El experimento con los dementes, me produce más que un poco de desasosiego. Ellos no pueden dar su consentimiento, no saben lo que sucede y si alguna organización benéfica llegara a enterarse, armarían una gran alharaca.
R.C. Arnolds, Médico del Servicio Público de Salud de Estados Unidos, en carta dirigida al John Charles Cutler, jefe del proyecto.
En Octubre del año 2010, el Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica reconoció como “abominables y gravísimos” los experimentos en humanos que se efectuaron en Guatemala desde 1946 en adelante y el Presidente Obama se disculpó públicamente con su igual guatemalteco, Álvaro Colom.
Esta situación la hizo pública la profesora de Historia Médica del Wellesley College, Susan Reverby, quién, al investigar en los archivos del fallecido doctor John Charles Cutler, se encontró con un estudio cuyos métodos y contenidos se mantuvieron en secreto por muchos años.
Cuando el mundo aún no terminaba de reponerse del horror de los experimentos en los campos de concentración nazis, ya en Guatemala, con el beneplácito de sus autoridades, se estaba llevando a cabo una investigación científica estadounidense que utilizó como conejillos de indias a reos, a conscriptos del ejército, a prostitutas, a deficientes mentales y es posible que incluso a niños. A todos se los usó mediante engaños y sin informarles del verdadero objetivo del estudio.
En todo caso esta situación tiene un precedente en el propio país del norte. El experimento Tuskegee o Alabama, calificada por sus detractores como “la más infame investigación biomédica de la Historia de Estados Unidos”.
Hay que establecer que en la época de estos hechos los tratamientos existentes para las enfermedades venéreas eran complicados, dolorosos y poco efectivos. En los botiquines de campaña, durante la II Guerra Mundial, se incluía una pomada a base de Colemela, Sulfato y Tiazola, cuyos resultados distaban de ser óptimos, además de dolorosos e incómodos para los soldados. Como aún no se contaba con la penicilina para tratar las enfermedades infecciosas, el Servicio Público de Salud de los Estados Unidos (SPS) decidió hacer un seguimiento a un grupo de pacientes para lograr encontrar una solución a la enfermedad que causaba muchos problemas, sobre todo entre los ciudadanos pobres.
En 1932, con el apoyo de la Universidad de Tuskegee, se inició en el Condado de Macon, en Alabama, una investigación en la que se incluyeron 600 varones negros, 399 de los cuales ya estaban infectados con sífilis. El resto eran hombres sanos a los que se les harían controles periódicos para ver si contraían el mal y así poder determinar con más claridad el origen del mismo. Se eligió este condado por la fuerte presencia de la enfermedad.
Como el objetivo era estudiar la evolución de la sífilis en sus diversas etapas, no se sometió a los enfermos a ningún tipo de tratamiento, permitiendo el incremento vigilado de la dolencia y sólo se les proporcionaron placebos y se les atendieron otros males que padecieran, sin que eso interviniera en la progresión de la venérea. Por supuesto que los enfermos creían que estaban siendo tratados por su mal.
La esencia de este estudio y los métodos utilizados se mantuvieron en secreto hasta que en 1972 un médico que participó en el proyecto y que estuvo en desacuerdo con su metodología lo denunció a la prensa, lo que significó en fin del mismo.
A esas alturas, habían muerto 130 personas, o directamente a causa de la enfermedad o por efectos colaterales. Además se contagiaron 40 mujeres y 19 niños nacieron infectados.
Pero tiempo antes, cuando algunas sospechas hacían presagiar que el asunto sería descubierto, se disminuyó su intensidad y se buscaron otros lugares, lejanos a la prensa y a la opinión pública, para continuar con la investigación.
Se eligió Guatemala, donde la presencia de la United Fruit Company era tan poderosa, que el país más parecía un enclave norteamericano.
La situación del país centroamericano fue similar en algunos aspectos, como el secretismo que envolvió a ambos experimentos, aunque en esta nueva experiencia sí se indujo a los tratados a contraer el mal.
Lo primero que hicieron los doctores fue seleccionar a prostitutas que estuvieran infectadas de alguna enfermedad venérea y las hicieron acostarse con reos en la cárcel. A aquellas que no estaban contaminadas se les inoculó la bacteria en el cuello del útero. En cuanto a los presos, se les tomaba una muestra de sangre antes de la cópula y otra después. Para disponer de un abanico mayor de casos, también el ensayo se hizo con conscriptos, cancelando siempre los investigadores los honorarios de las mujeres. Los resultados, en cuanto a niveles de infectados, estuvieron por debajo de las expectativas de los médicos norteamericanos, encabezados por el doctor Cutler, por lo que se decidió inocular directamente la bacteria, inyectándola en el pene, en el brazo o en la región lumbar de los elegidos. Aquí fue donde se usó de preferencia a enfermos mentales, a los que no había que inventarles una explicación del procedimiento.
