Capítulo 1 de FINS AVIAT CATALUNYA (Hasta pronto, Cataluña), de Fernando Lizama Murphy. Novela en preparación.
Hacia finales de 1887, Ramón y Quimet Vilarrubias recorrían de punta a punta las obras colaborando con los maestros que trabajaban en las diversas construcciones para la gran Exposición Universal. Varias veces al día circulaban por debajo del Arco del Triunfo, recién terminado, o frente al Gran Hotel Internacional, al que se le hacían los arreglos finales. También trasladaban herramientas y materiales al pabellón de la Compañía Trasatlántica Española, diseñado por Antoni Gaudí, un arquitecto local que daba que hablar.
En el último tiempo toda la ciudad giraba en torno a este evento que le otorgaría a Barcelona un sitial de privilegio entre las grandes urbes europeas. Varios edificios de estilo modernista iban tomando forma en el Parque de la Ciudadela, ese que fuera levantado donde estuvo el llamado barrio de la Ribera, que ahora dejaría de ser un lugar repudiado por los barceloneses a raíz de las represiones militares que ahí se llevaron a cabo. Pasaría a transformarse en un verdadero hito arquitectónico, en la puerta a ese futuro que los empeñosos habitantes de la ciudad anhelaban.
No faltaban las voces disidentes, pero la mayoría de los catalanes estaban contentos con ser la sede de este magno acontecimiento que catapultaría a su querida ciudad a las altas esferas internacionales. La metrópoli era la más industrializada de España, pero continuaba siendo anticuada según los cánones de esa nueva Europa que, entre guerra y guerra, se erguía desde las cenizas en medio del humo de las chimeneas, gracias a la revolución industrial.
Desde que en 1851, en Londres, se realizara la primera gran Exposición Universal, muchas ciudades se habían disputado el privilegio de organizar una y Barcelona no quería ser menos. Habían comprometido su asistencia más de veinte países, que esperaban expectantes el término de las faenas para instalar sus muestras.
A raíz de la burocracia, los conflictos sociales y sindicales, y de los desencuentros entre las distintas instituciones organizadoras, el monumental evento llevaba casi un año de retraso, pero era imposible seguir postergando la inauguración. París tenía anunciada su propia Exposición para el año siguiente, la cuarta que se efectuaría en la Ciudad Luz, y, por supuesto, ambos eventos no podían coincidir.
Se necesitaba apurar las obras al costo que fuera; la apertura no resistía más dilaciones y los organizadores decidieron disponer de toda la mano de obra que pudiesen conseguir en la ciudad y alrededores. Así como Ramón y Quimet, decenas de muchachos, ayudantes improvisados, recorrían los trabajos trasladando materiales, herramientas o recados de un lado a otro; deambulaban buscando en qué colaborar a cambio de unos céntimos, fracciones de la peseta, moneda que circulaba por toda España desde 1869. Otros, especialmente niñas, vendían bollos, panes, ensaimadas y otros bocadillos, además de vino rebajado con agua, a los obreros que laboraban casi sin descanso. Tampoco faltaban las mujeres que ofrecían su cuerpo a los trabajadores, lo que se concretaba en cualquier rincón medianamente discreto.
Quimet acababa de cumplir dieciséis años. Era un joven moreno de contextura gruesa, sin ser gordo, de pelo y ojos oscuros, al igual que su primo Ramón. Sus rasgos eran similares, pero éste era muy delgado y más alto, pese a tener un año menos. En los dos el bozo comenzaba a asomar sobre el labio superior.
Los padres de ambos, pescadores en San Juan de Vilasar pero residentes en Barcelona, desaparecieron en un mismo naufragio siete años antes, cuando los muchachos eran pequeños. Para cerrar el cuadro de una infancia desgraciada, a la madre de Ramón la tuberculosis se la llevó poco después. Desde entonces los jóvenes vivían juntos en una modesta habitación, en una calleja cercana al Fossar de les Moreres, que arrendaba Felipa, la madre de Quimet. Ella trabajaba como cocinera en la casona de uno de los administradores de la metalúrgica La Maquinista Terrestre y Marítima, una de las principales empresas de la ciudad. En el cuartucho se hacinaban los jóvenes junto a Aina, la hermana dos años mayor que Quimet, madre de Adriá, un pequeño enfermizo, nacido de una violación de la que ella fue víctima en los callejones del puerto una tarde en la que su madre la envió por pescados.
