MORIR EN EL AMAZONAS

Pesa de caucho en La Chorrera. Richard Collier, The river that God forgot, Nueva York, E. P. Dutton & Co., 1968. Biblioteca Luis Ángel Arango.
Pesa de caucho en La Chorrera. Richard Collier, The river that God forgot, Nueva York, E. P. Dutton & Co., 1968. Biblioteca Luis Ángel Arango.

Historia de la fiebre del caucho, uno de los episodios más trágicos y sangrientos de la historia de América. La explotación del hombre y de la naturaleza como consecuencia de la codicia humana.


Cuando en 1835 Charles Goodyear, luego de muchos años de experimentos, descubrió la forma de vulcanizar el caucho, no imaginó el drama humano que su invento ocasionaría en la cuenca del río Amazonas y sus afluentes.

En el S. XVI, al llegar los conquistadores españoles a América, observaron que algunos sacerdotes mesoamericanos confeccionaban sus tocados con un material negro que tenía cierta elasticidad. También vieron que los nativos jugaban con unas pelotas hechas de ese mismo material, que daba botes al golpear contra distintas superficies. Si bien esto les llamó la atención, no olvidemos que su preocupación mayor giraba en torno al oro, la plata y las piedras preciosas.

Pero, además de los conquistadores, comenzaron a llegar personas que tenían inquietudes científicas y que se dieron cuenta de que la flora y la fauna de este nuevo continente era riquísima en especies para ellos desconocidas. En una de estas expediciones, destinada a medir el diámetro de la tierra en el Ecuador, viajaba el científico francés Charles Marie de la Condamine, que inició una exploración por la cuenca del Amazonas, quedando asombrado con la riqueza vegetal del sector. Una de las plantas que más llamó su atención fue un árbol que podía alcanzar entre veinte y cuarenta metros de altura, con diámetros de hasta ochenta centímetros y que al hacerle una incisión en forma de cuña en su corteza, desprendía un extraño líquido viscoso que los aborígenes de la zona de Maynas, cercana a Quito, denominaban caa-uchu, que traducido al español, significa “árbol llorón” o “árbol que llora”.

La Condamine observó que este líquido, luego de exponerse al aire por un período de tiempo, adquiría una elasticidad que les permitía a los indios confeccionar unas especies de botellas, que después de usadas recuperaban su forma original.

Un siglo más tarde, cuando ya se había inventado la bicicleta y circulaban por las calles los primeros vehículos a vapor, Goodyear hace su hallazgo y convierte, sin quererlo, a la selva del Amazonas en un infierno.

No sólo Brasil se revoluciona con este descubrimiento. Perú, Ecuador, Colombia y Bolivia también comienzan a desarrollar una explotación desatada de la seringueira, nombre del árbol en portugués.

Pero llegar a las zonas en las que crecía significaba atravesar bosques enmarañados repletos de fieras, de alimañas ponzoñosas, de indios hostiles, de mosquitos y humedales que resentían la salud de quienes no estaban acostumbrados a ese clima infernal. Aún así la procesión humana, inicialmente proveniente de otras zonas de los países tenedores de esta planta, convertida en oro de la noche a la mañana, no se hizo esperar. Como toda buena noticia la posibilidad de un trabajo bien remunerado se extendió por todo el mundo y desde los más alejados rincones llegaron aventureros en busca del nuevo maná.

Al comienzo se trató de hombres que por su cuenta recolectaban y vendían su cosecha a pequeños compradores instalados en distintos lugares, pero pronto comenzaron a llegar otros personajes que, por la fuerza y apoyados en bandas de matones, que en Brasil se llamaban Bandeirantes, se fueron adueñando de territorios gigantescos del tamaño de países europeos, que carecían de ley y de orden. Estos nuevos empresarios más que contratar, sometieron en forma abusiva a los foráneos que buscaban la fortuna fácil.

Muy pronto algunos aventureros, arrepentidos de su decisión, quisieron regresar a sus tierras, pero no pudieron, porque estaban atados por deudas con los patrones que les suministraban, a precios arbitrarios, el sustento y el alcohol con el que los mantenían apaciguados. Los que optaban por huir, quedaban atrapados, en su mayoría, en la gigantesca cárcel que era la selva. Sin darse cuenta, muchos trabajadores que llegaron cargados de ilusiones habían vendido incluso su libertad.

