Crónica de Fernando Lizama-Murphy
Francisco, el primer médico titulado que ejerció en Chile, confió su secreto a Isabel, su hermana. Ella al límite de la desesperación, se lo confió a su hermana Felipa, monja, que no dudó en transmitirlo a su confesor. El confesor, rompiendo su juramento, corrió a contárselo al obispo y éste a los agentes del Santo Oficio.
En enero de 1639, en Lima se consumó el mayor auto de fe que la Inquisición llevó a cabo en América del Sur. Uno de los relajados en la hoguera fue el médico de sangre judía, Francisco Maldonado da Silva, que antes de morir, pasó doce años de su vida en las tenebrosas mazmorras de este ignominioso brazo de la Iglesia Católica.
Francisco Maldonado, nacido en Tucumán en 1592, era el menor de los cuatro hermanos engendrados por matrimonio del médico judío/portugués Diego Núñez da Silva y de la cristiana vieja Aldonza Maldonado.
Diego Núñez da Silva huyó de su patria cuando se inició la persecución de los de su raza. Cruzó hacia la única colonia portuguesa en América, Brasil, con la esperanza de perderse en algún lugar de su gigantesca geografía. Pero la truculenta mano de la Inquisición también atravesaba el océano, obligándolo a reemprender su huída para establecerse en Ibatín, rebautizada Tucumán. Trabajó ejerciendo su profesión y se acercó a la iglesia para disimular su raíz hebrea. Se casó con Aldonza, a la que nunca, hasta que fue descubierto, le habló de su origen semita.
Llegaron los hijos y la vida transcurría con la relativa normalidad con que solían vivir los colonos en tierras que estaban conquistando. Luchando contra los indios calchaquíes, contra una naturaleza exuberante que servía de refugio a bestias asesinas y ponzoñosas, con algunos problemas de deslindes con vecinos, contra plagas y aceptando el sometimiento servil a las ordenanzas de la Iglesia Católica.
Afortunadamente para Francisco, su padre poseía la mejor biblioteca del poblado y el muchacho creció saciando su sed de saber con los conocimientos aportados por los mejores libros de su época, además de las lecciones que les impartía a él y a sus hermanos el padre Isidro Miranda. Claro que en un rincón oculto de su casa, don Diego mantenía los libros prohibidos.
Un día, escondido en un rincón, Francisco escuchó a su padre conversar con Diego, su hermano mayor y así supo de sus orígenes semitas, supo que su padre practicaba en secreto los ritos y ayunos que le exigía su credo y también supo de los libros ocultos.
Poco tardó en comprender el peligro que significaba el profesar una fe distinta a la católica. Cuando tenía nueve años, tuvieron que huir a Córdoba. Diego Núñez había sido denunciado y advertido por el padre Miranda, el sacerdote amigo, tuvo que embalar sus pertenencias y en carreta desaparecer de Tucumán.
Pero Córdoba tampoco resultó un refugio y pocos años después fue capturado por los agentes inquisitoriales. Lo trasladaron a Lima donde fue juzgado y obligado a renunciar a su fe. Apremiado en el potro, con fuego en sus pies y otros convincentes procedimientos delató, además de a otros marranos de su ciudad, a su hijo mayor. Un año después que su padre, Diego Maldonado siguió el mismo camino, engrillado, a la capital del Virreinato. Su madre no resistió tanta pena y murió.
En medio de la tragedia, sus hermanas fueron a parar a un convento. Después de unos años, Isabel se casó y Felipa tomó los hábitos. Francisco, solo y a la deriva, cargando el peso de ser un paria sin quererlo, resolvió partir a Lima en busca de su padre y de su hermano. Encontró a su progenitor ridiculizado por un sambenito, convertido en un anciano. Parte de su condena fue trabajar en el Hospital Portuario del Callao. Quizás su título le mantuvo algo de dignidad. Los médicos no sobraban en esta parte del mundo.
A Francisco le asombró la entereza con la que, en privado, Diego Núñez da Silva continuaba defendiendo la fe de sus ancestros. Se mantenía orgulloso de su estirpe y lo avergonzaba no haber tenido la fortaleza de defenderla a ultranza. También lo avergonzaba el haber delatado a su hijo y a otros vecinos de Córdoba, cuyos nombres no recordaba. Para él era un tormento el no haber sido más fuerte para soportar las torturas y las privaciones.
