A RUSIA CON ILUSIÓN

Por Fernando Lizama-Murphy

Las tragedias que le ocurren a la humanidad tienen coletazos que son opacados por el drama principal. Muchas personas se ven afectadas por estas consecuencias secundarias, pero no constituyen en sí un material de estudio suficiente como para ser consideradas como parte relevante de la historia o de las noticias. Eso ocurrió con más de diez mil estadounidenses o emigrantes que partieron hacia la Unión Soviética en busca de un futuro mejor y que fueron devorados por el sistema ruso.

Equipo de béisbol en el Parque GorkiLos Antecedentes

La corriente migratoria hacia los Estados Unidos ha sido permanente desde su nacimiento como nación y, ya en 1920, el país llevaba muchos años convertidos en el símbolo del bienestar; la aspiración de millones de personas en todo el mundo era disfrutar de sus ventajas. El flujo de migrantes era inatajable y las naves provenientes de Europa y de Asia arribaban repletas a los puertos norteamericanos. Desde el sur del río Bravo, los latinos llegaban por cualquier medio buscando salir de la mediocridad que ofrecían sus países. El proceso se había acentuado a partir de la época de la fiebre del oro en California y parecía que el Tío Sam tenía capacidad para absorber a todo aquel que quisiera trabajar y vivir bien. Por eso se le denominó “El País de las Oportunidades”

Este aumento explosivo de la población, la capacidad inventiva de los yanquis, junto con el aumento de la demanda por productos estadounidenses antes, durante y después de la Primera Guerra Mundial, llevó a la industria a crecer a pasos de gigante. Todo lo que Estados Unidos producía, se vendía, y parecía que esa apetencia era insaciable, por lo que las máquinas trabajaban sin cesar. Los únicos que permanecían ajenos a este boom eran los agricultores. Los precios de los productos de la tierra estaban estancados y las cosechas superaban las necesidades de la población, empobreciendo en forma acelerada a los pequeños campesinos.

A partir de 1925 este fenómeno se trasladó del campo a las industrias, que observaron con preocupación cómo se incrementaban sus stocks. La producción superaba a la demanda. Los empresarios necesitaron ajustarse a esta realidad y comenzaron a despedir personal. Pero el negocio bursátil o mejor dicho, la especulación bursátil, parecía ajena al mundo real. Pese a que las empresas estaban viviendo un ciclo recesivo, las acciones continuaban subiendo, contraviniendo toda lógica, y sin que nadie hiciese nada por frenarlo. De hecho, la gente se endeudaba en los bancos para comprar acciones que, en un año, podían rentar hasta un 50%, mientras el crédito costaba un 12% en el mismo período.

Como consecuencia de esta burbuja financiera, en 1929 quebró la bolsa de Wall Street, arrastrando a más de tres mil bancos y dejando en la miseria a millones de pequeños empresarios e inversionistas. La cesantía superó el 25%, lo que significó que catorce millones de hombres estadounidenses (las mujeres se estaban recién incorporando al mercado laboral) deambularan por el país buscando algo para alimentar a sus familias, idealmente un empleo que les permitiera mantenerlas. En los comedores de caridad, largas filas de famélicos esperaban por algo de comida, y las industrias abandonadas se convirtieron en improvisadas viviendas colectivas para aquellos que las perdieron por la incapacidad de pagar las hipotecas. Para muchos inmigrantes, que habían llegado no hacía mucho, el sueño americano trocaba en pesadilla. La mayoría de los países europeos, dependientes desde la Primera Guerra Mundial de la economía norteamericana, fueron arrastrados a esta vorágine.

En medio de la locura generalizada, que llevó al suicidio a muchos, todo el sistema capitalista quedó en tela de juicio.

La Propuesta: el paraíso socialista

Pero al otro lado del mundo, la Unión Soviética parecía inmune a esta tragedia. Después de la revolución bolchevique, los jerarcas rusos comprendieron que el camino para salir del estado de postración económica en que se encontraban, era industrializando Rusia. Pero se trataba de un país en el que el 80% de la población eran agricultores sin preparación y capacitar gente para ese desarrollo tomaba un tiempo del que no disponían. Entonces, aprovechando el drama que vivía Occidente, decidieron reclutar personal especializado en el resto de Europa y en los Estados Unidos.

