Por Fernando Lizama Murphy
El asesinato es la forma extrema de la censura.
George Bernard Shaw
Manuel Anabalón Aedo, profesor chillanejo de 22 años que ejercía su profesión en Antofagasta, fue detenido en la nortina ciudad mientras participaba en un mitin político. No era primera vez que el fogoso maestro tenía problemas por su forma de pensar. Militante del Frente Único Revolucionario, precursor del Partido Socialista, según algunos historiadores, movimiento muy ligado a la masonería, el joven no perdía oportunidad de manifestar su disconformidad con las autoridades del país.
Estamos en 1932 y Chile está pagando la gran cuenta que le ha dejado la quiebra de Wall Street, la que se ha visto agravada, además, por la crisis del salitre, hasta pocos años antes el principal ingreso de la nación. La miseria campea, el trabajo escasea y muchos especuladores se aprovechan de la situación para lucrar. Los funcionarios públicos, mal pagados, son presas fáciles de coimas y muchas autoridades de los diversos poderes del Estado hacen la vista gorda mientras reciben algún donativo, tan necesario en esos momentos críticos.
Por lo mismo, algunas autoridades no eran muy prolijas a la hora de ejercer el poder, y ese mismo poder se había convertido en un bien transitorio. Una seguidilla de gobiernos de facto intentó tomar las riendas del país, pero todos fracasaron en pocos meses, y algunos en días. La estabilidad no existía y cada uno de estos gobiernos intentaba imponerla por la razón o la fuerza, según reza el escudo nacional, tratando de dar un equilibrio que por ningún medio se lograba.
En ese escenario, las protestas sindicales resultaban terriblemente incómodas y los gobernantes no dudaron en reprimirlas por la fuerza. Paralelamente, impusieron restricciones a la libertad de prensa, por lo que muchas noticias trascendían más por el boca a boca que por lo que se decía en los diarios. Y el boca a boca es peligroso, porque tergiversa y varía de un interlocutor a otro.
En una de estas represiones, una treintena de sindicalistas fueron detenidos en Antofagasta y embarcados con rumbo a Valparaíso. Algunos aseguran que la idea era dejarlos en libertad con prohibición de regresar al norte. Otros afirman que el destino último de estos presos políticos era la isla de Chiloé, donde cumplirían un período de confinamiento.
Lo concreto es que, cuando la nave arribó a Valparaíso, Manuel Anabalón Aedo desapareció misteriosamente. Nunca más se le vio con vida.
Sus compañeros de condena, familiares, amigos y sindicalistas comenzaron a preguntar y a buscar, pero nadie sabía dar una explicación.
Aquí aparece nuestro segundo personaje, el periodista Luis Mesa Bell, director de la revista Wikén que, hasta que él asumió su dirección, era un semanario destinado a entretener y que transformó en una punzante daga para delatar las anormalidades de los gobiernos de turno.
Mesa Bell era un joven de treinta años, pero ya cargaba con un currículum profesional bastante nutrido. Antes de llegar a la revista mencionada, escribió en La Crónica, fue director del Correo de Valdivia y editor del diario La Nación, y en todos ellos dejó como huella su propósito de llegar a la verdad al precio que fuese, y denunciando a todo aquel que, le parecía, actuaba mal.
Solo tres meses alcanzó a trabajar Luis en Wikén, y en tres meses se echó encima una no envidiable cantidad de enemigos.
Su punzante periodismo era algo contradictorio con su aspecto físico. Descrito como delgado, menudo, de hablar pausado, permanentemente con anteojos oscuros a raíz de un accidente infantil que le reventó un ojo, según los que lo conocieron su apariencia poco o nada tenía que ver con su agresiva pluma que lo llevó a escribir frases como:
El sudor del obrero de la pampa se convierte en champagne que burbujea en Biarritz o San Sebastián. La sangre de los obreros lesionados en Sewell o Chuquicamata se juega a la ruleta en Montecarlo. ¡Hasta cuándo!
(Publicado en Wikén el 8 de octubre de 1932)
O cuando asumió la presidencia don Arturo Alessandri Palma, le advirtió, en el que fue el último editorial que escribió:
“No le creáis, Excelencia, a la Sección de Investigaciones. Ella no os va a señalar jamás a los que verdaderamente conspiran contra vos y la tranquilidad social. Son el hambre, la miseria y la desesperación, y se alimentan con la ceguera y las torpezas de muchos de los que os rodean, esos mismos que especulan con la depredación de la moneda, que piensan enriquecerse con la consolidación de la deuda externa, que negocian con el salitre o con la acaparación (sic) de los artículos alimenticios. Vos no los toleréis a vuestro lado, excelentísimo señor”.
Por eso, cuando tomó el caso Anabalón y se empecinó por aclararlo, no dudó en arremeter con todo contra el tercer personaje de este drama. El Subprefecto de la Policía Civil de Valparaíso, Alberto Rencoret Donoso, dueño de una vida muy singular.