El día en que Aina parió, lo hizo casi sola. Felipa se encontraba en su trabajo y los muchachos andaban deambulando por la ciudad, tratando de conseguir algún dinero. A los gritos de la parturienta concurrieron los Ripoll, unos vecinos que, alarmados, la asistieron. Marta Ripoll, obligada por las circunstancias, había parido sola a sus tres hijos y aplicó su experiencia para ayudar a Aina. Como el niño era muy pequeño, el alumbramiento fue relativamente fácil, pero en el rostro de la improvisada comadrona se reflejaron las pocas esperanzas de vida que le daba al bebé y se lo dijo a Ovidi, su marido.
—A este niño, tan pequeño y menudo, le veo pocas esperanzas.
Pero el recién nacido sacó fuerzas de flaquezas y con la ayuda de Marta, que acudía a diario para colaborar con la madre primeriza, logró salir adelante. No se convirtió en un Hércules, sin embargo, logró desarrollarse relativamente bien dentro de las precariedades que vivía toda la familia.
Empeñada en su trabajo y sin ninguna posibilidad de controlarlos, estériles fueron los esfuerzos de Felipa para conseguir que Quimet y Ramón acudieran a clases en el colegio de San Antón, regido por los escolapios, donde los alumnos pagaban de acuerdo a la capacidad económica de sus padres y en el que estudiaban gratis aquellos cuyos progenitores no disponían de dinero.
Cuando los muchachos aprendieron las primeras letras y las cuatro operaciones, consideraron que su formación estaba completa y dejaron de asistir. Necesitaban dinero para sobrevivir y el estudio bien podía esperar. Muchas veces los sacerdotes los encontraban vagando por las calles buscando la forma de ganarse unas monedas, y de una oreja los llevaban de regreso a las aulas. Pero los resultados de los castigos eran efímeros y muy pronto la necesidad los arrastraba de regreso a sus recorridos por el puerto, las ramblas, la calle d’en Robador, donde se masturbaban observando desde cualquier escondite a las prostitutas, mientras éstas ofrecían sus servicios.
Las rameras muchas veces los sorprendían en esos afanes y riendo les mostraban los pechos, el vello púbico y los invitaban a compartir los deleites del sexo, pero ellos huían. Si algo habían aprendido con los curas era el riesgo que significaba meterse con las mujerzuelas, como las llamaban los clérigos despectivamente. No sólo por lo del pecado deleznable, sino por el evidente riesgo de contraer alguna de las enfermedades sociales esparcidas por la ciudad por marinos provenientes de todos los rincones del mundo. Los sacerdotes exageraban las consecuencias, tanto para el cuerpo como para el alma, que recibirían aquellos que se mezclaran con las putas.
Con frecuencia sus andanzas los llevaron hasta el Ensanche, el barrio creado por la imaginación del urbanista Ildefonso Cerdá, y que surgió cuando se derribaron los muros medievales que oprimían a la pujante urbe. Parte de ese extenso sector se industrializó, otra sería paulatinamente ocupada por las manzanas achaflanadas diseñadas por el arquitecto; aunque también consideró espacios para que las familias pudientes construyesen sus viviendas. Desde las Indias regresaban personas enriquecidas que querían o establecerse en Barcelona o invertir en viviendas para recibir un alquiler.
En una mansión del Ensanche trabajaba Felipa, siendo considerada por sus patronas como la mejor cocinera que tenían. Por eso, cuando recibían visitantes, lo que ocurría con bastante frecuencia, la mujer debía quedarse a pernoctar en la casona, cercana a la Rambla de Cataluña. Ahí disponía de un colchón de paja forrado, de unas mantas de tejido burdo para abrigarse, de un pilón de agua en el que asearse y de un baño en el patio para hacer sus necesidades. Comparada con la pieza que arrendaba, estos eran verdaderos lujos que, lamentablemente, resultaban imposibles de compartir con su familia. Pocas eran las horas que la mujer pasaba en su casa y los muchachos en nada ayudaban en los quehaceres domésticos. A Felipa esto le hubiese importado poco si por lo menos asistiesen a sus clases del colegio escolapio, pero sabía que escapaban de sus obligaciones escolares en cuanto daba vuelta la espalda. Tampoco los recriminaba en exceso, porque el dinero que aportaban servía para mitigar la pobreza.
