EXPEDICIÓN

Atlantis

DE TENERIFE A LA GUAIRA EN BALSA

Que el hombre sepa que el hombre puede

Alfredo Barragán

Desde hace un tiempo este autor se ha empeñado en hurgar en aquellas teorías que hablan de visitantes que llegaron a América provenientes de distintos lugares, antes que Cristóbal Colón. Hemos hablado sobre egipcios de la época de los faraones, sobre polinésicos y de otros navegantes que, cruzando el océano Pacífico desde el poniente arribaron a estas costas. También nos hemos referido a aventureros que, en distintas épocas y partiendo de Sudamérica, han surcado el mar para llegar a tierras lejanas allende ese océano, intentando recrear antiguas travesías y así demostrar intercambios culturales y comerciales con áreas remotas.

En esta crónica nos trasladaremos de océano para hablar de unos expedicionarios argentinos que, convencidos de la posibilidad de que africanos, cruzando el Atlántico, hubiesen llegado a las costas de América, efectuaron la travesía en balsa desde Tenerife a La Guaira.

Del cómo y por qué lo hicieron, habla este artículo.

Alfredo Barragán, abogado, nacido en 1949 en la ciudad de Dolores, entre Buenos Aires y Mar del Plata, es lo que se podría llamar un expedicionario congénito. Creador del CADEI (Centro Actividades Deportivas Exploración e Investigación), antes de la aventura que nos ocupa, cruzó el Caribe en kayak, los Andes en globo aerostático, además de escalar muchas de las más altas cumbres del mundo, entre otras excursiones, casi todas de alto riesgo.

Según relata en una entrevista al diario argentino La Nación, en abril de 1980 sus compañeros de travesías, inquietos porque pasaba ya mucho tiempo desde la última, lo llamaron por teléfono manifestando su desasosiego. La naturaleza, la historia y la adrenalina los invitaban con fuerza a romper la rutina. Entonces él, comprendiendo que necesitaban una nueva aventura, prometió que buscaría algo que hacer y recordó que en la peluquería, mientras esperaba el turno para ser atendido, leyó en una revista sobre las monumentales cabezas de piedra olmecas que mostraban rasgos negroides. Luego de averiguar más sobre el tema, decidió llevar a cabo una expedición para demostrar que habitantes de África arribaron a América mucho antes que Colón.  

Al referirnos a Alfredo Barragán no estamos hablando de un excéntrico millonario que en estas travesías busca emociones financiadas con holgura. O de algún explorador pagado por una revista especializada que espera algún tipo de remuneración por sus expediciones. Hablamos de un abogado de clase media que vive de su trabajo y que ha evitado, en lo posible, buscar auspiciadores para sus proyectos. Los financia de su bolsillo, del aporte de sus compañeros de travesías y con la generosidad de distintas personas e instituciones que lo apoyan, sin obligarlo a publicitar un determinado producto o servicio. Asegura que eso le da la libertad para desarrollar cada proyecto según sus propias pautas, las que comenta y discute con los otros aventureros que lo acompañan en cada uno de esos proyectos y que son los que, en definitiva, arriesgan la vida junto a él.

Barragán, después de revisar mapas con corrientes marinas del Atlántico, llegó a la conclusión que un viaje desde África hasta América, escogiendo la temporada menos peligrosa por los huracanes, impulsado solo por el viento, las corrientes y un poco de suerte, era posible. Para reafirmar su teoría, vendió una propiedad con el objeto de financiar un viaje a México y conocer de cerca la cultura Olmeca y sus colosales cabezas de piedra.

La cultura Olmeca se desarrolló en Mesoamérica entre el 1.200 y el 400 a.C. y fue la precursora, entre otras, de mayas y aztecas. Abarcaron desde la zona de las actuales Veracruz y Tabasco y bordeando el Golfo de México hacia el sur, se estima que llegaron hasta la actual Nicaragua. Como estuvieron asentados en zonas ocupadas posteriormente por mayas y otras culturas, para los arqueólogos ha resultado un enorme desafío diferenciar ruinas, reliquias y entierros, pero, poco a poco, han logrado su propósito y descubrir para los olmecas un universo propio, cada día más trascendente en el mundo de la investigación de las culturas precolombinas.  

