TODAS LAS CANAS AL AIRE. LA INTRÉPIDA TRAVESÍA DE MADELEINE DUPONT Y MARIA ELIANA CHRISTEN

Crónica de Fernando Lizama-Murphy

Quizás porque los chilenos estamos confinados en este rincón del mundo, cada cierto tiempo surgen aventureros que pretenden romper este encierro enfrentando desafíos distintos, novedosos, casi siempre peligrosos. Esta es la historia de dos abuelas que decidieron unir Chile con Suiza, volando en un pequeño aeroplano.

Madeleine Dupont y María Eliana Christen
Madeleine Dupont y María Eliana Christen, las abuelas voladoras. Foto de Omar Contreras.

El 9 de marzo del año 2004, en el aeropuerto de Los Cerrillos, en Santiago de Chile, muchas autoridades, periodistas y curiosos, fueron testigos del inicio de una de esas aventuras que, a comienzos del siglo XX eran tan frecuentes, pero que en el último tiempo solo eran historia. Dos mujeres, madres, abuelas y con disimulados sesenta años a cuestas, intentarían unir la capital de Chile con Ginebra, Suiza.

Lo distinto, lo novedoso y lo peligroso, además de lo inusual de la edad para vivir una aventura de esta naturaleza, era que esperaban llevarla a cabo a  bordo de un Beechcraft Bonanza, construido en 1981, aunque su motor, de seis cilindros y 285 caballos de fuerza, solo tenía un año de uso. El “Julie”, como lo bautizaron cariñosamente, era un pequeño avión cuadriplaza, de motor a hélice, al que se le adaptaron estanques adicionales de combustible que aumentaron la autonomía de 4.500 a 13.000 kms.

Si bien el largo del trayecto, las variaciones climáticas y lo frágil de la aeronave constituían de por sí un arriesgado desafío, las dos grandes barreras a enfrentar eran la Cordillera de Los Andes y el Océano Atlántico.

Una de las expedicionarias era Madeleine Dupont, que actuó como piloto durante la travesía. Provenía de una familia francesa afincada en Alemania, donde ella nació en plena Segunda Guerra Mundial. La niña, a muy poco de nacida, estuvo cautiva en un campo de concentración ruso, del que lograron salir su madre, su abuela y ella, por medios que Madeleine prefirió no averiguar. Optaron por establecerse en el lado francés de Berlín Occidental, donde creció.

Su contacto con personas de distintos países le facilitó el aprendizaje de varios idiomas, lo que le permitió ganarse la vida como intérprete, secretaria trilingüe, aeromoza de Avianca y agente de viajes. Ha vivido y trabajado en Alemania, Francia, España, Inglaterra, Colombia, Perú y Chile, donde se radicó en 1980.

En 1989 hizo el curso de aviador civil y después de un tiempo se convirtió en instructora de vuelo. Con práctica y conocimientos, obtuvo licencia para volar aviones multimotores, convirtiéndose además en piloto comercial. Al momento de despegar de Los Cerrillos, acumulaba cerca de 2.500 horas de vuelo.

La otra aventurera es María Eliana Christen, nacida en Chile, hija de padre suizo y madre chilena. Su madre, muy dominante y profundamente católica, la obligó a estudiar psicología en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Posee un Magister en Psicología Organizacional y Recursos Humanos, además de un título obtenido en la NASA de psicóloga de aviación. Es piloto civil desde 1968 y paracaidista desde 1970.

Después de los discursos de rigor, el Julie se elevó hasta perderse de vista. Muchos pensaron que jamás las volverían a ver. Ellas, con la adrenalina volando más alto que el avión, comenzaron la travesía intentando llegar a los 4.000 metros, altura necesaria para superar el macizo andino, pero el avión se negaba a ascender. Después de muchos intentos y de buscar varias rutas alternativas, decidieron que lo mejor era regresar. No calcularon que el exceso de peso del combustible adicionado en los estanques suplementarios actuaría como un lastre. Decepcionadas pero no derrotadas, regresaron a Viña del Mar, ciudad donde residía María Eliana. Prefirieron este destino intentando evitar preguntas incómodas,  aunque igualmente tuvieron que dar algunas explicaciones.

