Por Fernando Lizama-Murpy
En 1962 el príncipe Felipe, duque de Edimburgo, visitó Brasil y solicitó ver jugar a Pelé. Lo invitaron para que asistiera al siguiente partido que debía disputar el astro en el estadio Pacaembú, en Sao Paulo. Tanto en el Ministerio de Relaciones Exteriores como las autoridades de la Federación Brasilera de Fútbol se preguntaban qué indicaba el protocolo para estos casos. Si el noble debía bajar a la cancha para saludar al futbolista o si éste debía subir a la tribuna oficial. El dilema lo dirimió el propio príncipe, que en cuanto llegó al estadio bajó al césped para estrechar la mano del deportista.
A partir de ese estrechón de manos, Edson Arantes do Nascimento se convirtió, para la torcida y para la prensa, en El Rey. Entonces un periodista brasilero escribió:
En el reino del fútbol, al que pertenecen todos los países del mundo, el único Rey es Pelé. Por encima de su soberanía solo se encuentra el poder de Dios.
Pero la cuna del astro distaba mucho de ser noble. Nació en Minas Gerais, en un poblado llamado Tres Corazones, el 23 de octubre de 1940. Era hijo de Joao Ramos do Nascimento, que jugó fútbol profesional con el apodo de “Dondinho” y que, por una lesión, muy pronto debió abandonar la actividad, obligándose a trabajar en un empleo público mal remunerado. Su madre, típica dueña de casa, fue la señora María Celeste Arantes.
Buscando mejores horizontes, que nunca llegaban, emigraron a Baurú, un municipio del estado de Sao Paulo. Ahí el joven Edson, para ayudar a su familia compuesta por siete personas y que vivía amontonada en una vivienda de dos habitaciones, trabajó como lustrabotas o como vendedor de maní a la salida del cine. Pero también jugó fútbol en equipos de barrio hasta que lo observó Waldemar do Brito, un ex futbolista, que de inmediato se percató de las dotes naturales del muchachito de once años, flaco y desgarbado. En alguna entrevista el descubridor del ídolo dijo que le pareció un colibrí corriendo por entre los rivales de talla mucho mayor a la de él.
Waldemar lo tomó bajo su amparo y durante cuatro años le enseñó todo lo que él sabía de este deporte. Además mejoró su régimen alimenticio. El muchachito, mal alimentado, rozaba la desnutrición.
Cuando consideró que estaba listo, pidió autorización a sus padres, le regaló sus primeros pantalones largos y lo llevó al Santos Fútbol Club, del puerto del mismo nombre, uno de los equipos más prestigiosos de la liga brasileña.
Waldemar de Brito no se quedó en chicas para presentarlo y el tiempo le dio la razón:
Este muchacho será el jugador de fútbol más grande del mundo.
Lo probaron en la serie de honor durante un partido de entrenamiento y Edson marcó su primer gol. Tenía 15 años. De inmediato los dirigentes le hicieron un contrato, pagándole US$ 75 al mes, una verdadera fortuna para el joven, que respondió con lo mejor que sabía hacer: goles.
Durante las diecinueve temporadas que jugó por el Santos disputó 664 partidos oficiales en los que marcó 646 goles. Si agregamos los amistosos, nos da un total de 1.118 partidos y 1.087 goles. Por la selección brasilera jugó 92 partidos y marcó 77 goles.
Retirado por primera vez de la actividad en 1974, hizo malos negocios que lo obligaron a regresar. Lo hizo en el Cosmos de Nueva York por el que disputó, en tres temporadas, 107 partidos, anotando 64 goles. Colgó definitivamente los botines en 1977. Tenía 37 años.
Nunca ha quedado claro el origen del apodo Pelé, pero es un nombre imborrable para los amantes del fútbol.
Tuve el privilegio de verlo jugar en varias ocasiones durante campeonatos de verano que se efectuaban en Santiago de Chile en la década de los sesenta y fui de los que se deslumbró con sus jugadas.
También por esos años conocí a Adolfo Nef, por entonces arquero de la Selección Chilena y de la Universidad de Chile, que frecuentaba el negocio que un amigo tenía en los locales comerciales de la calle Apoquindo frente a Hernando de Magallanes. Cuando aparecía el “Gringo” Nef, todos nos acercábamos para escuchar sus anécdotas. En alguna oportunidad le oí narrar que, cuando enfrentaba a Pelé, su concentración aumentaba al doble y cuando lo veía aparecer con la pelota dominada, desde lejos el negro lo miraba con una sonrisa, como preguntándole “¿por qué lado quieres que anote?”
Y casi siempre le hizo el gol.
El resto de la historia del más renombrado, por sus virtudes, futbolista de todos los tiempos, es conocida. Pero no muchos saben que antes de ser el Rey del mundo del fútbol, fue lustrabotas en Baurú.
Fernando Lizama Murphy
Julio 2016