
En la lucha por la independencia de Latino América no existe otro ejemplo de patriotismo como el de este matrimonio altoperuano que lo entregó todo por la causa. Manuel Padilla y Juana Azurduy dieron muestras de heroísmo que van más allá de lo que un ideal puede exigir a sus defensores.
Manuel Ascencio Padilla nació en 1774, en el poblado de Chipirina, que en esa época pertenecía al virreinato del Perú. Pasó su infancia en el campo, en permanente contacto con los indios que trabajaban para su padre o que vivían en los alrededores. Muy joven se enroló en el ejército del virrey, participando en la represión al levantamiento indígena dirigido por los hermanos Catarí. Fue testigo del ajusticiamiento de Dámaso Catarí, hecho que lo marcó profundamente. Ese instante representó la ruptura total con el sistema virreinal, que pretendía mantener sometidos por la fuerza a los aborígenes.
Decepcionado, se retiró del ejército e ingresó a estudiar leyes en la Real y Pontificia Universidad Mayor de San Francisco Javier de Chuquisaca. En esa localidad conoció a Juana Azurduy, una mestiza nacida en 1780, cuyos padres, ella india y él español, fallecieron cuando era pequeña. Fue educada por las monjas en un convento de su ciudad. Enamorado, Manuel abandonó los estudios para casarse en 1805.
Alto Perú, la zona comprendida por el sur de la actual Bolivia y el norte de lo que hoy es Argentina, era un hervidero de conflictos indígenas que combatían por la emancipación. Estimaciones hablan de más de cien caudillos que dirigían huestes para luchar contra los terratenientes y los empresarios mineros, españoles o realistas, que los explotaban sin miramientos. La región, distante de las dos fuentes de poder del imperio español, Lima y Buenos Aires, era campo propicio para que los aborígenes fueran tratados como esclavos por patrones inescrupulosos que se amparaban en la lejanía para cometer sus abusos.
En 1809, cuando Manuel Padilla se desempeñaba como alcalde pedáneo en la localidad de San Miguel de Matamoros, fue conminado por el gobierno de Lima a proveer de víveres al ejército enviado para combatir contra los indios rebeldes y una junta de gobierno conformada, a espaldas del poder central, en Chuquisaca. Padilla se negó a cumplir, apostando al triunfo de los insurrectos. Pero se equivocó. La junta fue derrotada y él se vio obligado a huir hacia los montes, buscando refugio entre los indígenas. Como represalia, el gobierno de Lima le confiscó todos sus bienes, incluidas sus propiedades. Mientras permanecía sumergido en la clandestinidad, ocultó a su mujer y a sus cuatro hijos en su antigua hacienda, donde lograron mantener el anonimato gracias a la colaboración de los indios.
Un año después, en Buenos Aires los patriotas organizaban la Primera Junta de Gobierno, proclama que fue poco a poco extendiéndose por todo el territorio de lo que hasta entonces era el Virreinato del Río de la Plata. En septiembre Cochabamba se plegó a los patriotas. Padilla fue nombrado comandante del regimiento formado para defender Chuquisaca, Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra. Apoyado por dos mil indios con los que, junto a su mujer, formó un escuadrón llamado Los Leales, se plegó a las tropas de Esteban Arce, consiguiendo una importante victoria en la batalla de Aroma.
Pero los oficiales que enviaban desde Buenos Aires no estaban preparados para combatir en el territorio hostil de Potosí y Cochabamba. Además, menospreciaban a los indígenas, utilizándolos como animales de carga más que como combatientes. Padilla sentía que esa situación era injusta, porque en nada cambiaba el trato que sus aliados recibían antes, y por ello tuvo varios enfrentamientos verbales con los bonaerenses.
Así como él se sentía incómodo en ese ambiente, Juana, su mujer, estaba impaciente en la reclusión forzada criando a sus hijos. Al igual que muchas otras damas, decidió que su lugar estaba en el frente y se unió al general Belgrano, que la recibió más por cortesía que por pensar que podría ser un aporte en el combate. Se equivocó rotundamente. Juana Azurduy, apoyada en sus Leales, mostró más decisión y entereza que cualquier hombre en el combate, luchando mano a mano contra los realistas y mostrando tanto valor que Belgrano, impresionado, le regaló su sable al momento de nombrarla teniente coronel del ejército republicano.
Pero los oficiales enviados desde Buenos Aires, que por el camino reclutaban soldados sin ninguna preparación, cometieron errores estratégicos que les significaron una seguidilla de derrotas.
Por otra parte, los muchos caudillos de la zona que luchaban por la emancipación eran incapaces de ponerse de acuerdo para lograr la unidad necesaria y combatir como un solo ejército. Estas disputas intestinas, además de los desacuerdos con los soldados enviados desde la capital del antiguo virreinato del Río de la Plata, convertían a cada batalla en una derrota.
Tanto así que Belgrano decidió retirar sus tropas hacia el sur, dejando sin apoyo a los líderes locales, que continuaron batallando solos contra los realistas.