En lo referido a los niños, existen dos versiones. La primera es que también se los utilizó para transmitirles la bacteria, para conocer cómo evolucionaba en ellos la enfermedad.
La segunda apunta a que sólo se utilizaron para extraerles sangre. Por una razón que los galenos no lograban explicarse, muchas muestras de sangre de individuos que ellos sabían que no estaban infectados, mostraban señas de la enfermedad. Después descubrieron que la bacteria que produce la malaria, enfermedad muy común en Centroamérica, tenía una raíz común con la de la sífilis. Por esta razón aparecían muchos falsos sifilíticos, que sí habían padecido malaria. Pero como al momento de la investigación no lo sabían, tomaron muestras de los niños del Orfanato Rafael Ayau, de Ciudad de Guatemala, para poder homologarlas con otras y revisar los procedimientos. Les llamó la atención que algunos muchachitos, los menos, también aparecían infectados de sífilis. En muchos casos, se trataba de los que habían padecido la malaria. Aparentemente esta fue la razón por la que utilizaron a los infantes, de entre seis y dieciséis años, y no la perversa transmisión del mal.
Los individuos, infectados mediante engaños, fueron divididos en varios grupos y a cada uno de éstos se les sometió a distintas terapias para medir sus resultados comparativamente. En algunos se continuaron los procedimientos habituales de la época, mientras a otros se los comenzó a tratar con penicilina. A estos últimos los dividieron según el estado de avance del mal. Incluso se les suministraron antibióticos a pacientes antes de ser contagiados, para observar si la penicilina actuaba como preventivo.
El estudio era dirigido por uno de los mejores especialistas del mundo en enfermedades venéreas y salud reproductiva, el doctor John C. Cutler, que lo hizo por cuenta del SPS entre 1946 y 1948. Antes se desempeñó en el Buró Sanitario Panamericano, precursor de la OPS (Oficina Panamericana de la Salud).
Este médico contó con la colaboración del doctor guatemalteco Juan Funes, que se especializó en políticas de tratamientos de enfermedades venéreas en el SPS norteamericano. Además participó un numeroso contingente de especialistas estadounidenses.
Los estudios previos hechos en Estados Unidos habían demostrado que la Treponema Pallidum, bacteria que produce la sífilis, no soportaba fuera de su medio más de 45 minutos, por lo que la única forma de poder medir los resultados de los métodos profilácticos era a través del contacto directo. Por eso raspaban la bacteria de pacientes infectados o la extraían de las pústulas y de inmediato “sifilizaban” (término acuñado por los investigadores) a hombres sanos para medir la respuesta del cuerpo humano.
A medida que se fue masificando el uso de la penicilina para atacar ésta y otras enfermedades infecciosas, la razón del estudio se fue desvaneciendo. No obstante un grupo de médicos, apoyados por la SPS y la OPS, insistió en proseguir los tratamientos con los procedimientos tradicionales u otros nuevos que no incluyeran al antibiótico.
Guatemala es un país pequeño y muy pronto comenzaron los trascendidos, las filtraciones del secreto, lo que obligó a disminuir la intensidad de los experimentos y a manejarlos con mayor discreción.
Se estima que hasta comienzos de la década del sesenta continuaron los tratamientos en algunos pacientes. A otros muchos se les suspendieron por distintas razones, como el hecho de cambiar su lugar de residencia, sin que se les pudiese hacer el seguimiento.
Se calcula que sobre 1.500 personas fueron deliberadamente infectadas de sífilis en Guatemala y como la investigación terminó en una forma abrupta, se desconocen las cifras exactas de muertos o las repercusiones que el mal tuvo en la vida posterior de los sobrevivientes. Sólo se sabe que algunos pacientes mostraron cuadros epilépticos, aunque tampoco se conoce si son cien por ciento atribuibles a los tratamientos.
Todo lo que ahora sabemos, salió a la luz desde los archivos del doctor Cutler, fallecido a los 87 años en el 2003, encontrados y difundidos por la doctora Reverby.
En este momento hay varias demandas por compensaciones económicas presentadas por algunos de los guatemaltecos sobrevivientes. Una es contra la Universidad Johns Hopkins, de Baltimore, que se escusa argumentando que “este no fue un estudio de la Johns Hopkins. No inició, no dirigió, no financió, ni condujo el estudio en Guatemala”.
La Fundación Rockefeller, otra de las instituciones demandadas, señala que la quieren involucrar, erróneamente, por asociación con alguno de los individuos vinculados a la investigación.
La otra empresa a la que se le piden compensaciones es la farmacéutica Squibb, proveedores de la penicilina que se utilizó en los experimentos. Ellos declararon que están analizando la demanda.
Desde el punto de vista ético, no importa cuál sea el fallo, pero no deja de llamar la atención el desprecio por la vida y la salud de los habitantes al sur del Río Bravo, que en este caso mostraron los estadounidenses.
Fernando Lizama-Murphy
AGOSTO 2015