Europa y Estados Unidos, empeñados en una verdadera fiebre industrial, requerían cada día más látex para convertirlo en caucho vulcanizado. El precio subía y los caucheros necesitaban más y más mano de obra que ya la corriente inmigratoria era incapaz de abastecer. Entonces echaron mano a los aborígenes.

Más de cien tribus convivían en el Amazonas cuando comenzó la explotación, muchas de las cuales desaparecieron para siempre en pocos años. Como ejemplo, se estima que la población de los indios Uitotos era, al comienzo del proceso, de unos sesenta mil individuos. A los pocos años no pasaban de los ocho mil. Tribus completas perdieron su identidad, porque dispersaban a sus miembros entre las distintas faenas para evitar que se unieran para complotar. Tampoco se respetaron las rivalidades ancestrales existentes entre ellos y los mezclaron, ocasionando conflictos que más contribuyeron a su exterminio. A las mujeres las secuestraban para prostituirlas en los campamentos en los que la presencia femenina era inexistente. Los aborígenes que lograban escapar, amparados en el natural instinto de supervivencia, buscaron refugio en lo más intrincado de la selva y desde allí lanzaban sorpresivos ataques en contra de los seringueiros. Pero no eran más que cantos de sirena.

En medio de este desastre, hubo personas como Suárez, Aranda o Fitzcarrald que se apropiaron de superficies gigantescas y que de la noche a la mañana se hicieron multimillonarios, cargando a sus espaldas la vida de muchos obreros o esclavos aborígenes que murieron sobreexplotados.

Esta riqueza sorpresiva permitió que surgieran ciudades como Iquitos, en el Perú, o Belem, en Brasil, pero la máxima demostración de este alucinante lujo repentino y desmedido, que convirtió a individuos que poco antes ni siquiera usaban zapatos en grandes señores, fue Manaos.

Esta ciudad, en medio de la selva amazónica brasileña, fue el símbolo del despilfarro. Se dice que los cigarros se encendían con billetes de cien dólares y que por una niña virgen de origen europeo se pagaban quinientos dólares en los lujosos burdeles que se abrieron para satisfacer la demanda insaciable de los nuevos ricos.

Llegó a tanto el arribismo que para darle jerarquía a esta nueva Babilonia, se “importaron” desde Europa nobles venidos a menos, pero que ostentaban títulos de marqueses o duques. Los ricachones los mantenían a cuerpo de rey con el único objeto de poder decirse “amigos” de ellos.

La ciudad se llenó de palacios y mansiones construidos con piedras y mármoles traídos del Viejo Continente a costos de escalofrío. El teatro Amazonas, que nada tenía que envidiarle a los grandes coliseos del mundo, se inauguró con una compañía de ópera italiana y en él actuó Sarah Bernhardt, así como muchos otros artistas de fuste. Manaos tuvo luz eléctrica cuando ninguna ciudad brasilera la tenía y un tranvía movido por la misma energía, cuando en París y Nueva York éstos aún eran tirados por caballos.

En sus burdeles y salas de juego se malgastaban cifras que eran inimaginables para los obreros que arriesgaban su vida en medio de la selva. El paño verde de los casinos era el edén de muchos oportunistas y tahúres, que en una buena noche podían asegurar su futuro para siempre.

En Perú, el caso de Julio Arana tienes ribetes catastróficos. Sus padres fabricaban sombreros en Lima y él partió a Iquitos a venderlos a los inmigrantes que llegaban atraídos por la fiebre del caucho. Pronto visualizó el negocio y comenzó a comprar, a vil precio, terrenos a los indios y a otros exploradores que llegaron antes que él y se arruinaron en las casas de juego o en los burdeles. Pronto se convirtió en un potentado desalmado, con ejército propio, que no tuvo ningún reparo en esclavizar a los aborígenes. Se calcula que más de cincuenta mil indios murieron víctima de la explotación despiadada de este hombre, que no sólo nunca fue juzgado por sus crímenes, sino que además fue elegido senador en su país. Es más, incluso se presentó en Londres y, con un cinismo extremo, habló en el parlamento en contra los criminales que exterminaban a los indios amazónicos, mostrándose a sí mismo como un redentor y empleador ejemplar.