Mientras Manuel luchaba en un sector, Juana combatía en otro, ambos contra las tropas virreinales y la adversidad. Después de un largo tiempo de separación forzada por la guerra, el matrimonio logró reunirse en Potosí el 13 de mayo de 1813, cuando las tropas, dirigidas por el general Eustoquio Díaz, entraron en esa ciudad.
Entonces el matrimonio inició una guerra de guerrillas en contra de los virreinales, a los que combatieron mediante emboscadas en las cercanías de varios pueblos de Alto Perú como Yamparaez, Mojotoro o Tarabuco.
En estas instancias fue cuando se produjo la mayor tragedia de los Padilla- Azurduy y para la que existen dos versiones.
La primera dice que los cuatro hijos del matrimonio cayeron en manos realistas que, en venganza por las derrotas y las muertes que sus obstinados enemigos les infringieran a sus tropas, asesinaron a los dos hijos varones. Manuel y Juana, enterados de esta vileza, se lanzaron a ciegas al rescate de sus hijas. Lo consiguieron, pero las niñas estaban tan maltratadas que fallecieron a los pocos días.
La otra versión habla de que las tropas leales al matrimonio fueron cercadas en la selva, quedando por mucho tiempo sin fuentes de aprovisionamiento. Los adultos a duras penas lograron sobrevivir, pero no así lo niños, que habrían muerto de hambre.
Sea cual sea la verdad, la historia nos cuenta que Manuel Ascencio Padilla y sus mujer, ciegos de odio, se lanzaron en una lucha casi suicida en contra de los realistas, a los que les infringieron muchas derrotas.
Mientras esto acontecía en Alto Perú, desde Buenos Aires enviaron a un tercer ejército dirigido por José Rondeau, que manteniendo la altanería que había caracterizado a la mayoría de los oficiales provenientes desde la capital, envió a Padilla a Chuquisaca para combatir a los indios chiriguanos, que supuestamente se habrían sublevado contra el gobierno de Buenos Aires.
La verdad era que se trataba de un ardid, porque Rondeau no confiaba en las tropas originarias de la zona ni en sus caudillos. Su intención no fue otra que distraer a su aliado, mientras él se enfrentaba contra las tropas de Lima. El resultado fue otra penosa derrota para los independentistas en Sipe Sipe, en noviembre de 1815.
Entonces el comandante derrotado se acordó de su colaborador y apeló a la buena voluntad de Padilla para que le cubriera la retirada, lo que el patriota hizo, no sin antes enviarle una carta en la que, enfurecido, le enrostraba todo su malestar por las constantes humillaciones a que eran sometidos los combatientes locales por estos señoritos bonaerenses, que una y otra vez caían derrotados.
Después de esta contundente derrota, Rondeau regresó a Buenos Aires, dejando el espacio para que aparezca en escena José de San Martín, quien decide cambiar la estrategia para conquistar el virreinato de Lima. Opta por ayudar a O´Higgins en la liberación Chile y atacar en conjunto, por mar, al Perú. Con este cambio de planes, dejó una vez más a las tropas informales de Alto Perú luchando solas y sin recursos, porque todos los medios disponibles fueron canalizados en esta nueva aventura.
Rebosantes de patriotismo y seguramente de odio por lo que le habían hecho a sus hijos, Manuel y Juana continuaron combatiendo contra el poder del virreinato, pero las constantes disputas entre los líderes de los grupúsculos en los que se fraccionaba la resistencia hicieron que cada día les resultase más difícil mantener a raya a los realistas.
Uno a uno van sucumbiendo los caudillos y Manuel Ascencio Padilla no es la excepción. Cae en un enfrentamiento cerca de la localidad de La Laguna, hoy llamada Padilla. Su cabeza es cercenada e instalada en el extremo de una lanza para ser exhibida como escarmiento.

Juana estaba embarazada de su quinto hijo cuando se enteró de la noticia. Con sus propiedades confiscadas y perseguida por los enemigos, no le quedó otro camino que ampararse en las huestes de Martín de Güemes, otro guerrillero, hasta que éste también cayó en combate.
Desesperanzada, se refugió junto a su pequeña y única hija en la región de Salta. Cuando en 1825 se declaró la independencia de Bolivia, la visitó el libertador Simón Bolívar, quien aseguró: “Este país no debiera llamarse Bolivia en mi homenaje, sino Padilla o Azurduy, porque son ellos los que la hicieron libre”.
Juana de Azurduy reclamó en varias oportunidades la devolución de las propiedades confiscadas a su marido, único bien que poseía para poder sobrevivir, pero la inestabilidad política de la naciente república hizo que las promesas hechas por un gobernante no fuesen respetadas por el siguiente.
En esta espera se le fue la vida a la aguerrida mujer, que murió en Jujuy, en la miseria, a la edad de ochenta años. Fue enterrada en una fosa común, previo pago de un peso que donó algún vecino.
Un siglo después de sus heroicos actos, los Padilla-Azurduy fueron reconocidos en su país, que sólo hace poco tiempo está pagando la deuda histórica que tenía con la memoria de este matrimonio que lo dio todo por la independencia de Bolivia.
Fernando Lizama Murphy
Septiembre 2015