Al día siguiente iniciaron de nuevo el viaje con destino a Porto Alegre, en Brasil, esta vez sin el sobrepeso del combustible, lo que les ocasionaría un nuevo y muy severo contratiempo. Durante el cruce de los cajones cordilleranos, fueron “capturadas” por un viento llamado rotor, que se adueña de la nave, la hace vibrar, la zamarrea. El pequeño avión, casi a merced de los elementos, comienza a girar sobre sí mismo sin que Madeleine lo pueda controlar. Angustiadas, ven cómo el altímetro acusa una siniestra pérdida de altura sin poder hacer nada para evitarlo. De pronto comienza a ratear; la nave vuela en una postura tal que el motor ha dejado de recibir bencina. A duras penas Madeleine logra mover la palanca que permite que el combustible fluya desde otra fuente. A todo esto, el líquido del estanque adicionado en el interior de la cabina, desocupado a medias para permitirles alcanzar la altura, se convierte en un péndulo que agita la nave de un lado a otro. Las dos mujeres sienten que ha llegado el final de la aventura y de la vida. Oran, se encomiendan a los santos, se despiden de sus familias. La angustia y la desesperación inundan la cabina del diminuto aeroplano. De pronto, tal como llegó, sin avisar, el viento desaparece y paulatinamente ellas van recuperando el control, aunque no saben donde están  Los vientos las han arrastrado muy fuera de su ruta y los aparatos de navegación, que aún no recuperan la cordura, tardan demasiado en indicarles su posición.

Por problemas presupuestarios, derivados en gran parte de una estafa de la que fueron víctimas cuando planificaban la travesía, (una mujer se ofreció para ser su representante y solo obtuvo beneficios para ella, dejando a las aventureras escasas de recursos y a muchos auspiciadores molestos) los implementos con los que viajan no son los óptimos.

Desorientadas, buscan algún punto de referencia hasta que se dan cuenta que van volando hacia el sur, paralelas a la cordillera. Necesitan girar en 180° pero están rodeadas de cerros que se lo impiden. Al final lo consiguen y vuelven hacia el norte sin saber dónde se encuentran, hasta que logran percibir que vuelan sobre Uspallata, en Argentina. Continúan hacia Mendoza, pero se resisten a descender en El Plumerillo, el aeropuerto local. Siguiendo con el plan trazado quieren hacer el esfuerzo de continuar hasta Porto Alegre, pero el agotamiento es enorme. Además, sobre Mendoza hay un frente de mal tiempo que deciden eludir. Pronto se dan cuenta que seguir en esas condiciones es una locura y resuelven dirigirse a Córdoba, de cuyo aeropuerto ni siquiera tiene cartas de aproximación porque es una escala no prevista, ni en sus planes, ni en su presupuesto económico. Igualmente aterrizan, felices de estar vivas.

Después de dos días en tierra, a causa del mal tiempo, despegan hacia Porto Alegre adonde llegan sin novedad y por primera vez son recibidas por un séquito de periodistas. Sin saberlo ni buscarlo, ya son famosas.

Por avisos de tormenta sobre Río y Sao Paulo, deben permanecer dos días en Porto Alegre y pese a que el sentido común les dice que es mejor seguir esperando, deciden partir hacia Salvador, Bahía. En lugar de volar sobre tierra, que es lo recomendable para este tipo de avión, lo harán sobre el mar para eludir, en parte, la tormenta. No pueden seguir retrasando la partida porque los seguros comprometidos y las reservas de espacio para aterrizaje tienen una vigencia que les da muy poca holgura a la hora de dilatar las permanencias.

Por supuesto que hay que tener buenos nervios para volar con una tormenta a menos de veinticinco millas, viendo el resplandor de los rayos y teniendo bajo los pies solo agua, pero las valientes mujeres aterrizan sin novedad en la ciudad del Pelourinho. Desde ahí despegan hasta el último punto antes de cruzar el Atlántico. Natal. Después de un vuelo con algunas turbulencias, llegan sin novedad.

Para el despegue hacia la etapa más larga y complicada, el principal inconveniente es una huelga de policías en Brasil, que las retrasa casi cuatro horas. Querían salir hacia las diez de la noche y lo hicieron a las dos de la madrugada.

Inician la travesía sin contratiempos, pero muy pronto comienza a llover con unos fuertes vientos que las obligan a bajar la velocidad de 140 a 85 nudos y a ese ritmo y con el vendaval en contra, el combustible no les alcanza. Intentan remontar, buscando mejores condiciones, pero solo empeoran, por lo que deben volver a descender. Con los sacudones, la bencina del estanque interior vuelve a moverse, desestabilizando el avión, tal como ocurriera en el cruce cordillerano. Pero ellas están resignadas. Saben que si algo les ocurre nada ni nadie podrá socorrerlas, por lo que se concentran en ir buscando soluciones a los problemas que a cada paso se les presentan intentando no desesperarse.

Cuando llegan al punto de no retorno, pese al susto, deciden continuar. Saben que regresar no garantiza nada distinto a seguir, aunque lleven una balsa a bordo, que poca utilidad puede prestar en medio del Atlántico. Cuando comienza a amanecer sienten algo más de tranquilidad. Poco a poco la tormenta va dejando espacio a la calma y comienzan a escuchar por la radio algunos sonidos que les resultan familiares. A medida que se acercan al continente africano una nubosidad de arena, proveniente del Sahara, dificulta la visibilidad, pero nada muy preocupante. Doce horas y media después de haber despegado desde Natal  aterrizan en la Isla de Sal, perteneciente a las Islas de Cabo Verde. Lo que más anhelan es un baño.

