PEDRO OPEKA

Padre Pedro OpekaCrónica de Fernando Lizama-Murphy

La fantástica historia del sacerdote argentino, candidato al Premio Nobel de la Paz 2015, que ha ayudado a medio millón de personas a salir de la pobreza en África.

El padre Pedro Opeka, a quien apodan “Madre Teresa con pantalones”, pisó por primera vez África en 1970. Él, que provenía de un humilde hogar de inmigrantes eslovenios que llegaron a Argentina huyendo del régimen de Tito, creía haber visto todos los extremos de la miseria durante su visita a algunos reductos mapuches en Junín de Los Andes, en la frontera con Chile. Pero cuando visitó por primera vez Madagascar quedó impactado por la enorme cantidad de gente, sobre todo niños y jóvenes, que vivían entre y de la basura.

Mientras transitaba el proceso de formación para ejercer el sacerdocio católico, sintió que estaba recibiendo un llamado perentorio para hacer algo. No podía permanecer indiferente ante tanta miseria. Frente a esa realidad, se dijo:

Acá no hay que hablar porque sería una falta de respeto hacia ellos. Lo que debemos hacer es ponernos a trabajar.

Así comenzó su apostolado, que ya lleva más de treinta años, en los que ha creado una ciudad, llamada Akamasoa (Buenos Amigos, en lengua malgache), donde habitan aquellos que viven de lo que rescatan de los deshechos. Madagascar es uno de los países más pobres del mundo y, como tal, carece casi de todo. Cuando Pedro supo que estaba destinado a trabajar ahí, tuvo que buscar en el mapa la ubicación y leer algo de su historia. Hasta entonces, apenas había oído hablar de esa nación africana.

Proveniente de una familia que vivía de la construcción, el niño Pedro comenzó a trabajar a los diez años, ayudando a su padre. Al mismo tiempo, su madre inculcaba en él la llama de la fe cristiana y cuando cumplió los catorce, ya había leído la Biblia, quizás el único libro que existía en su hogar. Un año después entró en el noviciado de los Lazaristas, de San Miguel de Buenos Aires, y durante un viaje al sur de su país vio las condiciones de pobreza en la que vivían los mapuches. Aprovechando los conocimientos adquiridos junto a su padre los ayudó para que construyeran viviendas más dignas que les permitieran paliar los glaciares fríos cordilleranos.

Un lustro después estudiaba filosofía y teología en Liubliana, cuando su congregación lo envió en misión al África. Ahí tuvo su primer contacto con la tierra que terminaría convirtiéndose en su hogar. Por ser de raza blanca y desconocer por completo la lengua local, le costó mucho conquistar la confianza de los malgaches, pero a través del fútbol, su otra pasión, lo fue logrando, sobre todo entre los niños y jóvenes. También le ayudó su facilidad para aprender idiomas. Habla cinco.

Regresó a Francia para concluir sus estudios en el Instituto Católico de París, siendo consagrado sacerdote durante la primavera de 1975 en la Basílica de Nuestra Señora de Luján. Enviado nuevamente a la isla africana, se hizo cargo de la comunidad de Vangaindrano. En 1989 lo destinaron para que asumiera la dirección de un seminario en Antananarivo, la capital malgache y desde ahí comenzó a concretar la misión autoimpuesta en las diez hectáreas de basurales distantes a unos doce kilómetros de la capital.

Su primera tarea fue reconstruir el hospital. Recién llegado, él mismo enfermó y tuvo que ser trasladado a París, pero entendía que salvó la vida gracias a su congregación, que decidió este traslado. Amigo del hijo del Primer Ministro francés François Mitterrand, consiguió a través de la ONG France Liberté, dirigida por la madre de su amigo, los implementos para alhajar el hospital. En la construcción se utilizaron, en su mayoría, materiales reciclados de los basurales.

Porque otra de las tareas en la que puso énfasis el Padre Opeka fue en enseñar a clasificar la basura para sacarle el mejor provecho. Organizó una fábrica de ladrillos con desechos, así como les enseñó a transformar en compost los restos orgánicos y las mujeres aprendieron a rescatar retazos de telas y de otros elementos que luego utilizaban en bordados u obras de artesanía. También de un cerro de los alrededores cortan adoquines. Todo se vende para generar los recursos necesarios para que la comunidad siga mejorando sus condiciones de vida.

Además del hospital, construyó una sala de clases de cuatro por cuatro metros y ayudado por sacerdotes locales y buscando entre los jóvenes de su naciente comunidad, eligió a aquellos que tenían una mayor vocación pedagógica y con sus rudimentarios conocimientos del idioma local, los prepararon como monitores para que le enseñaran a leer a los más pequeños. Así, poco a poco, fue terminando con uno de los mayores problemas de la gente, el analfabetismo.