Rencoret nació en un hogar acomodado de Talca, en el año 1907. Su padre, que trabajaba en el poder judicial, con el puesto de archivero es trasladado a Santiago, donde se codea con las familias más conspicuas. Padre de seis hijos, que se educan en los Padres Franceses y optan por las carreras tradicionales, como Leyes, Medicina o Ingeniería. Pero el rebelde Alberto dice que quiere pertenecer a la policía civil, en esa época una rama de Carabineros de Chile y como tal, socialmente mal vista.
El padre impone, a medias, su voluntad y lo obliga a estudiar Derecho en la Universidad de Chile, carrera que no termina. Su vocación no iba por ese camino y mantiene su obstinación por ejercer como policía. Los padres ceden y, apoyados en sus contactos, consiguen que Alberto sea trasladado a Valparaíso, donde muy pronto es nombrado subprefecto en esa ciudad.
En el puerto se trafica contrabando, drogas, delitos que se convierten en los objetivos principales del joven policía. Hasta que comienza a manifestarse con vehemencia la inquietud sindical y Rencoret se convierte en un enemigo declarado de todos aquellos que, según el gobierno, atentan contra la estabilidad. Él, como hombre de confianza de la autoridad, siente que debe dar todo por sus empleadores. Ahí asoman sus más bajos instintos, castigando con crueldad a quienes considera opositores al régimen que defiende con denuedo.
Es en estas circunstancias, cuando arriba a Valparaíso la nave Chiloé trasladando a los prisioneros de Antofagasta, entre los que llega Manuel Anabalón Aedo, desapareciendo casi de inmediato cuando pone un pie en tierra.
¿Qué hizo Manuel Anabalón para correr esta suerte? Nunca se ha logrado establecer con certeza. Lo que sí consiguió Luis Mesa Bell, el agresivo periodista, fue demostrar que la policía civil estaba involucrada en su desaparición y muy pronto consiguió identificar a Rencoret como el responsable del hecho. También descubrió que el policía había “fondeado” el cuerpo de Anabalón en el Muelle Prat, y logró establecer que éste era un procedimiento más o menos habitual para deshacerse de los enemigos del régimen.
El primer artículo sobre el escabroso tema, publicado el 22 de octubre de 1932 por Mesa Bell en Wikén, decía:
“Las madres de todo el país han sentido tambalear sus corazones ante el misterio de aquel profesor de 20 años que desapareció en las fauces mismas de la Sección de Investigaciones. Sin otro delito que una mentalidad puesta al servicio de los obreros, el profesor Anabalón, maestro primario de Antofagasta, aparece ahora como nueva víctima de las dictaduras que el oro de la burguesía imperante levanta para detener el avance de las ideas que amenazan con derrumbarlas”.
A partir de entonces, a través de Wikén comenzó una campaña despiadada en contra de Rencoret. En el número del 5 de noviembre, tituló:
“Anabalón debe aparecer vivo o muerto”.
Una semana después, el día 12, escribió, ya involucrando directamente al subprefecto:
“El retiro de Rencoret facilitaría la investigación”.
Y en el número siguiente iba por la cabeza del subprefecto:
“Anabalón no aparece y Rencoret sigue en su puesto”.
En esos y otros ejemplares de Wikén lo trató de asesino e incluso aseguró que había más cadáveres escondidos en el fondo marino del puerto. Rencoret nunca lo denunció por sus dichos.
Pero como dijimos antes, Rencoret no fue el único objetivo en el que apuntó su virulenta pluma. Por eso, cuando el día 20 de diciembre de 1932, a las nueve de la noche, mientras conversaba con su amigo Héctor Pedreros Jáuregui a menos de una cuadra del Palacio de La Moneda, fue detenido por dos personas que se identificaron como pertenecientes al Servicio de Investigaciones y subido a la fuerza a un automóvil, no se podía saber cuál de sus enemigos estaba detrás.
Luis Mesa Bell fue asesinado a golpes esa misma noche y su cuerpo fue abandonado en una acequia de calle Tucumán, en el sector Carrascal de Santiago de Chile.
Por la mañana, unos niños que vieron la cobarde acción avisaron de la presencia del cuerpo, que mostraba la saña con que lo golpearon, especialmente su rostro, casi irreconocible.
El caso sacudió e indignó a tal punto a la opinión pública chilena en general y santiaguina en particular, que medios de la época aseguran que fueron entre treinta y cincuenta mil los asistentes al funeral.
La revista Wikén sacó un número especial en homenaje a su mártir, y su dueño, el argentino Roque Blaya, exigió a través de sus páginas que se aclarase el brutal homicidio. Con su persistencia sólo consiguió una golpiza, que le allanaran la publicación y que las autoridades lo declararan persona non grata y lo expulsaran del país.