Cuando esto se inició, los norteamericanos aún no reconocían al gobierno bolchevique, por lo que las relaciones no estaban formalizadas. Pese a ello, los rusos instalaron en Manhattan una oficina de la Soviet Trade Organization, más conocida como Amtorg y desplegaron todo su aparato publicitario. En una edición del New York Times de 1930 publicaron un aviso a toda página ofreciendo un salario justo, educación gratuita para los hijos, salud gratis y otros beneficios a quienes estuviesen dispuestos a trabajar en su país. En el “Manual de la Nueva Rusia: Historia del Plan Quinquenal” un libro escrito para ser repartido entre los niños soviéticos, traducido al inglés, se explicaban con palabras sencillas todas las bondades que traería para los emigrantes su nueva vida. Fábricas rodeadas de árboles, con cafeterías y bibliotecas, jornada laboral reducida. El mencionado libro fue un fenómeno editorial en los Estados Unidos en 1931.

Aquellos que en su país tenían poco o nada que perder, se sintieron tocados por este llamado a la felicidad.

Quiso la casualidad que, poco antes del desastre financiero, el encargado de Amtorg, Saúl Bron, firmase con Henry Ford un contrato para la fabricación de camiones en una planta que se construiría en Nizhni Novgorod. Si el desconfiado pero exitoso Ford estaba dispuesto a invertir en Rusia, quería decir que era verdad lo que prometían. A muchos no les quedaron dudas. El futuro estaba en Moscú o sus alrededores y el sistema socialista prevalecería por sobre el capitalismo.

Cabe hacer notar que José Stalin era un gran admirador del sistema de producción en cadena ideado por Ford, y que consideraba que era aplicable a toda la industria pesada que él pensaba fomentar durante su Primer Plan Quinquenal.

Stalin

Las filas de interesados ─de los más diversos oficios y profesiones, desde ingenieros hasta un empresario de pompas fúnebres─ en ocupar las seis mil vacantes que ofrecieron los rusos, a los que, además, les pagarían pasaje y pasaporte,  no cesaban frente a las oficinas de Amtorg. Provenían de todas partes de los Estados Unidos y aunque la mayoría era gente sin ninguna militancia política, hubo simpatizantes comunistas y socialistas, convencidos de hacer realidad sus sueños.

Pese a los problemas que estaban viviendo, el comunismo no era una opción de vida viable para el gobierno norteamericano, que tildó a todos los emigrantes de “comunistas” con lo que, quizás sin pretenderlo, los condenó, al abandonarlos casi completamente a su suerte.

Porque es importante recalcar que el gobierno estadounidense no permaneció del todo indiferente al éxodo ─mal que mal, estaba perdiendo un capital humano importante─ y emitió un folleto con algunas recomendaciones para sus compatriotas. Entre otras advertencias, se les aconsejaba viajar inicialmente solos, sin la familia. Pero pocos hicieron caso a los consejos y muchos niños partieron junto a sus padres.

El New York Times calculó en la época que más de cien mil personas, tanto estadounidenses como de las más diversas nacionalidades, incluso rusos que doce años antes llegaron a Norteamérica huyendo de los bolcheviques, presentaron sus papeles en Amtorg, buscando un cupo en el nuevo paraíso socialista. De Latinoamérica, existe constancia de un peruano, pero seguramente viajaron muchos más con pasaporte norteamericano.

Algunos, impacientes por ser los primeros, omitieron los trámites en la oficina rusa y viajaron por sus medios a Europa, para luego trasladarse a la Unión Soviética. Por eso es muy difícil conocer con exactitud cuántos fueron los emigrantes que atravesaron el Atlántico hacia esta nueva tierra prometida, pero se sabe que fueron por lo menos diez mil.

