EL NAUFRAGIO DE LA GOLETA CONSTITUCIÓN

Por Fernando Lizama Murphy (Miembro de la Academia de Historia Naval y Marítima de Chile)

Piense que está asistiendo al naufragio de un barco. El océano, de cuando en cuando, reclama sus víctimas.

Emilio Salgari

Naufragio en el Cabo de Hornos. Pintura de  Josef Carl Berthold Püttner.

El desastre de Rancagua (1 y 2 de octubre de 1814) significó para muchos patriotas chilenos el comienzo de un exilio forzoso al otro lado de Los Andes, donde carrerista y o´higginistas por igual buscaron refugio. Algunos de los asilados, de ambos bandos, lo hicieron para salvar la vida y otros, también de ambos bandos, con el ánimo de reconstruir el ejército y volver a la patria para luchar por su liberación. Carrera arrastraba el peso de haber abandonado a su suerte a O´Higgins en Rancagua, lo que lo hacía muy impopular entre los seguidores del derrotado general.

Sabemos que O´Higgins fue bien aceptado por José de San Martín en Mendoza, en cambio José Miguel y su hermano Juan José Carrera, acusados de una actitud arrogante, fueron desarmados y enviados como prisioneros a Buenos Aires, donde José Miguel gozaba de la simpatía de Alvear, que durante un efímero período fue Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

Pese a la sucesión de gobernantes que las Provincias Unidas tuvieron durante en ese conflictivo período, casi todos ellos coincidían en que la independencia de su país estaba sujeta a la de sus vecinos. Por una parte se mantenía la intención inglesa de apoderarse de parte del país, los españoles, junto con los realistas, se hacían fuertes en Montevideo y recuperaban Chile y desde Brasil, Carlota Joaquina no disimulaba su intención de hacer crecer su país a expensas de los otros que daban al Atlántico. En esas condiciones, los gobernantes rioplatenses de turno coincidían en que cualquier esfuerzo por neutralizar a todos los enemigos, les eran favorables.

Fue en estas circunstancias en las que el controvertido patriota chileno, presbítero Julián Uribe, seguidor incondicional de Carrera, planteó la opción de integrar a los chilenos refugiados en la capital del Río de la Plata, a una flota corsaria, que Buenos Aires estaba concibiendo para que hiciera la guerra a la armada virreinal que operaba libremente por el Pacífico Sur, desde El Callao.

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JOSÉ ANTONIO ÁLVAREZ CONDARCO. UN HÉROE OLVIDADO

Por Fernando Lizama Murphy

“…la presencia de este oficial es aquí rarísima, como que a su inmediata dirección giran las fábricas de pólvora y salitres, delineación de mapas topográficos y otras incumbencias no menos importantes, que absolutamente no hay otro a quien confiarlas”.

Fragmento de carta de San Martín a Pueyrredón, presentando a Álvarez Condarco

En todas las guerras existen personajes que cumplen roles secundarios y eso les impide calificar para ser integrado al panteón de los héroes. Las guerras por la independencia de los países de América del Sur tienen muchos de esos personajes injustamente olvidados.

Hoy nos vamos a referir a un tucumano genial y valiente, que tuvo una muy importante participación en la guerra por la independencia de Chile y, más indirectamente, en la del Perú. Escribiremos sobre don José Antonio Álvarez de Condarco. (Posteriormente suprimiría la preposición “de” de su apellido)

Nació en Tucumán en 1780 y de su infancia no es mucho lo que se sabe. Solo que era hijo del regidor del Cabildo de su ciudad, homónimo y de doña Gregoria Sánchez de Lamadrid. Es muy probable que en sus años de colegio haya aprendido química, lo que le resultó de mucha utilidad en su vida profesional y tal vez ya en esta época haya sobresalido por su prodigiosa memoria visual, como se verá, característica importante para su futuro y el de la Independencia de Chile

En 1810, establecido en Buenos Aires, decide que sus simpatías están al lado de los patriotas de Mayo y asume algunos compromisos en una de las corrientes que intentan dirigir los ánimos independentistas de los habitantes del Río de la Plata.  Es en esas instancias donde se le encomienda su primera misión a Chile: mediar, para unificar criterios y directrices, entre las distintas facciones que luchan por la independencia del país.

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DEJANDO EL TERRUÑO

Primer capítulo de la novela Un surco en el mar, Libro I de la serie De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, de Fernando Lizama Murphy (disponible en Amazon)

En la época en que comienza mi aventura, marzo de 1819, yo tenía dieciséis años. Era un joven robusto de tanto picar leña, de empujar el arado detrás de los bueyes, de encaramarme a los manzanos y a los perales, de tirar las redes en el lago y en el mar. Hoy soy un anciano, la vista y el oído me fallan y también las fuerzas. Lo que les narraré ocurrió hace casi medio siglo.

Me llamo Félix Núñez, soy nacido en Vichuquén, caserío en la costa de Curicó. Hombre de campo, las primeras letras me las enseñó el padre Nicodemo, ayudante del párroco don José Hurtado de Mendoza, pero fue por un tiempo breve porque debí reemplazar a mi padre en las faenas campesinas. Los realistas lo enrolaron por la fuerza durante la Guerra de la Independencia, para luchar contra el cacique Basilio Vilu y nunca más supimos de él.

Cinco años después de su partida, Rosario, mi madre, una mestiza fuerte, sobrina lejana de Vilu, insistía en que su hombre ─como le llamaba─ estaba vivo, porque en sus sueños no le había avisado de su muerte. Ella aseguraba tener un sentido que le permitía, mientras dormía, conocer lo que en verdad ocurría con otras personas que llevaba en su corazón, aunque estuviesen lejos.

─Más que finado, para mí que éste armó casa por allá por donde se fue con eso de la guerra ─solía decir, quizás como una forma de engañar la soledad. Por lo menos, mientras viví a su lado, ella nunca lo dio por muerto, ni vistió de viuda y eso le servía de esperanza y de pretexto para evitar el embate de algunos pretendientes.

Aprendí a leer y a escribir bien cuando fui mayor, que fue también cuando estudié para ser maestro de escuela. Ahora, ya retirado de todo y desde hace un tiempo de regreso en el terruño natal, donde han muerto casi todos aquellos con los que compartí mi infancia y presintiendo cercana mi propia partida, he decidido dejar por escrito aquello que tantas veces relaté a alumnos y vecinos, historias que muchos de ellos, encerrados en este rincón y ajenos al mundo real, creyeron desvaríos de viejo loco. Dijeron que eran sucesos imaginados, pero puedo jurar sobre la tumba de mi santa madre que todo lo narrado ocurrió, porque lo viví en carne propia. 

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