Colosal cabeza Olmeca

Su legado en cerámica, escultura en piedra y en jade es muy importante. También fueron pioneros en el cultivo del cacao y el maíz, entre otros y en el uso del hule proveniente del árbol del caucho. Se cree que inventaron el juego de pelota que posteriormente continuaban practicando los mayas y que además legaron a esta cultura y a los aztecas muchos de los conocimientos que ellos uutilizaron. También les habrían heredado algunos dioses y ritos.

Aún existen incontables misterios en torno a los olmecas, entre ellos que los arqueólogos no han podido establecer un ascendiente africano en los hallazgos hechos, salvo los mencionados rasgos negroides de las cabezas de piedra, que por el momento parecen ser más especulativos que reales.

En cuanto a las enormes cabezas de basalto (la más grande de las 17 encontradas mide 3,4 x 3 mts. y pesa 40 toneladas), la primera fue descubierta en 1862 por el periodista y explorador mexicano, José María Melgar quien, haciendo la advertencia de que solo era un aficionado a la arqueología, se atrevió a anticipar que la cabeza representaría a etíopes que habrían arribado a América en tiempos remotos.

Este comentario abrió la puerta a otros investigadores que observaron los rasgos negroides en las famosas esculturas, agregando que podrían corresponder a posibles navegantes africanos que habrían llegado a esa parte del mundo hace unos 3.500 años.

Por otra parte, Barragán encontró unas tablillas de piedra talladas por primitivos habitantes africanos que los mostraban a bordo de rústicas balsas.  Unir ambos cabos fue lo que llevó a montar esta expedición, con el ánimo de demostrar la posibilidad real de esta afirmación.

Junto a Jorge Iriberri, Félix Arrieta, Óscar Giaccaglia y Daniel Sánchez Magariños, cuatro años tardaron en preparar la travesía que realizaron a bordo de una balsa construida con nueve troncos de madera de balsa que consiguieron en Ecuador. Con menos de doscientos dólares llegaron a Guayaquil y con ese dinero algunos de los expedicionarios se internaron en la selva para elegir los troncos que se acomodaban al diseño que habían confeccionado. Luego de 42 días, lograron seleccionar y embarcar los maderos escogidos con rumbo a Buenos Aires. En camiones aportados por una empresa local los trasladaron a Mar del Plata, donde confeccionaron la rústica embarcación.

Los cinco expedicionarios                         Barragán y su libro

Tratando de ser lo más fieles a los diseños originales, los troncos fueron atados con cordeles vegetales, instalaron un mástil bípode del que colgaron una vela rectangular donada por la Armada Argentina, vela dada de baja en la fragata Libertad. Como habitáculo, tenían una casucha de cañas con techo de paja. El baño, un balde atado con un cordel a la popa; la cocina, unos pocos utensilios, dos balones de gas y un pequeño anafe.

Por acuerdo entre los miembros de la tripulación y según investigaciones que realizaron respecto a las características de las primitivas balsas africanas, a su embarcación no le instalaron timón, lo que significaba que el viaje sólo sería de ida, sin posibilidad de retorno. La vela rectangular permite muy poca maniobrabilidad frente a los vientos.

No tenían brújula ni ningún otro instrumento de navegación, solo se orientaban por las estrellas, la ubicación del sol y sin timón, se dejaban llevar por las corrientes y los vientos. Mientras navegaban, en realidad no sabían muy bien en donde estaban ni hacia dónde eran arrastrados. Lo que si llevaron, más por insistencias de las familias, fue un equipo de radio que les permitía informar a diario sobre su estado,

La otra precaución que tomaron fue que a dos miembros de la travesía que aún tenían sus apéndices, se los operaron. En una balsa de 13,6 metros de largo por 5,8 de ancho, no existían las comodidades como para atender a enfermos y menos practicar cirugías.

