Mr. Spencer, proveniente de Edimburgo, ancló en Valparaíso durante el verano de 1908, poco después del enésimo terremoto que asolara al puerto. Tenía veinticuatro años recién cumplidos.
La escala, destinada a analizar fenómenos sísmicos, convirtió al puerto en su residencia definitiva. Se quedó para saciar su inagotable sed por conocer todo lo descubierto o por descubrir.
Esa ansiedad lo convirtió en un solitario. Amo de su tiempo y de su vida, se desplazaba al lugar donde el instinto le advirtiera sobre la posibilidad de algún suceso notable. Todas las investigaciones de Mr. Spencer surgían “desde las tripas”, como llamaba él a ese espíritu observador en su castellano engominado.
Su admiración incondicional por Darwin fue decayendo cada vez que releía El Origen de las Especies, pues crecían las dudas respecto a, según él, la pata coja de la teoría de la evolución. Spencer sostenía que su compatriota no había considerado el problema espiritual. Sus propios estudios lo habían llevado a concluir que en el universo existía un número determinado e inamovible de almas, que estimó en diez mil ochocientos veinticuatro millones setecientos cincuenta y seis mil ciento catorce. Esto significaba que se requería que alguna forma de vida desapareciese para que otra surgiera. La cifra incluía a todas las especies vivientes, incluso los microorganismos conocidos hasta entonces. Según Mr. Spencer afirmaba, todos tenían alma.
Estableció la cifra de diez mil ochocientos y pico millones, apoyado en su ábaco y en observaciones astrológicas. También, lo reconocía estando ebrio, porque esa cifra le resultaría incomprensible a la mayoría de las personas, pues escapaba a la imaginación de la gente común.
Cuando alguien moría, su alma quedaba disponible al azar para un nuevo espécimen. Extraviado entre las eras terciaria, cuaternaria y otras, Mr. Spencer aseguraba que la extinción de los dinosaurios, a los que empaquetaba en un único grupo, había permitido la aparición del género humano.
Hacer comprender a los demás que el surgimiento de una nueva vida requería la desaparición de otra, se fue convirtiendo en su obsesión. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, lo invadió una disimulada alegría al saber que varios millones de seres estaban asegurando su advenimiento al planeta gracias a la masacre que se produciría en el frente. También el exterminio de negros en África le producía una extraña sensación de agrado. Calculaba que la desaparición de razas o especies que él consideraba débiles, permitiría el fortalecimiento de otras.
Spencer sostenía que esta tendencia de ir reemplazando especies, calificadas por él como débiles, por hombres cuyos índices de natalidad se superaban año tras año, convertirían al planeta en el sitio ideal del universo. Los humanos vivirían en un mundo idílico, acompañados sólo por aquellas criaturas seleccionadas para colaborar con su supervivencia.
Con esta certeza y con el propósito de dejar una huella de todas las criaturas condenadas a la extinción, Mr. Spencer transformó en museo su casa de estilo victoriano de la avenida Gran Bretaña en Valparaíso.
Ahí se acumulaban, sin mucho orden, animales embalsamados, insectos y hasta algunas aberraciones, como una guagua con dos cabezas enfrascada en formalina. Unas vértebras de ballena recibían al visitante y Mr. Spencer lamentaba no disponer del espacio para guardar la ballena entera, embalsamada por alguno de los taxidermistas que trabajaban para él.
Pero este afán de perpetuar las especies condenadas a la desaparición tenía un precio que la fortuna heredada de su familia ya era incapaz de solventar y que sus benefactores ingleses tampoco pudieron seguir auspiciando. El nuevo conflicto mundial requeriría de un enorme esfuerzo económico y sus mecenas redirigieron sus dádivas.
Para sobrevivir a medias, Mr. Spencer mantenía su cruzada pidiendo auspicio a las fábricas de insecticidas (cada insecto eliminado dejaba espacio a un nuevo ser); a los fabricantes de armamentos, por razones obvias; a los de abrigos de piel; a los matarifes; a las factorías pesqueras y a todas aquellas empresas cuyo negocio era la muerte.
Las bombas atómicas lo hicieron caer en un estado de frenesí. Pensaba que los orientales eran los únicos que podían opacar la hegemonía del hombre blanco, llamado a ser el rey del universo, afirmado incluso por la Biblia. La derrota de Japón era la conclusión lógica, aunque la de Alemania le producía alguna confusión. Spencer sostenía que las potencias europeas nunca debieron enfrascarse en conflictos fratricidas. Sus rivales en la perpetuación eran las otras razas humanas, además de aquellas especies inútiles para el hombre, que le arrebataban el natural derecho a expandirse.
El museo fue languideciendo poco a poco. La edad más los gusanos y las polillas, contra los que luchara con denuedo para dejar espacio a nuevos seres útiles y para evitar que se comieran las especies exhibidas, le fueron ganando la batalla a este escocés obstinado.
Al término de la Guerra de Corea, afirmó que el triunfo no había sido claro para los Estados Unidos, y después del desastre de Vietnam, culpó a los soldados negros de traicionar a su patria. Estos eventos, junto con la aparición del rock y el movimiento hippie, síntomas indiscutibles de la degradación, lo hicieron dudar respecto de la hegemonía de la raza blanca. Además, junto con la aparición del microscopio electrónico, salieron a la luz millones de seres unicelulares que existían desde siempre y que el hombre había sido incapaz de descubrir por carecer de medios tecnológicos.
Descorazonado, volvió al ábaco y a sus observaciones astrológicas y llegó a la triste conclusión de que se había borrado de un plumazo la cifra de almas estimadas por él, la que por orgullo se negaba a actualizar.
El 20 de Julio de 1969, día del primer alunizaje tripulado, madrugó para presenciarlo por televisión, presa de una terrible sensación de pánico. Si los astronautas descubrían especies vivas más allá del cielo, su obsoleta teoría, que nunca nadie tomó en serio, terminaría por dejarlo en ridículo.
Pero no pudo presenciar el evento. Pese al frío invernal, poco recomendable para su edad, caminó hasta la playa Las Torpederas.
Quienes lo vieron por última vez, dicen que se encaminaba hacia la Piedra Feliz.
Fernando Lizama-Murphy
Este relato forma parte del libro 24 Cuentos