Mr. Brown abandonó el sillón con dignidad, mientras sus ojos vidriosos retenían las lágrimas. Caminó por el pasillo hasta la escala. Los ecos de ofensas y amenazas retumbaban en sus oídos casi sordos. Subió al dormitorio arrastrando sus ochenta y dos años, cerró la puerta con pestillo y se encogió en el lecho como un recién nacido. Había decidido partir a primera hora.
Cuando el Sol rasguñaba las cumbres y las olas aún no despertaban, salió en silencio, llevando solo un maletín con pertenencias imprescindibles, como la fotografía de su Deborah, muerta diez años antes. Su otra mano la ocupaba el paraguas. Antes de alejarse, contempló con tristeza la casa, cobijo de su familia por tantos años.
Lo cotidiano comenzó a invadir el plan de Valparaíso cuando Mr. Brown ya llevaba una hora en un escaño de la plaza de la Victoria, esperando la apertura del banco. Pidió hablar con el agente.
—Señor Brown, ¡qué gusto verle nuevamente por aquí! ¿Qué lo trae por estos lados?
—Buenos días, señor. Deseo retirar los fondos del Batallón 45 —respondió lacónico el anciano.
—¿Todos?
—Sí, por favor. Todos.
—Perdón por mi intromisión, pero ¿no le parece que es mucho dinero como para andar por la calle?
—Prefiero que me lo robe un desconocido o donarlo a una institución, a que caiga en las manos de ellos… Perdón, disculpe, lo que acabo de decir es solo un mal chiste. Para mayor seguridad, por favor, fracciónelo. Una parte pequeña en billetes y el resto en documentos que pueda cobrar en cualquier lugar del mundo.
—¿Va a viajar, señor Brown?
El anciano no respondió. El agente llamó a su secretaria, impartió instrucciones y luego retomó el diálogo:
—Disculpe mi curiosidad, pero usted estuvo aquí hace poco tiempo retirando fondos para cancelar el funeral, entiendo que de un amigo suyo, miembro del Batallón…
—Del Batallón 45.
—¿Es mucha indiscreción preguntarle qué es o qué fue el “Batallón 45”?
Al anciano se le iluminó el rostro:
—Por supuesto que no. Durante la Segunda Guerra Mundial, los descendientes de ingleses radicados aquí, en Valparaíso, formamos un batallón para combatir a Hitler. Cuarenta y siete reclutas nos adiestramos en el regimiento Maipo y nos embarcamos hacia Inglaterra. En Dover supimos que, mientras viajábamos, la guerra concluía.
El agente lo miraba atento para no perder palabra del relato. La secretaria depositó sendas tazas de té sobre el escritorio.
—De todos modos, permanecimos un año en las Islas Británicas. Trabajamos en la reconstrucción, ayudando a quienes lo habían perdido todo durante los bombardeos alemanes. Allá conocí a Deborah, voluntaria como yo, que apoyaba a viudas y huérfanos. Una gran mujer a la que convertí en mi esposa.
Ambos bebieron té, mientras el agente firmaba algunos documentos.
—Cuando estaba por cumplirse un año de nuestra llegada, nos avisaron que un mercante chileno nos podría traer de regreso. Los cuarenta y siete estábamos dispersos por la isla. Una cadena de avisos permitió que casi todos nos reuniéramos en Dover para la fecha señalada. Sólo faltaron dos, que decidieron permanecer en Inglaterra. Por eso lo llamamos “Batallón 45”. Deborah viajó en otro navío un mes después. Aquí nos esperaba una gran recepción organizada por amigos, familiares y autoridades. Nos vitoreaban como si hubiésemos sido los verdugos de Hitler y del nazismo.
La emoción detuvo por unos instantes a Mr. Brown, que luego de recuperar el aliento, continuó:
—Entre abrazos de parientes y besos de mujeres que no habíamos visto jamás, prometimos reunirnos el segundo viernes de cada mes en la casa de Mr. Simpson. Muy pocas veces faltó alguno a la cita, aunque antes de terminar el primer año, tuvimos una baja. Mr. Johnson murió de tifoidea. Al funeral asistimos todos, para luego reunirnos en un restorán y recordar entre canciones, versos y discursos, nuestro paso por Inglaterra. Ahí decidimos depositar en una cuenta común la pequeña pensión que el gobierno británico nos asignó por nuestra participación en la reconstrucción. Como el dinero no era mucho, pensamos destinarlo a una cena anual y, si alcanzaba, a cancelar funerales de los integrantes del Batallón 45.
Se hizo un breve silencio en el que ambos terminaron su té, ya frío.
—No sé si fue el destino o el azar quien hizo que durante casi medio siglo no muriera ninguno de nosotros, permitiendo que el dinero depositado por Inglaterra se acumulara, junto a los intereses correspondientes. Entonces falleció Mr. Pierce, tesorero del batallón, y cuando revisamos sus rigurosas cuentas, tomamos conocimiento del monto acumulado durante cincuenta años. Una cifra importante, como usted sabe…
—Muy interesante —interrumpió el agente.