Los primeros años fueron de relativa armonía, aunque a los recién llegados, que antes de la recesión encontraban todo lo que necesitaban en los establecimientos de su país, les costaba acostumbrarse a un comercio de alimentos segregado en diecisiete categorías, según la posición sociopolítica del comprador. Tampoco les gustaban los colegios, que, aunque gratuitos, se convertían en salas de adoctrinamiento marxista para hijos de yanquis que solo buscaban trabajo por un tiempo y no quedarse para siempre en la madre Rusia.

Pero como se trataba de adaptarse, idearon las formas de hacer su vida más llevadera, llegando incluso a organizar equipos de beisbol y una liga. Por su parte, el gobierno ruso intentaba mostrar una cara amable, tanto que prometió convertir a ese deporte en una actividad nacional.

La Tragedia

Todo anduvo relativamente bien hasta el asesinato en Leningrado, a fines de 1934, de Sergei Kirov, un bolchevique muy influyente que se negó a aceptar los planes genocidas de Stalin en contra del campesinado. Aunque nunca se pudo comprobar, todo apunta a que fue el mismo Stalin quién lo mandó asesinar. Sin embargo, acusó a otros opositores a su gobierno, todos comunistas como él, y abrió la llave a una de las más terribles persecuciones que se vivieron en la Unión Soviética.

Nadie estuvo libre de la NKVD, la policía política, que se transformó en el organismo más siniestro y temido del Estado, dirigido por Nikolái Yezhov, el despiadado brazo ejecutor de las órdenes de Stalin. Sus instrucciones eran: “Matar sin seleccionar, aunque muera un cierto número de inocentes”.

Bajo las órdenes de este hombre con poder de vida o muerte sobre los ciudadanos, los organismos represivos no tardaron en perder el respeto que sentían por los migrantes, que muy pronto comenzaron a ser tratados como el resto del pueblo ruso.

Arthur Talent, violinista de 21 años, fue fusilado luego de ser torturado hasta que se declaró espía. Su delito fue aceptar un traje que le trajo de obsequio otro norteamericano, sin avisar a la NKVD. Otro caso emblemático fue el de Lovett Huey Fort-Whiteman, un comunista afroamericano que se sentía discriminado en su país y que llegó a Rusia en gloria y majestad para convertirse en profesor del colegio angloamericano de Moscú. Además, organizó el Congreso de Trabajadores Afroamericanos. Cuando quiso regresar a los EEUU, no solo se le negó el visado sino que además se le acusó de contrarrevolucionario y se lo deportó a Kazajstán, donde fue golpeado por no cumplir con la cuota de trabajo asignada. Parte de la tortura fue arrancarle los dientes, lo que le provocó una infección que le impedía comer. Murió de hambre en 1939. Por protestar en contra del régimen por el incumplimiento de las promesas, la familia de beisbolistas formada por Arthur Abelin, su hermano Carl y su padre James, fueron fusilados en 1938. La madre murió poco después en un campo de prisioneros.

Los ejemplos abundan, aunque hubo excepciones. Los Rusos poseían una mina de oro gigantesca en Kolimá, Siberia, un lugar en el que no existían vestigios de anterior vida humana. Era tan inhóspito que nunca se pobló. Como no tenían gente preparada para poner en marcha este gran proyecto, contrataron al ingeniero norteamericano Jack Littlepage, quién al principio se negó a firmar, pero terminó aceptando por dinero y con la condición de que pudiera regresar a su país cuando quisiera. Nada de lo que hicieron con los otros emigrantes, como requisarles sus pasaportes, hicieron con Littlepage que pudo viajar cuantas veces quiso entre su país y Rusia, hasta que se radicó definitivamente en los Estados Unidos y contó lo que vio. Lo paradójico de esta situación es que muchos de los prisioneros que se ocuparon para esta faena y que murieron trabajando como esclavos en medio del riguroso clima, eran norteamericanos, y el oro extraído se le vendía a los Estados Unidos, cuyo gobierno no quiso ver el drama que vivían sus compatriotas..