La comida estaba constituida por alimentos no perecibles donados por un supermercado de Mar del Plata, además de la esperanza de la pesca para disponer de carne fresca, lo que nunca ocurrió. Durante los 52 días que tardó la travesía, solo consiguieron un pez.

Cuando la balsa estuvo lista, la expedición, bautizada Atlantis, inició su viaje en Tenerife. El 22 de mayo de 1984 se hicieron a la mar en una travesía en la que pocos factores quedaron al azar. Se trataba de reproducir, con la mayor fidelidad imaginable, el viaje que habría llevado a los africanos a América, más de tres mil años antes de la epopeya de Colón.

Barragán pensaba que más que un espíritu de conquista, lo que llevó a esos primitivos navegantes hacia este destino, fue la casualidad.

Entre ellos, los tripulantes adquirieron, antes de zarpar, varios compromisos, algunos complejos de cumplir, como por ejemplo, si uno caía al agua era prácticamente imposible salvarlo pues la balsa carecía de timón como para regresar por él. Deberían abandonarlo. Para la eventualidad de que esto llegase a ocurrir, dispusieron en la popa una cuerda de setenta metros. Era el único asidero a la vida en la eventual caída, que, afortunadamente, no se dio.

La otra precaución fue atarse a la nave durante las tormentas y las marejadas.

Además de dos tormentas, que les provocaron gran temor pues enfrentaron olas de hasta siete metros y en las que ya veían que su frágil embarcación zozobraba frente a la fuerza del mar y del viento, los principales problemas fueron la orientación y calcular la distancia recorrida. Pese a que Sánchez Magariños sabía ubicarse por las estrellas, muchas noches de niebla y varias de ellas seguidas, les impidieron ver el cielo. En cuanto a la distancia, calculaban al ojo que avanzaban 70 millas náuticas por día, pero no sabían si la cifra y la dirección eran las correctas, lo que les impedía estimar los días que faltaban para llegar a destino, según los presupuestos hechos por el líder de la expedición, con la consiguiente incertidumbre respecto a que si los alimentos y el agua alcanzarían hasta el término del viaje.

Pese a que se habían propuesto no pedir ayuda a ninguna nave con la que se cruzaran, el día 49 de la travesía fueron avistados por un pesquero, el Maratún que se acercó y les preguntó si eran la balsa que había zarpado desde Tenerife. Cuando respondieron afirmativamente, el capitán les dijo:

─¡Bienvenidos a América! Están a diez millas de los Testigos, archipiélago venezolano.

Luego de abrazarse emocionados por haber conseguido la meta, continuaron su viaje para atracar en La Guaira tres días después. Luego de 52 días en los que dejaron atrás 5.000 kilómetros, arribaron a su destino en medio de una calurosa recepción por parte de los venezolanos.

Atlantis demostraba que una travesía en balsa entre los dos continentes era posible hace 3.500 años, con los medios disponibles en aquella época.

La historia de este viaje épico quedó registrada en un libro escrito por el propio Alfredo Barragán y en un documental, dirigido por él y filmado por Félix Arrieta durante la travesía, quién, una vez a bordo de la embarcación, confesó que no sabía nadar.

La balsa se conserva en Dolores, Argentina, en un museo que los aventureros están montando para que la gente recuerde su hazaña.

Balsa exhibida junto al obelisco, en Buenos Aires

Fernando Lizama Murphy

Marzo 2024

Para saber más

Barragán, Alfredo: Expedición Atlantis. – Editado por Cadei

Nöllman, María: periodista diario La Nación de Argentina. Entrevista publicada el 29 de mayo de 2023.

Vesco, Leandro: periodista diario La Nación de Argentina, artículo publicado el 11 de mayo de 2021.