Hoy Akamasoa tiene una población de 25.000 habitantes, la mayoría viviendo en casas dignas, hasta hermosas, construidas por ellos mismos, con muchos materiales rescatados de los desechos. Además es una de las pocas comunidades del país que cuenta con agua potable.

El padre Opeka está convencido de que aquello que no cuesta, no se cuida. Quienes viven en Akamasoa sienten ese lugar como propio y él insiste en que se debe fomentar la idea de que las casas son su hogar y que cuanto más lindas estén, más dignamente van a vivir.

El 60% de la población tiene menos de 15 años y estudia en una de las cinco guarderías o de las cuatro escuelas, o en el liceo para los más grandes. También tiene una red de bibliotecas repartidas entre los diecisiete barrios que conforman la comunidad. Lo ayudan en su misión más de 400 profesionales, la mayoría malgaches, en quienes ha imbuido el espíritu que debe prevalecer cuando se ayuda.

Porque el mayor mérito de su misión entre los más pobres ha sido que no ha querido darles, sino enseñarles y apoyarlos para que salgan adelante. Dentro de sus consignas, una de las más importantes es:

Yo siempre les digo a ellos que los amo demasiado como para regalarles todo. Si esa fuese mi única misión, me voy hoy mismo de Madagascar, porque el amor no es asistir de manera perenne a un pobre; es darle trabajo, es darle herramientas, es cambiarle lentamente la mentalidad para que sea autor y promotor de su propio crecimiento. Este trabajo no es fácil porque ellos están acostumbrados a eso y a veces hay que ser un poco violento, hablarles con mucha fuerza para que entiendan que deben cambiar su manera de ver el mundo, cambiar esa costumbre que tenían de pedir y de ser asistidos… por eso siempre les pido tres cosas: que acepten el trabajo, que acepten educar y escolarizar a los niños, y que acepten la disciplina de la comunidad.

Con respecto a las políticas de Estado tendientes a mejorar la calidad de vida de los habitantes, es categórico al afirmar:

Padre Pedro Opeka
Padre Opeka rodeado de niños malgaches.

Los gobiernos que fomentan el asistencialismo fomentan la delincuencia y la exclusión y profundizan el problema. Si no atacan en serio las causas de la pobreza es para seguir aprovechándose de ellos, utilizándolos. Junto con la pobreza económica decae la autoestima y la moral. La familia explota y ya no hay un núcleo donde formar a la persona. Entonces cada uno tiene que rebuscárselas, salir a robar porque cada noche tienen que traer algo, como sea, para sobrevivir. O no volver.

Y para los que creen practicar bien la caridad, también tiene un mensaje:

La concepción de ayuda que tiene mucha gente es errónea, porque lo hacen para sentirse felices. Quieren sentir la sensación de alegría que produce el que alguien les esté agradeciendo; creen sentir que dando soy alguien. Entonces me enorgullezco porque el otro depende de mí. Hay gente que está contenta con que los otros dependan de ellos y quieren mantener esa dependencia. Esa no es la verdadera ayuda. Ahí no está el espíritu de Cristo cuando dice “que tu mano derecha no sepa lo que dio tu mano izquierda”. Luchar contra la pobreza es compartir más que dar.

Y con aquellos que fomentan o que se sientan a esperar la caridad ajena, es drástico:

Los planes sociales son lo peor que se le puede hacer a un pobre. El asistencialismo debe existir siempre con trabajo. El que no trabaja, que no coma.

Por su labor misionera, este año fue propuesto para el Premio Nobel de la Paz. Ha obtenido reconocimientos en Madagascar, Francia, Eslovenia e Italia. También se han escrito varios libros y se han filmado documentales en los que han quedado registradas su vida y su obra.

Viaja de vez en cuando a Argentina para visitar a su familia, pero en su país natal pocos lo conocen. Tal vez porque no tiene palabras complacientes hacia sus autoridades. Es más bien crítico respecto de las políticas gubernamentales:

Argentina está estancada. Un país que podría darle de comer a toda el África, es inaudito que tenga gente con hambre.

Hoy por hoy, cuando nuestra sociedad con tanta facilidad tiende a criticar ─y muchas veces con razón─ a aquellos hombres consagrados a Dios que han cedido a diversas tentaciones humanas, es bueno recordar que existen otros, como el padre Opeka, que dejan una huella profunda en lugares donde muchos no entran por temor a ensuciarse.


Fernando Lizama Murphy

Octubre 2015

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