Entre este enclave y la Gran Canaria solo enfrentan vientos cruzados, a los que ya se están acostumbrando. En el archipiélago español la recepción es apoteósica. Vuelan escoltadas por aviones del club aéreo local y por un helicóptero en el que viajan camarógrafos de distintos países, interesados en cubrir su aventura. En medio de comidas y recepciones oficiales, en las que les leen hasta poemas dedicados, el tiempo se les pasa rápido (deberíamos decir “volando”), pero deben continuar hacia Portugal.

Por una decisión absurda de las autoridades aeronáuticas portuguesas deben seguir la ruta por Marruecos en lugar de volar directo a su destino, lo que alarga el tramo innecesariamente. No obstante, llegan sin contratiempos a Lisboa. También los aviadores portugueses las reciben en forma apoteósica. Incluso a poco de descender del Julie deben dirigirse a un canal de TV para ser entrevistadas.

La primavera se resiste a llegar a Europa y varias veces deben postergar el despegue hacia Madrid. Al final lo hacen conscientes de que las condiciones no son las mejores y pagan el precio de un gran susto cuando alas y hélice comienzan a acumular hielo y el avión no cuenta con un sistema anticongelante.

Pero aterrizan sin novedad y nuevamente son recibidas como heroínas, rodeadas de cámaras y periodistas ávidos de escuchar sus historias. Por supuesto y al igual que en sus últimas escalas, abundan las invitaciones y las recepciones.

Cuando parten para la última etapa de la primera parte de su viaje, cuyo destino es Ginebra, también deben luchar con el mal tiempo. Sobre la ciudad Suiza se desarrolla una tempestad y los controladores de vuelo madrileños se resisten a autorizar el despegue. Al final se lo permiten, pero deben evitar las montañas, por lo que vuelan hacia Valencia y desde ahí hacia el norte.

La recepción en Ginebra supera todo lo esperado. Los carros de bomberos del aeropuerto les hacen un arco de agua cuando se desplazan por la losa hacia el lugar de detención, donde las aguarda un séquito de autoridades, los embajadores de Chile y de las Naciones Unidas. Quedan perdidas bajo los ramos flores que les entregan.

Casi un mes, en el que los agasajos no cesan, pasarán en Suiza las dos mujeres, reponiéndose de la primera parte de la travesía y preparándose para el regreso, que deciden hacer por el Círculo Polar Ártico. Esto las obliga a entrar en los Estados Unidos, cuyas autoridades son reacias a autorizar a aventureros después de lo de la Torres Gemelas. Pero al final consiguen los permisos e inician la segunda parte.

Al igual que a la ida, el vuelo de regreso requiere de su máxima atención y siempre el peligro está latente, pero para ellas es sólo como si fuera un poco más de lo mismo, aunque deban enfrentar temperaturas mucho más bajas y vientos más fuertes. Los sustos, los problemas, las situaciones límites son muy parecidas a las que ya vivieron. Es como si lo peor ya hubiese pasado. Además, muchos de los trayectos son más cortos. Y es distinta la sensación cuando sientes que la misión está casi cumplida y sabes que vas de regreso a tu hogar.

Quizás ni ellas esperaban lograr la ambiciosa meta y con el solo hecho de llegar a Suiza ya se daban por satisfechas. Ahora era armarse de paciencia para volver al terruño.

En todas las ciudades en las que descendieron  tuvieron entusiastas recepciones, pero el aterrizaje en Arica, primera ciudad chilena que tocaron, la emoción superó todas sus fortalezas. Una cincuentena de pilotos civiles, con sus aviones, provenientes de todo el país, las esperaba. El mismo túnel de agua que las recibió en Ginebra las acogió en la nortina ciudad. El entusiasmo de la gente era insospechado para ellas. Todo superaba sus expectativas.

En el aeródromo de Tobalaba, el 23 de mayo del 2004, en Santiago la cosa fue más oficial. Autoridades, discursos y fotos para los diarios. Todo muy lindo, todo inolvidable.

Atrás quedaron, además de los recuerdos, 24 ciudades de 17 países; 17.300 millas, 140 horas de vuelo y un montón de deudas. Porque casi toda la travesía fue financiada por ellas, que fueron pagando con charlas motivacionales, entrevistas y con sus trabajos.

Pero ya nada importaba mucho. Estaban vivas y con una maravillosa aventura para contar a sus nietos.

 

Fernando Lizama Murphy

Marzo 2016.

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