Bueno, Isabel: Historia National Geographic – El hallazgo de las colosales cabezas Olmecas de piedra en Las Ventas.

https://historia.nationalgeographic.com.es/a/las-cabezas-colosales-de-los-olmecas-en-la-venta_18989 (consultado marzo 2024)

CUENTO DE NAVIDAD

El 24 de diciembre a mediodía, se paralizaron las actividades en la oficina de contabilidad en la que trabajo, para que los funcionarios asistiésemos al salón de reuniones. Allí, los casi cincuenta empleados disfrutamos de un cóctel organizado por la gerencia, celebrando la Navidad. No faltaron los canapés, pastelitos, torta y otras delicadezas dispuestas por los jefes, acompañadas de champaña y bebidas. También nos repartimos los típicos regalos del amigo invisible.

Como siempre, las conversaciones giraron en torno a los temas habituales en las reuniones de oficina, con risotadas entre los hombres y comentarios relativos a la forma de vestir de la fulanita o a las conductas de la sutanita, por parte de las mujeres. No faltó el que con tono malicioso sacó a relucir el romance, tan “secreto” que todos conocían, entre el gerente y la nueva secretaria.

Como nos habían dado la tarde libre, cerca de las dos comenzaron los intercambios de abrazos de despedida y los deseos de una feliz Navidad. En ese momento se acercó a mí Inostroza, un empleado muy retraído que llevaba algunos meses trabajando en la empresa y que siempre permanecía como distante. Pensé que venía a desearme parabienes y lo abracé con entusiasmo, como si fuésemos viejos amigos, mostrando que también me sentía parte del espíritu navideño.

Debo decir que todo lo que sabía de este compañero de trabajo era lo que estaba a la vista. Que era bajo, de unos cuarenta años, muy delgado, de pelo crespo y ojos oscuros. De su vida, lo desconocía todo y me imaginé que a él con la mía, le pasaba lo mismo. Pero era otro tema el que quería conversar conmigo.

−Fernando –me dijo− yo sé que nos conocemos poco y que si aceptas lo que te voy a pedir, voy a alterar toda tu celebración, pero necesito un favor.

Lo miré extrañado. −¿Por qué me elige a mí, si apenas nos conocemos?− me pregunté. Pero algo en su mirada me hizo decir:

−Dime, de qué se trata.

Con eso abrí la puerta a una de las historias más extrañas que me han ocurrido.

−Resulta que mi madre, que tiene 84 años y está desde hace mucho tiempo postrada, padece de una forma de demencia senil que la va, poco a poco, regresando al pasado. Hace un par de años era una adolescente, ahora es una niña de unos cinco años.

−¿Y…?

−Le escribió una carta al Viejo Pascuero…

Diciendo esto me pasó una hoja de cuaderno en la que se podía leer, escrito con una caligrafía muy delicada, de esas de antaño y que para nada era la de una niña de cinco años:

Querido Viejito Pascual:

Te escribo esta carta para pedirte que para Navidad me traigas un oso de peluche de esos que tienen un corazón en los brazos que dice “Te amo”. Yo me he portado bien todo el año para que tú me des ese regalo.

Muchas gracias y saludos a los gnomos que te ayudan a fabricar los juguetes y a los renos que te trasladan por el cielo para hacer felices a los niños como yo.

Me quedé mirando a Inostroza sin saber qué decir.

−Como tú eres alto y macizo, te quiero pedir que te disfraces de Viejo Pascuero y le lleves el regalo a mi madre. Lo haría yo, pero como puedes ver, mi contextura no es precisamente la más adecuada.

Pensé en mi mujer, en mis dos hijos, en nuestra costumbre de asistir en familia a la misa del gallo, a la que mi señora partía antes con los niños para que yo me quedase poniendo los regalos en torno al árbol. Pensé en mis padres ya fallecidos, en que quizás si me atrasaba mi señora se llevaría un disgusto. En fin, una procesión de situaciones, recuerdos y añoranzas, viajaron por mi mente en unos segundos que seguramente a Inostroza le parecieron interminables. Como no le daba una respuesta, me dijo:

−Si no puedes no importa, yo sé que tienes a tu familia y no me gustaría causarte algún conflicto.

