DIECIOCHO EN LAS RAMADAS

Cuento de Fernando Lizama-Murphy

La llama resplandecía en el brasero. Sentados en sendos pisos, el hombre le hablaba a la anciana:

―Me ijo que no iba a golver más, misiá Charito.

―¿Y por qué Serapio, que hizo agora este niño?

―¡Es que se mandó una muy re grande, misiá Charito! Éjeme que le cuente.

―Ígame no más, Serapio, soy too oídos. Además, que con el Norberto ya estoy curá despanto, fíjese.

El hombre se acomodó, sorbió del mate y comenzó:

―Jue pal diciocho, en las ramas de la ciudá, misiá Charito. Los estábamos sirviendo un chacolí, cuando ella dentró. Era una mujer tan re linda, que su hijo, ya bien entonao, en llegando la sacó a bailar, ¡antes que se avivara otro, pues! Espués, cuando haulé con él, el Norberto me ijo que de entraíta le encontró algo raro. Pero como la mina se dejaba querer, como icen por ahi,  no se amilanó y siguió bailando. Me ijo que pensó que como hembra de ciudad bailaba distinto que las del campo y que eso era lo raro. Usté sabe, a su hijo no le guste complicarse la vida; le echa para ailante no má. Espués de hartos pies de cueca, que nosotros avivábamos desde juera, ella lo llevó al lado de la ponchera y dice el Norberto, que usted sabe que tiene re buena cabeza pa tomar, que con la primera caña sintió como que se le dormían, primero las cañuelas y espués, de a poco, toitito el cuerpo. Con la segunda caña, me ijo que se sentía como si flotara en el río, fíjese misiá Charito. Paré que estaba muy re curao, pero no había tomao tanto, fíjese misiá Charito.

―Seguro que la mujer le echó algo en el ponche para robarle y este tonto, tan re mujeriego que lo han de ver, no se dio ni cuenta.

―Seguritamente, misiá Charito, porque al tiro la perica se lo llevó, paré que a una casa cerquita de las ramás, y no supo más hasta el otro día. Yo lo busqué toitita la noche, fíjese misiá Charito, pero no púe dar con su alma. La anciana sorbía el mate y miraba con aire resignado a su interlocutor. Sus ojos rojos de tanto permanecer junto al fuego, resplandecían distinto con las lágrimas que se le acumulaban. No era primera vez que su hijo se metía en líos de faldas, pero parecía que ahora eran más serios que los anteriores.

―¿Y qué pasó espués, Serapio?

―Cuando me lo encontré, andaba caminando como escondío. Ya había pasado too. Ice que cuando dispertó, lo primerito que vio a su lao jue a la mina y como la vio tan re linda, a él le dieron ganas de seguir la fiesta, ahora sano y bueno. Pero ice que cuando levantó la frazá, se encontró con la mansa ni que sorpresita.

―¿Estaba armá la mujer, entonce?

―¡Y qué arma, misiá Charito! Tenía un tremendo garrote. No era ná mujer, misiá Charito; se lo igo con todo respeto; era uno de esos que les icimos  colihuachos, fíjese.

―¿Me está iciendo que era un hombre, Serapio, por Dios?

―Así no más pues misiá Charito. Hombre, pero con el paraguas al revés, fíjese.

―¿Y que hizo el Norberto?

―¡Que le iba a hacerle, pues! Le pegó un par de combos, porque el otro quería seguir la fiesta, pero el Norberto me contó que era re forzudo y que le hizo la pelea. Se vio obligao a pescar una lezna que encontró por ahí y se la clavó en el pecho, paré que justito en el corazón, fíjese misiá Charito.

―¿Lo mató, entonces?

―Fíjese que sí, misiá Charito. Ahí mesmito. Se sentía humillao el Norberto. No sabía qué le habían hecho mientras estaba dormío. El cree que se lo pusieron en su conocimiento –perdonando la expresión misiá Charito― y un macho como él, no puee aguantar eso, como usted comprenderá. Creo que el Norberto, además de arrepentío de ser tan re lacho, está avergonzao. A ningún huaso entaquillao le gustaría que le hicieran eso, por muy curao que esté. Fíjese que en el fondo, le encuentro razón al Norberto, pero si lo pescan, seguritamente la justicia va a ecir otra cosa. Yo creo que se arrancó de los pacos y de la vergüenza, misiá Charito.

La anciana fijó largamente sus ojos cansados en el fuego donde hervía la tetera. La llama se fue extinguiendo poco a poco sin que le quitara la vista de encima. Serapio, sentado frente a ella, la acompañaba en la contemplación.

Haciendo un esfuerzo grande y apoyada en el hombre, la anciana logró ponerse de pie. Caminó con lentitud hacia la puerta de la cocina, rezando. Al llegar al patio y mirando al cielo, exclamó:

―¡Dios mío, dame Tu fortaleza!

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