La mantención de la vivienda estaba en manos de Aina, que también debía cuidar a su hijo debilucho por la mala alimentación, aunque con frecuencia Felipa traía restos de comida desde la casa de sus patrones, lo que mejoraba en algo el menú. También colaboraba Marta, la vecina que ayudó a traer a Adriá al mundo, que se había encariñado con el pequeño y que muchas veces pensó en llevarlo a vivir con ella. Pero ya le costaba mantener a tres hijos propios como para hacerse cargo de uno ajeno. Además, Ovidi había presentado los papeles a la embajada argentina, porque, previa selección, allí regalaban los pasajes a aquellos que quisiesen irse a vivir a ese país. Los Ripoll veían en ese cambio una real posibilidad de salir de la pobreza. La idea de Marta era que, de concretarse el viaje y una vez consolidados, llevarse a Adriá y a su madre.
En realidad, la idea de partir se había convertido en el sueño de una gran cantidad de catalanes, hartos de que sus esfuerzos no bastaran para llevar una vida digna; además, estaban los comentarios que llegaban de quienes viajaban a América, que eran muy tentadores. Trabajando duro, decían, se podía conseguir aquello que en Cataluña, ni aun rompiéndose los huesos, lograrías nunca.
América era una palabra que sonaba mágica para muchos y se convertía en el sueño alcanzable de otros. Casi todos los catalanes conocían a alguien que se había aventurado en esos parajes y le había ido bien. —¿Por qué no yo?— se preguntaban.
Y comenzaban a soñar.
©Fernando Lizama Murphy
SÍNTESIS DE LA OBRA: Barcelona, a fines del siglo XIX, es una ciudad pujante, industriosa, que prepara una magnífica Feria Universal a la que asistirán como expositores de veintidós países. Pero este progreso, que proviene de un acelerado proceso de industrialización, paralelamente invita a la capital catalana a migrantes de los campos y de otros países que buscan un futuro mejor, desplazando a los locales de sus fuentes de trabajo. Como parte de este proceso, que no beneficia a todos por igual, llegan el anarquismo, el socialismo, el sindicalismo, movimientos que poco a poco van poniendo en jaque a la ciudad y a los empresarios, empujando a muchos a abandonar Cataluña. América se presenta como la tierra de esperanzas.
Por la misma época, España tiene que defender Cuba y Filipinas, las últimas colonias de ultramar, y desplaza doscientos mil soldados a esas tierras. Muchos de ellos son catalanes, que, una vez terminada la guerra, deciden permanecer en los territorios que fueron a defender comenzando ahí una nueva vida. Entre ellos está Ramón Vilarrubias Grau que, después de recorrer varios países de América, arriba a Chile.
Un primo de Ramón, Isidro Terradas Grau, acosado por los problemas económicos, se ve también obligado a partir a este nuevo continente acompañado de su familia —compuesta por su mujer, Jacoba Virgili, y sus cuatro hijos—, y después de recalar en Argentina, encuentra igualmente en Chile su destino final.
Las aventuras y las vicisitudes de las familias de Ramón y de Isidro, que comparten su suerte tanto en la tierra natal como en aquella que se convertirá en su destino definitivo, además de los entornos en los que les corresponderá vivir durante este periplo, son el eje de esta novela. Junto a ellos, interactúan muchas otras familias catalanas que viajaron a Chile para salir de la pobreza y de la incertidumbre.
La novela es un testimonio de cómo era la vida en las ciudades en las que transcurre la historia de estas familias. Muestra cómo vivía su gente, sus hábitos, sus prejuicios, sus miedos, retratando las relaciones entre las parejas, entre padres e hijos, entre vecinos, exponiendo de manera fiel el mundo que enfrentaron estos anónimos valientes, hombres y mujeres de raza que resistieron todo tipo de adversidades en una época especialmente dura.
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IInteresante relato de la migración en Cataluña, triste y dramatica en la vida de familias catalanas. La ciudad Condal tuvo su apogeo como también su decadencia en algunas épocas de su larga historia. Estoy muy interesada por la mala racha que azota en estos momentos al 50% de independentistas catalanes que quieren salir bajo la tutela de un régimen, que muy demócrata será pero no cumple con las expectaivas de los que quieren llevar su propia rienda, como un país libre e independiente. Sin ser catalana estoy muy atenta al desenlace del juicio a los presos politicos que se ven enfrentados a condenas incomprensibles solo por sus ideales. Y también al tercer capitulo de esta historia relatada en su libro : FINS AVIAT CATALUNYA Soy una gran lectora, y esta historia me tiene a la expectaiva de saber como se desarrolla esta aventura de los primos Vilarrubias- Grau y los Terrades -Grau. Gracias
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