Pero le dije que sí y en pocos minutos estaba en el baño de la oficina poniendo sobre mis ropas el disfraz de Viejo Pascuero que Inostroza había arrendado para la ocasión. El calor de diciembre es sofocante y nunca me imaginé el tormento que es para esos hombres que se ganan unos pesos en estas fechas, disfrazados.  

Poco después salimos en mi automóvil con rumbo a un barrio que yo desconocía y nos detuvimos frente a una casa que mostraba que tuvo tiempos mejores. Desde la calle se veían titilar en el interior las luces de una guirnalda en el árbol navideño.

Inostroza, que permaneció en el auto, me dijo

–La habitación de mi madre es la segunda puerta a mano derecha. Como puedes ver desde aquí, a la entrada está el árbol de pascua donde encontrarás un único paquete. Es su oso de peluche.

No sé de dónde me salió, pero al entrar al dormitorio dije el ¡Jojojo! tan fuerte, que la anciana despertó de su sopor y abrió unos ojos desmesurados mientras se llevaba ambas manos a la cara, como tratando de disimular su asombro. Era evidente su desmejorada salud, pero sacó fuerzas de flaquezas y se irguió en la cama:

−¡Viejito Pascual! – dijo con una voz apenas audible, en un tono que me llamó la atención, porque parecía imitar una voz infantil.

Me senté a su lado y comencé a acariciarle el cabello cano y desgreñado. Ella se acurrucó contra mí y la sentí llorar. Me imaginé que de alegría, aunque a mí también me salieron unos lagrimones. Recordé que nunca tuve a mi madre en los brazos como ahora lo hacía con una extraña. Hice el ademán de tomarla para llevarla en volandas hasta el árbol, pero ella me interrumpió:

−¡No! Yo puedo sola.

Se sentó a la orilla de la cama y se puso de pie. Tambaleaba y temiendo que se fuese a caer, la tomé de un codo y acompañé su pausado caminar hasta llegar al sitio en que se encontraba el regalo. Le acerqué una silla para que se sentara y lo abriese con tranquilidad. Lo hizo con la delicadeza que solo los ancianos ponen en sus acciones, evitando romper el papel. Cuando apareció el oso, lo abrazó como seguramente lo hizo con sus hijos recién nacidos, con una ternura conmovedora. Pasados unos minutos, me miró con cara suplicante y me dijo:

−Viejito ¿me puede regresar a mi cama?

Ahora si la tomé en volandas y la deposité en su lecho. Pronto dormía abrazada a su oso.

Una vez en el auto, me despedí de Inostroza y continué viaje hasta mi hogar disfrazado de Pascuero. Había decidido darle una sorpresa a mi familia, que disfrutó con mi humorada.

Me saqué el disfraz, me vestí adecuadamente para ir a la misa del gallo. Como siempre, mi señora y los niños me precedieron, mientras yo acomodaba los paquetes en torno al árbol.

Una vez en la iglesia, le di gracias al Niño Jesús por esa inmejorable oportunidad de brindar amor que puso en mi camino. 

Fernando Lizama Murphy

EL MOTÍN DE LAS CONVICTAS

La his­to­ria de es­ta mu­jer es ex­traor­di­na­ria. Al­gu­na vez fue muy her­mo­sa. Em­bar­ca­da por un cri­men atroz, con­vi­vía a bor­do con el ca­pi­tán. Po­co an­tes de lle­gar a la la­ti­tud de Bue­nos Ai­res, cons­pi­ró con otras mu­je­res con­vic­tas pa­ra ase­si­nar a to­dos a bor­do, sal­vo unos po­cos ma­ri­ne­ros…

                                                                                                                Charles Darwin

Partiremos diciendo que el título de esta crónica es, en parte, mentira. El motín existió y las convictas también, pero diversas investigaciones han demostrado que los dichos del célebre Darwin no ocurrieron como a él se los narraron. Pese a toda su sabiduría, en este caso se hizo eco de chismes de cantina para describir a Mary Clarke, la principal protagonista de este curioso episodio que se inicia cuando expiraba el siglo XVIII. La historia es distinta, aunque con un fondo de verdad.