Pero los artículos publicados por Mesa Bell tuvieron un doble efecto. Por una parte, se consiguió que ─con muy pocos días de diferencia con el asesinato del periodista─ el buzo Federico Fredericksen encontrara un cuerpo acéfalo, sin manos y sin pies, que por sus vestimentas fue reconocido como de Anabalón. La justicia desestimó la identidad del cadáver, pero en segunda instancia la aceptó. La otra consecuencia fue que toda la prensa se aunó en contra de los asesinos y las autoridades se vieron obligadas a buscar y condenar a los culpables.
Pese a toda la red de protección que se tejió en torno a Rencoret, Clodomiro Gormaz y Luis Encina, los otros acusados por el asesinato de Anabalón, al final terminaron siendo declarados culpables y condenados. Rencoret a doce años de prisión y sus cómplices a diez.
Pero a veces la suerte acompaña a los perversos y una ley de amnistía, publicada por Arturo Alessandri, permitió que los inculpados fuesen liberados, sin pagar su condena.
La opinión pública no los perdonó y tanto Gormaz como Encina debieron pasar el resto de sus vidas ocultos en una falsa identidad. Como veremos más adelante, el caso de Rencoret fue distinto.
Con respecto a la muerte de Mesa Bell, también los culpables surgieron de la policía civil y recibieron condenas parecidas a las de los implicados en el otro caso. Los condenados fueron los policías Leandro Bravo, Carlos Vergara y Eugenio Trullenque. Al parecer, también fueron favorecidos por la ley de amnistía de Alessandri.
La mordaza que el gobierno puso a la prensa para evitar que la noticia produjese mayor inquietud social, deja muchas dudas respecto de lo que ocurrió después de consumados los asesinatos.
La historia más extraña es la ocurrida con Alberto Rencoret Donoso.
Cuando la justicia no tuvo la certeza de que el cuerpo encontrado en Valparaíso fuese de Anabalón, Rencoret fue liberado. Pero un año y medio después, luego de una nueva autopsia, se ratifica la identidad y se pretende reabrir el caso. Rencoret no comparece a la citación. Había ingresado como novicio al Seminario Mayor de Santiago y al interior de sus dependencias disponía de fuero eclesiástico, en el que se amparó.
Continuó sus estudios hasta consagrarse como sacerdote donde encontramos que el furibundo policía acusado de homicidio, anticomunista, antigremialista y seguidor incondicional de las políticas represivas de los gobiernos de turno, ha mutado en un cura identificado con la iglesia popular renovada de los años ´50-´60. Consagrado de lleno a su labor pastoral, se convierte en profesor del seminario, participa del Concilio Vaticano II, en la Teología de la Liberación y en la formación de muchos sacerdotes que posteriormente formarán parte de la legión de los “curas populares” o “curas rojos”.
Como guinda de la torta de su sacerdocio, en 1958 el Papa Pío XII lo nombra obispo de Puerto Montt, misma diócesis en la que posteriormente es ascendido a Arzobispo.
Cuando cuenta sesenta y dos años, arguye razones de salud para retirarse de la Iglesia. Se establece en Constitución, ciudad en la que vivió sus vacaciones infantiles, acompañado de una dama que actúa como dueña de casa, pero que, según las malas lenguas, comparte hasta su lecho, y de una pareja en la que él es el chofer y ella la sirvienta de su casa. Cuando hablaba de ellos se refería a “mi familia”.
Pasado un tiempo vuelve a darse una vuelta de carnero y, cuando asume el gobierno de Chile el General Augusto Pinochet, se transforma en un incondicional seguidor que incluso lo recibe en su casa cuando Pinochet visita Constitución.
Se cuenta que cuando enfermó de gravedad y fue necesario trasladarlo a Santiago, el general le envió un helicóptero.
Falleció en 1978 sin aceptar jamás públicamente ser el asesino de Manuel Anabalón ni cómplice intelectual en la muerte de Luis Mesa Bell. Quizás lo dijo a su confesor, pero de ahí no salió.
A Luis Mesa Bell lo recuerdan animitas levantadas en el Cementerio General y en el sitio donde fue encontrado su cuerpo, en Quinta Normal. Pese a los años transcurridos y a que muchos de los solicitantes no saben quién fue, le continúan pidiendo favores.
Es curioso, en la animita algunas placas agradecen a Messabell, como si se tratase de alguna niña muerta en trágicas circunstancias y que hace milagros.
De Manuel Anabalón no se conserva ninguna imagen. Se sabe que los portuarios de Valparaíso, poco después de su muerte, depositaron una animita submarina, instalada por el mismo buzo Fredericksen que descubrió su cuerpo, a la que durante muchos años arrojaron flores desde la orilla. Una réplica de la misma quedó en el muelle 3 del principal puerto chileno.
Desconozco si aún está ahí.
Fernando Lizama Murphy
Febrero de 2022
Supe de este crimen y de sus protagonista de labios de mi abuelo Zacarías Acevedo, en 1961. Yo tenía 11 años y ahora he tenidos más detalles. Lamentablemente
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