Tercer capítulo de la novela Un surco en el mar, Libro I de la serie De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, de Fernando Lizama Murphy (disponible en Amazon)
Valparaíso me decepcionó. Toda esa grandeza que describieran los que ya lo conocían me pareció exagerada. Aunque como hasta entonces nunca había salido de Vichuquén y sus alrededores, todo lo que veía, escuchaba u olía me resultaba novedoso, llamativo. La actividad portuaria, con veleros que parecían gigantes al lado de los botes de los pescadores, junto a naves de guerra erizadas de cañones, hacían que el mar pareciera otro mundo.
Pero en tierra reinaba la miseria. Sobresalían unas pocas de esas grandes casas de dos y más pisos de las que hablaban mis amigos, se veían muchas bodegas y gente de otros países conversando en idiomas que yo ni siquiera imaginaba, pero casi todo lo que se pisaba eran excrementos, suciedad, basura en la que escarbaban niños pequeños y decenas de perros. Muchas de las viviendas eran casuchas construidas a la ligera con lo que se encontraba a mano, otras de adobes, igual que las de Vichuquén, pero levantadas sin ningún cuidado, techadas con cartones u otros materiales precarios, que cobijaban a personas pobremente vestidas. Por todos lados se veían redes de pesca y ropa tendida al sol otoñal.
Intentando encontrar ese otro Valparaíso, el descrito por mis camaradas, comencé a recorrer las callejuelas de tierra que se encaraman tortuosas por cerros y quebradas. Caminé solo, porque mis compañeros de excursión, pretextando cansancio, prefirieron permanecer en el rústico albergue que mi tío consiguió para tan numerosa comitiva. Ante mis ojos no estaba el puerto del que tanto había escuchado hablar, que ya creía parte de un mito. Poco a poco me fui convenciendo que existía nada más que en la imaginación de aquellos que lo visitaron alguna vez.
Sólo en una calle pude ver comercios con telas exóticas, productos de ultramar, objetos que no me imaginaba para qué servían, alimentos nunca antes vistos por mí, mujeres voceando sus mercaderías; tropecé con carretas de bueyes, caballos percherones y mulas cargadas hasta la cima. También con algunos elegantes jinetes montando hermosos alazanes, y hasta pude ver a una dama en su coche guiado por palafreneros vestidos con vistosas libreas. Pero todo rodeado de un marco de enorme pobreza.
Estaba realmente perplejo ante a tanta diversidad social. En carretones de tracción humana, personas andrajosas ofrecían pescados, mariscos u hortalizas, niños descalzos mendigaban entre los transeúntes. Y perros, muchos perros. Yo cuidaba el hatillo donde portaba mis pertenencias y la alforja donde guardaba unas monedas, porque me habían advertido de mozalbetes que aprovechaban cualquier descuido para robar.
Buscando esa ciudad de fantasía de la que tanto me hablaron, perdí la noción del tiempo y del espacio. Sólo cuando el crepúsculo anunciaba el fin del día quise regresar a la modesta casucha de adobe en la que mis camaradas descansaban, pero no encontré el camino.
Acostumbrado a la pequeñez de Vichuquén, con sus únicas calles en torno a la plaza, donde mis salidas eran hasta el lago o bordeando el estero hacia la playa, casi siempre a pie o sobre alguna montura prestada, ese día no supe cómo regresar, confundido entre tanta gente que circulaba por ahí. Tampoco podía preguntar, porque no sabía dónde estaba ubicada la rancha que nos albergaba. Desesperaba viendo caer la noche, recorría calles, volvía atrás, pasaba una y otra vez por los mismos sitios. De pronto todo lo que horas antes encontraba pequeño, me parecía enorme mientras deambulaba sin encontrar un punto de referencia que me acercara a mi destino. El sudor frío recorría mi espalda porque durante las tertulias del viaje, los más avezados me advirtieron de los peligros de perderse en la gran ciudad. Yo, con ese sentimiento del joven que lo sabe todo, no tomé en cuenta sus consejos y ahora lo comenzaba a pagar.
Ya de noche, circulé con un miedo que me apretaba el estómago, inseguro. Las farolas iluminaban poco y nada, y bajo una de ellas vi a un marinero arrinconando a una muchacha que lo dejaba hacer. Me sentí intruso y continué mi búsqueda. Pregunté a unos transeúntes si alguien había visto o conocía a don Mamerto Caltrín o a don Gilberto Núñez, pero todos se encogían de hombros. Para peor, ni siquiera tomé nota del nombre de la calle donde alojábamos. Angustiado, no sabía dónde ir, hacia dónde cortar.