En febrero de 1797, 66 mujeres son embarcadas en Falmouth, puerto inglés, a bordo de la fragata Lady Shore. Todas son convictas por haber cometido distintas fechorías tales como robos, mendicidad, prostitución, asesinato, cuyas condenas fluctúan entre siete años y prisión perpetua. Con las cárceles británicas atiborradas, con los Estados Unidos de Norteamérica, que desde que se declararon independientes dejaron de recibir condenados, el triste destino que esperaba a estas damas era la colonia penitenciaria de Botany Bay en Australia.  

Cabe hacer notar que la justicia inglesa, alguna vez muy cuestionada por sus fallos considerados “blandos” por la aristocracia, endureció la mano a tal punto que delitos muy pequeños, como el de una mujer acusada de no devolver una manta que le prestaron, recibían castigos de siete años de prisión. Existe una lista con los nombres de las mujeres y los delitos cometidos, por eso podemos saber que 55 de ellas estaban condenadas a siete años, una a catorce y las diez restantes a cadena perpetua. ¿Por qué? Se puede leer sobre una mujer castigada por robar un pañuelo de seda, otra por robar queso y así, algunos delitos que hoy no merecerían ni la concurrencia a un tribunal. Con los hombres eran más rigurosos aún. Thomas Eccles de 43 años, por robar tocino y pan, fue condenado a muerte.

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LUCHANDO CONTRA LOS ASALTANTES

Segundo capítulo de la novela Un surco en el mar, Libro I de la serie De Campesino a Marinero. Las Aventuras de Félix Núñez, de Fernando Lizama Murphy (disponible en Amazon)

No recuerdo bien qué día fue cuando el tío Gilberto nos mandó a tres jinetes para abrir camino. Durante nuestra andanza, desde un bosque divisamos a la distancia a unas personas. Desmontamos con cautela y, ocultos entre los matorrales, vimos cómo unos hombres empujaban y golpeaban a otros, mientras unas mujeres lloraban, arrastradas por los mismos hombres. Sin duda eran asaltantes que habían cogido una presa y se preparaban para eliminar a los testigos y llevarse a las mujeres. Conmigo estaban Ramón y Eliecer, que era muy amigo mío. Ocultos entre las malezas nos acercamos lo más que pudimos y nuestra sorpresa fue grande cuando vimos al Aurelio entre los bandidos.

En silencio regresamos a nuestras cabalgaduras y de ahí a encontrarnos con la caravana que seguía el paso cansino de los bueyes. Corrimos donde el tío Gilberto y le advertimos sobre lo que estaba ocurriendo a media jornada, y que habíamos visto al Aurelio entre los malos.

─¡Algo me decía que ese gallo no era de fiar! ─respondió el tío, y nos dio instrucciones de montar a todos los jinetes y regresar al lugar donde los bandidos estaban haciendo de las suyas. Dejó cuatro cabalgaduras para escoltar a los boyeros que continuarían avanzando a su paso.

Montados, nos dejamos caer sobre los asaltantes. El tío Gilberto y otro de los jinetes tenían sables heredados de alguna guerra y se abalanzaron a caballo mientras los demás desmontábamos. Entre todos, aprovechando la estupefacción de verdugos y víctimas, corrimos cuchillos, lanzazos y disparos que muy pronto tenían a tres de los malos en el suelo, mientras otros cuatro intentaban huir, excepto uno que tomó a una mujer como escudo y amenazó con degollarla si nos acercábamos. El hombre no se percató de que por su espalda se acercaba el tío Gilberto con su sable, quien de un sólo corte casi le arranca la cabeza. Yo creo que no se dio cuenta que estaba muriendo. El otro con el que el tío Gilberto no tuvo piedad fue con el Aurelio, que atado de manos y arrodillado, lloraba. Lo atravesó de lado a lado, cuando yo estaba con él. El tío me dirigió una mirada terrible, que yo nunca le había visto en su rostro de hombre bonachón, antes de decirme:

─Con los traidores y los bandidos, la piedad no existe.