El caucho hasta tuvo su propia guerra, la Guerra de Acre, un enfrentamiento entre Perú Bolivia y Brasil, en el que este último país salió triunfador. De este conflicto hablaremos en una próxima crónica.

También tuvo su propio tren. Un proyecto ambicioso, una línea férrea entre Madeira, en la frontera boliviana y el río Mamoré, que facilitaría la extracción del producto desde la selva casi impenetrable para llevarlo por vía fluvial hasta Manaos o Belén. Los hermanos Collins, de Filadelfia, se atrevieron con el proyecto, pero quebraron. Fueron incapaces de llevar a cabo esta labor titánica, apelada “el ferrocarril del diablo”. Las faenas se reanudaron en 1907 y en 1912 habían logrado tender algo más de 350 kilómetros de rieles, con un costo de seis mil vidas humanas.

Según el antropólogo canadiense Wade Davies, cada tonelada de caucho costó la vida de diez indios, y cientos quedaron heridos o mutilados por las condiciones inhumanas de trabajo o por las torturas. Al parecer, esta estimación no incluye a los blancos que también cayeron en el camino.

Mucho antes del ferrocarril del diablo, que nunca llegó a operar bien, comenzó a terminar el, para unos pocos, sueño y, para muchos, pesadilla, del caucho amazónico. El gobierno brasilero, con el ánimo de conservar el monopolio del látex, dictó una ley con severas penas que prohibía sacar del país semillas del producto. Pero Henry Wickham, un explorador inglés, al parecer estimulado por un importante premio en su país, consiguió lo que nadie había logrado. En 1876 sacó clandestinamente, pese a los rigurosos controles, alrededor de 70.000 semillas que llevó a Inglaterra. Luego de un proceso de aclimatación, fueron trasladadas a las colonias británicas de Malasia, Ceylán y Singapur, donde comenzaron a desarrollarse en muy buena forma. Entre veinte y treinta años después, estaban comenzando a producir.

La explotación en estas áreas geográficas, trabajadas en forma sistemática, profesional, significó duplicar y hasta triplicar la producción por árbol con respecto a la zona amazónica, y como las plantaciones estaban mucho más cercanas a los puertos de embarque, se tradujo en una baja sustantiva en los costos de producción y traslado. Este conjunto de factores devinieron en la acelerada decadencia del caucho sudamericano.

En muy pocos años la inmensa extensión, que fue una de las mayores fuentes de riqueza del mundo, se convertía en un lugar lleno de pueblos fantasmas y de hombres sombríos que deambulaban por la selva buscando un nuevo destino. Los empresarios, la mayoría muy poco previsores, se arruinaron. Muchos optaron por el suicidio.

Manaos, la capital de este sueño interrumpido repentinamente, cayó en el silencio y el abandono por muchos años, hasta que el gobierno de Brasil comenzó a desarrollar proyectos agrícolas y turísticos en su entorno. Hoy es la capital del estado de Amazonas.

Hubo un último intento por resucitar la industria del caucho y lo hizo Henry Ford, el empresario automovilístico norteamericano, que buscaba el auto suministro de neumáticos. A partir de 1929 creó en Brasil, a orillas del río Tapajoz, un pueblo al que llamó Fordland e intentó que los trabajadores, que recibían el doble de sueldo que los demás en el país, se acostumbraran al sistema de vida americano. No solo eso no resultó, sino que los árboles, trasplantados desde el interior, no se desarrollaron. El sueño terminó en 1945 con una pérdida superior a los US$ 20 millones para el norteamericano. Esto también será tema en una próxima crónica.

El caucho natural comenzó a perder importancia a medida que se fue adueñando del mercado el sintético, obtenido a costos muy inferiores.

La fiebre del caucho es un ejemplo más de la forma en que el hombre, por aprovechar determinadas oportunidades, pierde de vista a la humanidad. Ciego de codicia, nada le importa sino su prosperidad.

Por eso, las vidas, el entorno maravilloso, la naturaleza exuberante, todo lo que se destruyó durante esta fiebre insensata, nunca regresará.

Fernando Lizama-Murphy

Septiembre 2015

Un comentario en “MORIR EN EL AMAZONAS

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