Preocupado por su hijo, le recomendó que estudiara medicina y le dio el nombre de algunos judíos conversos que lo ayudarían. Esa ayuda fue la que le permitió ingresar a la Universidad de San Marcos, titulándose de médico. Bajo el mismo alero pudo relacionarse con lo mejor de la sociedad limeña, ejerciendo su profesión con éxito. Aunque se sabía marcado como marrano, continuó visitando a su padre en el hospital, donde el hombre, hasta que falleció, le traspasó con cariño los conocimientos adquiridos en tantos años de práctica.
Pero a la Inquisición no sólo la movía el barrer con las herejías. La avaricia era su otro motor y pronto tuvieron elementos para acusar a judíos conversos del Perú, eligiendo a aquellos que poseían grandes fortunas, para confiscarles sus bienes en beneficio de la eclesiástica institución. Francisco, que se reunía con ellos y practicaba oculto los ritos hebreos, sintió sobre sí el halo de la persecución y decidió embarcarse hacia Chile. Ya sabía, por la experiencia de su padre, que bajo tortura se confesaba y se delataba hasta al propio hijo.
Fue el primer médico titulado que llegó al país y muy pronto fue nombrado director del Hospital de Santiago, cargo bien remunerado, que además le daba renombre público. Cuando llegó su nombramiento oficial, fue recibido por el pleno de las autoridades de la remota colonia. Contar con un médico titulado y no con cirujanos/barberos que practicaban la medicina, era un gran logro. El déficit que prevalecía, era el de la infraestructura. El hospital contaba con una sala única, doce camas, cinco bacinicas y tres jeringas. No era mucho, pero por lo menos ahora los pacientes serían atendidos por un médico.
Además de aportar a la comunidad su biblioteca de más de doscientos volúmenes, la mejor de la época, todos revisados por el Santo Oficio, su ubicación social le permitía codearse con lo más refinado de la aristocracia santiaguina y él le puso el ojo ni más ni menos, que a la hija adoptiva del gobernador interino, Isabel Otáñez. Se casó con ella y pudo asegurar su descendencia con una hija, Alba.
Pronto encontró entre los santiaguinos destacados a Marcos Brizuela, con quien se conocía desde la juventud, en Córdoba. Ahora era regidor del Cabildo, también hijo de un judío al que Diego Núñez da Silva denunció, entre torturas, a la Inquisición. Francisco desconocía esa situación, pero no Marcos, que lo trató muy mal. Francisco temió que en venganza por lo de su padre lo denunciase a él, pero no ocurrió y muy pronto el episodio dejó de ser relevante en la relación de ambos. El médico, invitado por su coterráneo, comenzó a asistir a los ritos judíos en el subterráneo de una casa. En esas reuniones se encontró incluso con fray Juan Bautista Ureta que, bajo los hábitos, ocultaba su verdadera estirpe.
La Inquisición en Chile era menos severa, por lo que pudo seguir con su doble vida con relativa normalidad. Pero sin quererlo se sentó en la hoguera. Por una carta se enteró que su hermana Isabel acababa de enviudar en Córdoba y le escribió invitándola a que se viniese a Chile, junto a su pequeña hija Ana y a Felipa su otra hermana. Les dijo que él estaba bien, que trabajaba como médico y que era muy bien reconocido por la comunidad.
Luego del tiempo que ambas mujeres se tomaron para ordenar sus asuntos al otro lado de la cordillera, aparecieron por Santiago. Isabel y Ana se quedaron en su casa y Felipa se fue al convento de su congregación.
Por esos días, el padre adoptivo invitó a Isabel Otáñez y a su hija en un viaje a Valparaíso, situación que aprovechó Francisco para hacer algo que lo inquietaba desde hacía ya mucho tiempo. Él necesitaba ser un judío completo y había decidido circuncidarse a sí mismo. Aprovechando la ausencia de su mujer, lo hizo en secreto, soportando el dolor y utilizando los bisturíes que ocupaba en el ejercicio de su profesión. Sus conocimientos le permitieron una convalecencia libre de infecciones o de otras consecuencias malignas, pero su espíritu se envalentonó.