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GEMELOS

(CUENTO) Por Fernando Lizama-Murphy

niños caminoNacimos el mismo día desde el mismo vientre. A mí los vientos de Playa Ancha me arrastraron al mar; él prefirió la relativa quietud de una oficina bancaria. Yo opté por los amores fugaces, de esos cuyas huellas se borran como pisadas en la arena; él armó una hermosa familia con su mujer y sus tres hijos.

Él descansa en el féretro en medio de la iglesia; yo, que pasaba por aquí, como dicen las visitas inesperadas, contemplo su cuerpo en eterno reposo. Es tanto nuestro parecido que creo estar viéndome a mí en ese macabro sitio. Como si el vidrio que lo separa fuese un espejo. Y preferiría que así hubiese sido, ser yo el que ocupara ese lugar. Para mí las responsabilidades terminan en cuanto el barco atraca, pero él aún no concluía su tarea.   Seguir leyendo «GEMELOS»

REENCUENTRO CON ARTURO (Segunda parte)

funeralPor Fernando Lizama-Murphy

Inquieto, nervioso, angustiado, me faltaban calificativos para definir mi estado de ánimo durante los días siguientes. Incapaz de hacer nada, en la oficina me limitaba a calentar el asiento. Por supuesto permanecí atento a lo que ocurría con el crimen del ejecutivo que tenía conmocionada a la ciudad. Por eso supe que una semana después, luego de los peritajes del Instituto Médico Legal, entregaron el cadáver de Arturo para su sepultación. El informe pericial que apareció en la prensa roja hablaba de “muerte con arma corto punzante en la zona toráxica. Se perciben cuatro heridas…”. La conclusión policial hablaba de asesinato con arma blanca y motivo, el robo. Aunque yo no tomé ninguna pertenencia del finado, encontraron el cuerpo casi desnudo. La empresa en la que él trabajaba se hizo cargo del funeral, al que asistí pensando en camuflarme entre la multitud que esperaba encontrar, pero éramos tan pocos, que resulté muy visible para todos. Sospeché que los que ocupaban la última corrida de asientos, como en la tele, eran policías buscando al asesino entre los asistentes, por lo que me acerqué hacia el altar y tomé asiento en la tercera fila.

Estaba inquieto. Me sentía cubierto de miradas de reproche, como si todos supieran que se encontraban ahí despidiendo a Arturo por mi culpa.

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Reencuentro con Arturo (Primera Parte)

CallejónPor Fernando Lizama-Murphy

Esto de la tecnología me permitió reencontrarme con mi amigo Arturo, del que me distancié, por eso de los caminos de la vida, hace casi cincuenta años.

Con Arturo éramos compañeros de curso, vecinos e íntimos amigos además, igual que nuestros padres. Compartimos travesuras, alegrías y tristezas y tal vez continuaríamos juntos si la presencia de Olivia no hubiese interferido en nuestra amistad. Olivia me volvió loco en plena adolescencia y ─me imagino que sin proponérselo─ me obligó a alejarme de Arturo.

Trastocó el orden de mis prioridades un embarazo completamente ajeno a nuestros inexistentes planes y la presión de los padres para que nos casásemos, me obligó a bajar del tren que me trasladaba al futuro. Arturo continuó su camino e ingresó a la universidad para estudiar ingeniería. Se tituló y desapareció del barrio y de mi vida con un contrato para trabajar en el extranjero. Mi padre, desilusionado, me consiguió con unos amigos un puesto en la administración pública, porque me dijo que, por hacer cosas de adultos, ahora estaba obligado a financiar pañales, leche y medicamentos especiales para un niño que nació con problemas, quizás como consecuencia por el tiempo en que Olivia intentó disimular su panza, usando ropa ceñida.

