Cuento de Fernando Lizama-Murphy
Cuando te vi a través de la vitrina del café, me vi a mi misma, ocho años antes, sentada en la silla que hoy ocupaba la muchacha. ¿Qué edad tenía ella, trece, catorce? Más o menos la misma que yo entonces.
Me dieron deseos de entrar y mostrarte a Matías, el hijo que me dejaste de herencia cuándo, luego de conocer mi embarazo, huiste como conejo del zorro. Pero me detuve. Preferí seguir viéndote actuar. Leyendo tus labios podía casi escuchar cómo te la engrupías, tal como lo hiciste conmigo:
―Vamos a ser muy felices los dos—me dijiste cuando yo te hice ver que tenías la misma edad que mi padre. Argumentaste que era mejor, que tú aportarías la experiencia y yo toda la vitalidad de mi juventud. Que desde que te diera el sí, nada me faltaría. Ni a mí ni a los hijos que necesariamente surgirían de una pasión tan pura como la nuestra. Que me llevarías a vivir a un lugar idílico, donde todo abundaba, donde las carencias no aparecían ni en las pesadillas. Lo recuerdo tan bien.
Y yo te creí todo. Era virgen, pero algo sabía de las cosas de la vida, por eso hasta me reí con pudor cuando me dijiste (que curioso, me acuerdo como si me lo estuvieras diciendo en este momento): ―La pequeña e insignificante ranura que está entre tus piernas, será el camino hacia nuestra felicidad― Aseguraste que a través de ella conocería lo que era el éxtasis, la auténtica dicha y que sólo eso bastaba para lograr la plenitud de nuestros sentimientos. Y conociendo los riesgos, pero enamorada de tu porte distinguido, de tus ojos tristones, de tus manos siempre tibias, me entregué a los encantos de hombre mundano, de amante sabio y cariñoso.
No te imaginas los problemas que me trajo el embarazo. El rechazo de mi familia, el abandono de amigos, la presión para que abortara, la huída de casa, la postergación indefinida de mis estudios que me condenó a trabajar en empleos mediocres, en lugares de mala muerte. Yo, que tenía un futuro, bueno o malo, pero un futuro a fin de cuentas, lo hipotequé confiada en que algún día cumplirías tus promesas y le taparías la boca a todos aquellos que aseguraban que me habías engañado.
Por eso me decidí a entrar al café, para evitar que a esa niña, que ahora te sonreía ingenua mordiendo la carnada como lo hiciera yo, le ocurriera lo mismo que a mí. Para evitar, aunque fuera por esa vez, que otros Matías caminaran por el mundo preguntando ¿quién es mi papá? o ¿cuándo voy a conocer a mi papá? Quería decirle a ella con qué calaña de pelafustán se estaba metiendo y de paso, aprovechar que mi hijo conociera al miserable de su padre. Porque puedes ser un desgraciado, pero eres su padre. Quería que te conociera para que supiera cómo NO tiene que ser cuando se convierta en un hombre.
Por eso entré y me sentí feliz de ver tu cara de zorro acorralado en el fondo del gallinero, observando tu mirada desorbitada que pasaba del niño a mí, como ojeando incrédulos en el libro de tu pasado. Me alegré de percibir tu palidez mortuoria.
Lo que estaba fuera de todo cálculo, fue el infarto.