lo mínimo necesario para que resistiera la exigente travesía a que pensaban someterla.
Dieciséis marinos del Herzogen Cecilie, que se habían esfumado de Coquimbo viajando a Valparaíso, más dos del Göettingen, comenzaron a trasladarse por ferrocarril, en pequeños grupos, hasta Osorno donde agricultores de ascendencia alemana los refugiaron en sus campos. También contactaron a los reclusos de la isla Quiriquina y entre las noches del 18 y el 19 de octubre de 1916, nueve marinos del Dresden, entre oficiales y tropa, huyeron en un bote de pescadores contratado para este efecto. Durante la segunda noche, el bote fue detectado por los vigilantes y solo algunos de los fugitivos lograron su propósito.
En Concepción cambiaron sus vestimentas por ropas proporcionadas por sus compatriotas residentes y se dirigieron a los refugios campesinos de Osorno, a la espera de que concluyeran los arreglos para el zarpe.
Pero en Calbuco el inusual movimiento en torno a la “Tinto”, una embarcación hasta ese momento casi abandonada y sobre todo la presencia de hombres con un aspecto inusual para una zona acostumbrada a pescadores morenos, despertó sospechas en un abogado local proclive a los británicos, que decidió comunicar sus aprehensiones al vicecónsul inglés de Valdivia. Este, a su vez, avisó al Ministro Plenipotenciario de su país en Santiago.
Informado el Presidente de la República, ordenó al gobernador de la zona impedir cualquier zarpe hasta recibir nuevas instrucciones. A Chile le incomodaba la posibilidad de un conflicto que hiciera poner en duda su neutralidad. Es muy probable que el gobierno, informado de la fuga de la Quiriquina y de la desaparición de los marinos del buque escuela de Coquimbo, tuviese alguna sospecha de un intento de huir del país.
Pero desde el sur no llegaban noticias y el Embajador británico continuaba presionando al Presidente, que tomó la decisión de enviar al escampavía Cóndor, en el que viajó el Intendente de Llanquihue. En Calbuco sorprendieron a la Tinto a punto de zarpar, con una tripulación solo de alemanes. Ninguno de los tripulantes hablaba castellano. El intento de fuga parecía condenado al fracaso. Oelckers, el vendedor de la nave, que actuaba como armador, había pedido licencia para zarpar hacia El Callao. El teniente Karl Richarz, del Dresden, designado comandante de la Tinto, decidió que para ganar tiempo lo mejor era entregar la nave a los chilenos y prometer que reemplazaría a los tripulantes de su nacionalidad por nativos, asegurando que sus compatriotas regresarían a Coquimbo para volver a embarcarse en Herzogin Cecilie.

Las autoridades se mostraron relativamente conformes con la solución, sin saber que el capitán alemán ya había trasladado los víveres e implementos de navegación en la barca chilota “Chola”, que zarpó de Calbuco sin autorización, para dirigirse a la Isla Tenglo, donde se embarcaron diez alemanes. De ahí navegaron hasta la Isla Guafo para encontrarse con la “Tinto”, que había reembarcado subrepticiamente a los alemanes que supuestamente regresarían al norte y zarpado de la bahía de San Pedro, en Calbuco.
El 3 de diciembre de 1916, veintisiete marinos alemanes iniciaron un periplo casi suicida a bordo de una embarcación en precarias condiciones, no concebida para ese tipo de travesía. Es más, en el último tiempo la Tinto solo se usaba para trasladar madera, siempre con la costa a la vista porque se suponía que si naufragaba la carga la mantendría a flote por un tiempo.
La hazaña incluyó cruzar el Cabo de Hornos y todo el Atlántico, en medio de naves enemigas y con cambios climáticos frecuentes.
Mientras los marinos alemanes festejaban su fuga y le comenzaban a tomar el peso a la aventura en la que estaban inmersos, el embajador inglés no lograba comprender cómo había desaparecido la Tinto y ejerció todo tipo de presiones para que fuera capturada. Por instrucciones del Presidente, que cada día temía más a una reacción adversa de los británicos, la Armada de Chile envió embarcaciones en su búsqueda, pero sin resultados. Posteriormente se hicieron los sumarios correspondientes, pero lo concreto es que la Tinto desapareció de los mares chilenos sin dejar rastros. Afortunadamente, los ingleses no tomaron ninguna represalia por el episodio.
Para los arriesgados alemanes la travesía del Atlántico fue relativamente tranquila, teniendo en cuenta que se vivía el verano en el hemisferio sur, aunque igual debieron soportar algunas tormentas que les disminuyeron la superficie de velas y les causaron otros inconvenientes. Los mayores problemas sobrevinieron cuando ya se acercaban al continente europeo. Allí decidieron no seguir la ruta lógica por el Canal de la Mancha, porque suponía una posibilidad mayor de ser capturados por naves enemigas. Decidieron dar la vuelta por Irlanda para llegar a Alemania desde el norte.
Pero cuando ya se acercaban a su destino, a fines de marzo de 1917, fueron interceptados por el acorazado inglés Minotauro que viajaba junto a otra nave. Los obligaron a detenerse pese a que ellos alcanzaron a poner letreros en proa y popa con el nombre “EVE-NORUEGA”, al tiempo que enarbolaron una bandera de ese país que encontraron a bordo. En una embarcación menor los abordaron y luego de hacerles algunas preguntas, les permitieron continuar su viaje. Todos estaban con los nervios destruidos.
Ese mismo día, algunas horas más tarde, un crucero inglés pasó cerca, pero ya anochecía y el tiempo amenazaba con tormenta. Siguieron de largo.
Cuando navegaban frente a Escocia, cerca de las islas Shetland, los sorprendió una calma que los mantuvo cuatro días inmovilizados, mientras a su lado circulaban varias naves de transporte y enemigas a las que por miedo, se resistían a pedir ayuda. A estas alturas, los marinos estaban al borde de la locura y la Tinto ya no resistía más. Las arboladuras estaban en muy mal estado, al igual que el velamen, rasgado por los vientos y el casco hacía agua por varias partes.
Estando con la meta casi a la vista, la velocidad de navegación era casi nula y las posibilidades de zozobrar muy altas. La desazón a bordo era evidente y el pesimismo se había apoderado del ambiente. Pese a todo, el capitán Richarz lograba mantener su autoridad y junto con la tripulación, luego de evaluar la situación con la máxima frialdad posible en esas circunstancias, decidieron dirigirse al puerto neutral más cercano, Trondheim, en Noruega.
Por suerte para ellos pasó un mercante de esa bandera que los llevó a remolque hasta el destino elegido.
Ahí pudieron desembarcar el 31 de marzo de 1917, para posteriormente continuar por tierra hasta Alemania, donde llegaron sanos y salvos.
La Tinto, la frágil embarcación de madera de más de sesenta años que parecía destinada a zozobrar apenas iniciada su travesía, había logrado recorrer doce mil millas náuticas en cuatro meses.
Pero su utilidad no concluyó con el viaje. Fue desguazada en Noruega y rematada en beneficio de la Cruz Roja de ese país.
Fernando Lizama Murphy
Febrero 2016
Fuentes
La Fuga de la Barca Tinto, Germán Bravo Valdivieso.
Los Cadetes que no Regresaron a su Patria, Patricio Marambio Hurtado.
Wikipedia
Infografía de Javier Díaz (ENLACE)