—Entre otras cosas, ese día se decidió que el último sobreviviente quedaría como único dueño del saldo, en compensación porque nadie le podría rendir los honores correspondientes. Además, juramos mantener en secreto, incluso ante nuestras familias, el hallazgo de este tesoro tan bien administrado por Mr. Pierce —el anciano hizo un silencio, para luego continuar—: A Pierce, en un tiempo breve, lo siguieron varios miembros. Todos tuvieron un funeral digno, que concluía con una cena para los sobrevivientes. Aun así, los recursos parecían inagotables. Pero la muerte siguió haciendo su trabajo y a comienzos de este año sólo quedábamos Mr. Murray, yo y supuestamente Mr. Petersen. Lo nombro al final pues perdimos contacto con él cuando su familia lo internó en Santiago.
—Hace más o menos un mes, si mal no recuerdo, usted retiró fondos para el entierro del señor… parece que Murray —recordó el agente.
—Efectivamente, porque desconocía lo de Petersen. Por eso no giré los fondos en ese momento. Visité a su familia, quienes me informaron que falleció hace cinco años. Aquí está el certificado de defunción —sacó del bolsillo el documento que el agente leyó sin mucha atención. Intuía que estaba en regla.
—Permítame una última consulta, quizás algo indiscreta, señor Brown. Su anterior visita la hizo acompañado de una joven…
El semblante del anciano se ensombreció:
—Mi nieta. Créame que ese fue el peor error de mi vida, convertida en un calvario desde que ellos conocieron la existencia de este dinero, señor. Mi única hija y mis tres nietos, que viven a mis expensas desde que ella se divorció, me obligaron a viajar a Santiago para acreditar la muerte de Mr. Petersen. Desde el día fatal de esa visita, me han robado, me niegan la comida, me tratan con insolencias porque no retiro el dinero y se los entrego. Anoche amenazaron con golpearme. Esa fue la gota que colmó el vaso y por eso he venido de madrugada. Hasta temo que me asesinen para apropiárselo. Lo que le dije al comienzo no es un mal chiste, señor, es en verdad lo que siento.
Mr. Brown guardó silencio porque un nudo atenazaba su garganta. El agente lo contemplaba compasivo. Las temblorosas manos del viejo, cruzadas sobre sus piernas, intentaban contener las convulsiones que lo sacudían.
La secretaria entró con un maletín que entregó al agente, junto a unos documentos para la firma. El ejecutivo le pidió un vaso de agua para el anciano. Cuando se hubo tranquilizado, le dijo:
—Tenga, señor Brown. En este maletín hay mil dólares y doscientos mil pesos en efectivo. Además, están los pagarés que pueden ser cobrados en cualquier sucursal de nuestro banco, fraccionados para que no circule con tanto dinero. Si está conforme, firme aquí por favor.
Luego de estampar su firma, el anciano susurró en tono triste:
—Gracias, señor. Pensar que antes de conocer la existencia de este de dinero, eran tan respetuosos conmigo…
—¿Y qué hará, señor Brown? Sabemos que ni con cincuenta años menos tendría vida suficiente para disfrutar esta fortuna —dijo el agente.
—Primero, visitaré en el Cementerio de Disidentes la tumba de mi Deborah querida. Le pondré un gran ramo de rosas. Luego, haré lo mismo en las de mis amigos del Batallón 45. Si me disculpa, el resto de mis planes me los reservaré. Podrían aparecer por aquí y usted verse forzado a indicar mi paradero.
—Debo confesarle que, después de su anterior visita, han venido varias veces. Lo han hecho solos, en grupo, con abogados que me han advertido que no debo entregarle a usted ni un peso porque, aseguran, lo declararán interdicto. ¡Hasta me han amenazado! Si me permite una opinión, sus familiares no se merecen este dinero. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—¿Tiene cuatro sobres en blanco, por favor, señor?
—Por supuesto, aquí tiene.
El anciano depositó cuatro billetes de diez dólares, uno en cada sobre y escribió nombres en ellos:
—Esto es todo lo que les dejaré, cuarenta dólares; un billete para mi hija y otro para cada nieto. Si les traspasara todo lo del batallón, en el vértigo del despilfarro me olvidarían pronto. En cambio, abriendo estos sobres, me odiarán para siempre —Mr. Brown sonrió—. Cuando vengan, ¿se los puede entregar?
—Encantado, pero ¿qué hará con su casa, sus muebles, tantos recuerdos que, con seguridad, guardan esas paredes, señor Brown?
—Mi hija no lo sabe, pero la casa hace ya tiempo que, con Deborah, la donamos a una fundación que se hará cargo cuando yo muera. Respecto de los muebles y demás pertenencias, ya han malvendido muchos a mis espaldas. Continuarán haciendo lo mismo hasta acabar con todo. Me da lo mismo. En cuanto a mí, haré de cuenta que hoy he muerto y que mañana resucitaré lejos, con tanto dinero, que podré comprar todo lo que desee. Gracias por todo, señor agente.
Mr. Brown salió, respiró profundamente el aire porteño y con el paraguas hizo parar un taxi.
Fernando Lizama-Murphy
Este relato forma parte del libro 24 Cuentos