A mis oídos, además del ruido del mar, llegaban sonidos de música, risotadas de hombres que bebían a la precaria luz de las farolas; a lo lejos, gritos que parecían pedir auxilio. Todo contribuía a aumentar mis miedos, mi angustia. Me reprochaba el descuido, el no haberme fijado mejor por donde caminaba.
En una de esas callejuelas pobremente iluminadas, me bloqueó el paso una mujer. Mis ojos chocaron de frente con unos pechos exuberantes casi descubiertos y una sonrisa pícara. Me tomó del brazo y comenzó a arrastrarme hacia la casa de la que salía, de la que además provenía un murmullo de guitarras y vihuelas, y olor a carne asada. Yo, confundido, sin entender bien lo que ocurría, la dejé hacer.
─Pase m´hijito pase, aquí lo vamos a tratarlo muy requete bien. Y no se fije en gastos, mire que la primera jarra de mistela la pongo yo, pa’ que nos entonemos, pues.
Hasta el acento de la dama me pareció extraño. Mientras ella me arrastraba, yo sentía el rubor que subía por mi cara. Dos años antes, la tía Eulalia, una prima de mi padre que había quedado viuda siendo muy joven, me pidió que la ayudase a reparar el techo de su casa. Fui con la mejor voluntad, pero cuando estaba por subir a la escalera, ella me tomó de una mano y me llevó hasta su habitación. Se sacó el vestido de tela burda que la cubría, que era del mismo color del hábito de los franciscanos, que evidenciaba su viudez, y frente a mi aparecieron todos sus encantos. Tendría unos treinta y cinco años y yo siempre la había visto como una vieja, pero lo que tenía ante mis ojos no era el cuerpo de una anciana. Mi casta virilidad reaccionó de inmediato. En los pueblos chicos, en esos menesteres el tiempo siempre juega en contra porque alguien pudo verte entrar en la casa y los rumores surgen rápido, así que mi tía me desnudó velozmente, me tendió en la cama y en pocos minutos hizo conmigo lo que quiso, provocándome sensaciones que nunca imaginé. Cuando subí al techo, que era solo un pretexto para disimular, mis piernas temblaban como batros.
Después de esa experiencia y otras con la misma tía Eulalia, que con cierta frecuencia me pedía ayuda para falsas reparaciones, jamás tuve una mujer tan cerca mostrándome generosamente sus pechos y menos invitándome a beber. Inocente, me dejé llevar como cordero al matadero. No me di cuenta cómo ocurrió todo, pero pronto estaba rodeado de muchas hembras bailando con otros parroquianos al ritmo de canciones interpretadas por unas matronas más maduras y cuyas letras hubieran hecho que la madre Josefina, ayudante del padre Nicodemo en la iglesia de Vichuquén, rezara cien Padrenuestros y doscientas Avemarías.
Al momento de separarme del grupo, los cueros todavía no se entregaban. Don Mamerto había dicho que nos pagaría en cuanto eso ocurriera, así que me había adelantado unos pocos pesos que, entre mistela y mistela, desaparecieron pronto de mi alforja, junto con otros duros que me pasó mi madre, “por si acaso” me dijo. En medio del jolgorio, también olvidé que estaba perdido. Seguí bebiendo y bailando a la cuenta de no sé quién, hasta que la noche me dijo que el camino que no encontré con sol, menos lo ubicaría sin luna y borracho. Creo que fue justo cuando las mujeres dijeron que ya era la hora de cerrar la taberna y me dejaron tendido en un rincón oscuro del callejón. Sé esto porque ahí fue donde desperté.
Por Fernando Lizama Murphy
Este texto corresponde al tercer capítulo de la novela Un surco en el mar, primer volumen de la trilogía De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, ficción histórica que narra las aventuras de un campesino de Vichuquén, pequeña localidad de la zona central de Chile, que en la época inmediatamente posterior a la independencia del país se verá involucrado en diversos acontecimientos históricos a partir del segundo bloqueo de El Callao emprendido por Lord Cochrane en el marco de la Expedición Libertadora del Perú (1819) hasta mediados del siglo XIX.
La serie, si bien siguiendo el esquema de textos novelados, respeta los hechos históricos y refleja muchos aspectos de la vida cotidiana en la época en que sucedieron estos hechos.