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EL PANTEONERO DE SAN TEOBALDO

camenterioSan Teobaldo cumplía dos décadas desde su fundación y la población preparaba las celebraciones. Todos alababan el buen ojo de los fundadores; la palabra carencia no existía en el idioma del pueblo. Ni la enfermedad, la muerte, la religión o la policía habían logrado ubicarlo en el mapa.

Pocos día antes de los festejos, quizás emocionado por su proximidad, falleció de un infarto don Custodio Gómez, egregio fundador de San Teobaldo.

Los funerales carecieron del brillo que imponía la importancia del muerto. Primero, porque como no se practicaba ningún credo, no existían presbíteros que pudieran rezar un réquiem por el alma del difunto ni iglesia donde realizarlo. Y segundo, porque la inexistencia de muertos obligó a improvisar un cementerio y a determinar por sorteo el nombre del panteonero, oficio que nadie quería ejercer, menos aún de tan ilustre habitante. Seguir leyendo «EL PANTEONERO DE SAN TEOBALDO»

CONJURO A LAS LUCIÉRNAGAS

niño mapucheLa primera vez le dijo que era el sacristán, la segunda fue el alcalde, luego, un policía, un albañil. Rosalía seguía el juego, sabiendo por la voz y el aliento que era Marcos, su vecino leñador, marido de Edelmira.

Muerta Clara, su madre, Rosalía creció al amparo de sus tíos, mostrando ahora, en la adolescencia, una belleza inquietante. El pelo negro enmarcaba un rostro moreno, armónico, poseedor de unos inútiles ojos ambarinos.

Marcos se ausentaba por semanas, talando en remotos rincones del bosque. A su regreso, dormía días enteros mientras Edelmira recolectaba moras, mosquetas o callampas para contribuir al sustento. Salía ella y él despertaba para cruzar hasta la rústica vivienda de la vecina. Creía engañarla con su burdo camuflaje verbal.

La ciega se dejaba seducir, ajena a las consecuencias de su candidez. Evocaba el suave y tierno cariño materno, pero se entregaba sin resistencia a este hombrón rudo, de manos callosas, simulando desconocer su identidad. Temía perder ese único afecto brutal y por eso guardaba un silencio cómplice. Cuando él dejó de visitarla, Rosalía supuso que fue porque intuyó que en su vientre latía un nuevo corazón. Seguir leyendo «CONJURO A LAS LUCIÉRNAGAS»

DIECISIETE POR CIENTO

Young girl with a scarf Varanasi Benares India_Jorge RoyanLa visito por última vez para contarle que mañana parto para la India, mamá. Sí, a Rajastán, Jaipur para ser más específico. En realidad, no soy yo quien se va. Viaja Juan Andrés Valdés Baldovinos, pero soy yo. En doce años de cárcel se aprenden muchas cosas, entre otras, a falsificar documentos que le abren un sinfín de puertas que la sociedad le cierra de golpe cuando ha estado preso, mamá. Me voy con dinero obtenido de bancos con esos mismos documentos falsos. Porque un ex presidiario no tiene espacio en este país, mamá. No puede trabajar ni tiene posibilidades de ganarse el dinero en forma decente, mamá. La única opción es seguir delinquiendo. Y eso que yo nunca robé ni timé o estafé a nadie, mamá. Estuve preso por causas que en otros sitios ni siquiera constituyen un delito y que son las que me llevaron a elegir Jaipur y no otro destino. Pero mi certificado de antecedentes personales deja constancia expresa de mi condición de delincuente, mami querida. Ese es el candado que me clausura todos los espacios. ¡Ahora sí que soy un malhechor! Ahora que he falsificado documentos para obtener dinero ilícito o un pasaporte para conseguir visa hindú. ¿Antes, mamá? ¡Jamás lo fui! Todo lo que le dijeron fue mentira. Siempre me gustaron las niñas pequeñas y no veo nada malo en ello, mamá… porque yo no las dañaba, mamá. Lo hacía con cariño. Seguir leyendo «DIECISIETE POR CIENTO»