Pueblos enteros de campesinos, principalmente ucranianos, que no aceptaron, primero la expropiación de sus tierras y luego trabajar gratis para el Estado, fueron trasladados a Kolimá, donde los hacían dormir en carpas y sin ropas adecuadas, cuando por la noche la temperatura llegaba a  –40°C. Dos de cada cuatro morían antes del mes de arribados al mineral. Otros, que fallecían casi de inmediato, eran los funcionarios públicos que caían en desgracia. Habituados a las oficinas, eran prácticamente incapaces de sostener una picota. Si no servían para el trabajo, debían morir pronto para no tener que alimentarlos, si es que se podía llamar alimento a las raciones minúsculas y asquerosas que proporcionaban a cada prisionero. Curiosamente, esto permitía que aquellos de estructura más delgada sobrevivieran por más tiempo que los de contextura gruesa. Necesitaban menos calorías.

A Stalin le importaban los recursos económicos, no las vidas.

Tampoco estaban libres de la muerte los encargados de mantener el orden en el mineral. Eran relevados más o menos una vez al año, pero en lugar de volver a sus hogares, eran ejecutados en el camino. Al sistema no le convenía dejar testigos que pudiesen delatar el genocidio.

Los norteamericanos fueron despareciendo misteriosamente, ya deportados a Siberia, ya fusilados. Otros fueron enrolados en el ejército rojo y obligados a combatir en la Segunda Guerra Mundial. La mayoría murió sin que nadie consignara que se trataba de ciudadanos estadounidenses.

De los varios miles que llegaron a este “paraíso socialista”, no más de un puñado sobrevivió, pese a que muchos fueron nacionalizados a la fuerza como ciudadanos soviéticos, sobre todo los que arribaron siendo niños. A la gran mayoría, al momento de ingresar a Rusia les requisaron sus pasaportes, obligándolos a permanecer en el país.

Muchos años después se supo que esos pasaportes, debidamente falsificados, se utilizaron para introducir espías soviéticos en los Estados Unidos. Ingresaban suplantando a aquellos habitantes que abandonaron años antes el país, cargados de ilusiones y que ahora posiblemente yacían en una fosa común en Siberia. Cuando ya se establecieron relaciones diplomáticas entre ambos países, los norteamericanos privilegiaron la armonía y protestar a favor de un grupo de “comunistas cobardes” que huyeron del país en medio de la crisis, no ayudaba a mantener esa armonía, tan necesaria para alejar a Rusia de la Alemania nazi.

Los embajadores estadounidenses se desentendieron del problema al extremo que, en la puerta de la embajada, eran detenidos por la policía secreta aquellos norteamericanos que acudían a buscar el socorro de sus compatriotas. Algunos eran fusilados a pocas cuadras de distancia, como denunció Marjorie Davis, la mujer del embajador Joseph Davies. Una noche escuchó disparos desde su dormitorio y le preguntó a su marido qué ocurría. Él respondió que el ruido provenía de los trabajos de construcción del metro de Moscú, aunque sabía lo que en verdad estaba pasando. Cuando concluyó su misión, Joseph Davies escribió sus memorias y no dedicó ni un párrafo a estos hechos.

De todos aquellos que llegaron desde los Estados Unidos a trabajar en el desarrollo del plan quinquenal, solo un puñado regresó a su país después de la muerte de Stalin. Fueron ellos quienes que narraron las atrocidades que sufrieron tanto ellos como sus compatriotas muertos. De la mayoría nunca más se supo, y algunas de las cartas de familiares que llegaron a Rusia, desclasificadas no hace mucho tiempo, solo sirvieron para saber algo de su trágico destino.

Después de la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética, se organizó una comisión ruso-norteamericana para aclarar lo ocurrido con los migrantes que dejaron su país con la esperanza de ayudar a construir un mundo mejor, pero no han podido avanzar porque los rusos no han liberado los archivos ni de Stalin ni de la KGB.

Quizás cuando esto ocurra se pueda saber algo más del destino de estas personas que, estadísticamente, no representan casi nada frente a la masacre de más de cinco millones de individuos que murieron en manos de la NKVD, dirigida por Stalin.

Fernando Lizama-Murphy
Diciembre 2016

Nota: Esta crónica está basada en diversas fuentes, pero principalmente en el libro “Los Olvidados”, de Tim Tzouliadis, que investigó a fondo estos hechos.

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