Este nuevo estado lo llevó a cometer el gran error de su vida. Convencido de que su hermana Isabel lo comprendería y seguiría sus pasos, le confidenció que él profesaba la fe de sus antepasados, que hacía los ayunos, que respetaba los sábados, que celebraba el Día del Perdón, en fin, se desgranó frente a ella como una mazorca seca. Isabel, educada en un convento, al comienzo lo miraba atónita, luego reaccionó, reprochándole a gritos que estuviese siguiendo los mismos pasos de su padre, que contarle esto implicaba involucrarla cuando ella no quería saber nada de judíos, Ella ya había sufrido bastante y estaba convertida en una cristiana obediente y fiel, que nunca podría profesar una fe que les había sido tan perniciosa. Francisco le insistía en el único Dios, en el Dios de Israel, y ella se defendía, replicando que Cristo era el hijo de ese Dios, que era el camino que había elegido para su salvación.
Francisco, como un enajenado, repetía salmos, citaba a Maimónides y a otros pensadores de su fe. Pero al final Isabel, sintiéndose acosada, optó por encerrarse en su pieza. Desde su ahí le escribió una carta a su hermano en la que le daba a entender su punto de vista, en la que le explicaba sus pesares por la captura de su padre y de su hermano, del sufrimiento de su madre por esta situación, tanto que la llevó a la muerte, de sus propios traumas, pues junto a su hermana debieron crecer en templos cristianos donde les enseñaron a odiar las otras religiones y ajenas a todo afecto familiar.
Pero Francisco, ciego en su obsesión, no cejó en su empeño y abrumó a Isabel, quizás comprendiendo que si no lograba involucrarla, corría el riesgo de la delación, lo que finalmente ocurrió.
Temiendo esto, Francisco recapacitó sobre lo que había hecho y de sus posibles consecuencias, entonces trasladó su residencia a Concepción. Tomó la decisión de partir a esa ciudad porque ahí estaba la frontera y se mantenía latente la guerra contra los mapuches. Pensó que un territorio tan hostil podría resultar propicio para encontrar el refugio y la quietud interior que tanto anhelaba.
El 12 de diciembre de 1626, mientras oraba a su único Dios en el sector de Rocoto, en Hualpén, fue aprehendido por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, Francisco Maldonado da Silva, comenzando el calvario que lo llevó a la hoguera, junto a otros nueve relajados, en enero de 1639. Durante esos años permaneció en las mazmorras y fue sometido a brutales torturas para que renunciase a sus creencias y delatara a otros involucrados. Nunca lo hizo. Fue supliciado en Concepción, en Santiago y la mayor parte del tiempo, en Lima.
Lo que hace distinto a Francisco es que, una vez preso de cuerpo, su alma se liberó y jamás negó su condición de judío, al extremo que los jueces nunca consiguieron que jurara decir la verdad frente a la cruz. Para él, hacerlo, implicaba su primera mentira.
En los innumerables interrogatorios a que fue sometido, sostuvo largas discusiones con sus acusadores, desorientándolos. Incluso llegó a lo insólito cuando él los acusó por lo que consideraba falsas creencias o desviaciones bíblicas. Una y otra vez lo apremiaban para que renegara y él, pese a lo debilitado por ayunos voluntarios, destruido físicamente por las torturas, las sostenía una y otra vez. Se dio maña para transmitir a los otros presos, a través de golpes con piedras en los muros de la cárcel, en una clave que todos comprendían, su fe o expresiones de fortaleza y de resignación.
Para algunos era un loco que buscaba la inmolación. Rebatía con tanto ahínco y conocimientos los argumentos de los agentes inquisitoriales, que los obligó a citar a los cuatro máximos defensores de la fe de Lima para que lo convencieran de sus errores. Pero no lo consiguieron.
Declarado “pertinaz”, fue condenado a muerte, condena que no le importó.
Dicen que mientras esperaba bajo una carpa para subir a la hoguera, el viento rasgó la tela. Aseguran que él dijo que había sido Dios, para que pudiera mirarlo a la cara.
Para los judíos es un mártir y su ejemplo trasciende generaciones y continentes.
En Hualpén, cerca de Concepción, en el sitio donde fue capturado, existe un monolito que recuerda a este mártir marrano.